Desbordar el proceso constituyente
Lo que ha ocurrido con el Consejo Constitucional era lo previsible: una propuesta a la medida de los empresarios, de los grupos económicos y de los privilegiados. Ya tendremos tiempo de diseccionar algunas de sus propuestas más retrógradas pero, por ahora, quiero referirme a su ilegitimidad basal y radical, aun antes de leer el texto.
Por ahora solo quiero reparar en un punto: es un deber votar en contra para obligar a un tercer proceso, uno en serio, que respete la soberanía popular. No tiene por qué ser inmediato ni urgente. Puede tomar años si es necesario. Lo relevante es que sea un proceso participativo en el que la soberanía popular no siga secuestrada por los partidos políticos y por las élites. Se trata de aspirar a un proceso en donde existan cabildos, reflexiones en las comunas y se arribe a una propuesta que sea el fruto de una auténtica deliberación democrática que, por lo mismo, seguramente sería aprobada en un plebiscito.
Se trata de retornar el poder a las comunas, de regresar a aquello que Gabriel Salazar describe tan bien en libros como Historia del Municipio, La Gran Alameda de la soberanía popular o La porfía constituyente. En una palabra: rescatar lo que él denomina soberanía comunal, aplastada desde la batalla de Lircay y asfixiada por un Estado portaliano cuya traducción en el siglo XXI es una democracia en que no se delibera y en donde el pueblo participa depositando cada cierto número de años un voto entre las alternativas mediocres que el sistema capitalista se ha encargado de acotar dentro de sus estrechísimos márgenes. Cómo olvidar aquella elección en la que había que optar entre Frei Ruiz-Tagle y Piñera, tan diferentes entre sí como pueden serlo la leche y la nata.
Para decidir seriamente qué clase de sociedad queremos construir, debemos comenzar por abortar este engendro de proceso constitucional, cuya ilegitimidad radical deriva de las aberrantes limitaciones impuestas al pueblo soberano, amarrado por bordes o limitaciones inaceptables.
Los únicos bordes constitucionales que son exigibles al pueblo soberano son el respeto a los derechos humanos y a los tratados que los reconocen. No es este el espacio para ahondar en las razones por las cuales la soberanía popular se degradaría y se convertiría en otra cosa si se pretendiese, por una mayoría, desconocer los derechos humanos de toda o parte de la población o renegar del derecho de todos a participar democráticamente (derecho que, por lo demás, es también uno de los derechos humanos fundamentales).
Pero fuera de lo anterior, que constituye en rigor una autolimitación que emana de la naturaleza misma de la soberanía para que esta no devenga en otra cosa, que los partidos políticos se hayan reunido para establecer como “bordes” una serie de aspectos sobre los que no tienen derecho para actuar como soberanos es una auténtica desfachatez. ¿Por qué estos partidos políticos, que en las encuestas gozan, o más bien sufren, de una confianza ciudadana nunca superior al 5%, creen ser superiores al mismo pueblo soberano para indicarle hasta dónde llega su soberanía para debatir y decidir? ¿Es que acaso son más soberanos que el pueblo soberano?
¿Por qué debemos adherir a un régimen presidencial? ¿Acaso no podría el pueblo soberano, legítimamente, reemplazarlo por uno semi presidencial o parlamentario o por cualquier otro régimen que no existe aún en la nomenclatura de la ciencia política? ¿Desde cuándo los partidos políticos tienen el derecho de decirnos a todo el pueblo que solo el régimen presidencial es admisible si quiere ejercer su poder constituyente?
¿Y por qué debemos aceptar como única idea posible la de una sola nación chilena? ¿Por qué debería estar fuera de discusión el que en ella se incluyan a otras naciones, como la mapuche, por ejemplo? Tal vez –y solo tal vez, pues sigo dudando de la calidad de los electores– algún día el pueblo sufra de un ataque de tolerancia, apertura mental y empatía que lo conduzca de manera suave y natural a aceptar lo obvio, que es la plurinacionalidad. O puede que no. Pero lo que no puede legítimamente suceder es que esa discusión se le prohíba al pueblo, que ese debate esté clausurado porque un grupo que no puede, tratándose de la soberanía, reemplazar al pueblo –ni menos darle órdenes o ponerle cotas– haya decidido que lo esté.
¿Está obligado el pueblo soberano y constituyente a honrar emblemas nacionales como el escudo o el himno? ¿Por qué? ¿Porque lo dicen los partidos políticos? Tal vez el pueblo soberano, habiendo optado por la plurinacionalidad, decidiese cambiar la bandera actual por otra más inclusiva. ¿Es inaceptable? A mí no me lo parece. Podría ser señal de una evolución admirable como sociedad contar con una bandera que represente en su interior a las diversas naciones y pueblos que comparten el territorio de todos. Lo mismo vale para un himno que, a estas alturas, a muchos nos hace recordar horas muy oscuras y demasiados uniformes y lentes oscuros. ¿No podría el pueblo soberano encargar la composición de un nuevo himno que no hable de valientes soldados sino de solidaridad y ternura entre los que vivimos en un mismo espacio? El himno no es algo que pueda legítimamente imponérsele al pueblo soberano.
¿El pueblo soberano debe renunciar a cuestionar los estados de excepción constitucional? Imaginemos que ese pueblo estimase que esos estados solo han sido excusas para violar los derechos humanos sobre los que tantas bocas cacarean sin sinceridad y estimase que no son necesarios si realmente queremos vivir en un estado de derecho. Puede ser una tesis correcta o equivocada. Lo que digo es que nadie tiene derecho a prohibirle al pueblo deliberar sobre el asunto y decidir como mejor le parezca. A los soberanos, y el pueblo es uno, no se les prohíbe discutir cosas y decidir sobre ellas.
¿Y de verdad está el pueblo soberano obligado a convivir con Fuerzas Armadas? Tal vez el pueblo soberano estimase que demasiadas veces ellas han dirigido su violencia y las armas hacia el propio pueblo que se las dio, hacia los compatriotas civiles y desarmados; tal vez, quizás por qué ese pueblo soberano concluyese que esas Fuerzas Armadas han perpetrado demasiadas masacres y violaciones a los derechos humanos, incluyendo una reciente e infame dictadura; o tal vez ese pueblo podría abrigar la peregrina idea de que los gastos en defensa podrían orientarse a terminar con la endémica falta de viviendas, a que gocemos de una salud universal y de calidad en serio y a dar alimento y educación de primer nivel a nuestros niños, por lo que un proceso paulatino de integración latinoamericana podría generar que nuestros pequeños y pobres países caminen hacia el desmantelamiento y desaparición de sus ejércitos.
Costa Rica e Islandia viven sin sujetos armados que suelen sentirse garantes de abstracciones como “la chilenidad”, en cuya virtud mataron y desaparecieron chilenos de carne y hueso. ¿Puede ser esta postura un error? Tal vez, pero que nadie venga a prohibirle al pueblo debatir y decidir.
Solo en virtud de esta clausura a nuestro derecho soberano a pensar, debatir, deliberar y decidir lo que creemos que es mejor, es que este proceso está radicalmente viciado y su fruto debe ser rechazado. Votar en contra es un acto en favor de nuestra dignidad y del reconocimiento de nuestra libertad, de la radical y sustancial libertad que tanto repugna a las élites que se atragantan hablando de ella pero que únicamente quieren seguir siendo los controladores de la soberanía del pueblo.
Quiero, en definitiva, un proceso constituyente desbordado, en el que se nos reconozca soberanos en serio. ¿A usted le gusta que le ordenen hasta dónde puede pensar o decidir? A mí no.
En contra, pues, por simple dignidad.