Desigualdad, brecha digital y gestión de personas: Deudas de la transformación digital
A poco más de dos años de la publicación de la Ley 21.180, sobre Transformación Digital del Estado, fue necesario modificar los plazos para incorporar una nueva fase no prevista en la gradualidad de implementación original. Esta fase, denominada “Preparación”, se corresponde con una especie de autodiagnóstico en que cada institución de la administración del Estado debe identificar y caracterizar sus procedimientos administrativos, a fin de levantar la información básica que permitirá la implementación de las fases siguientes de la Ley.
La incorporación de esta “fase 0” alargó el plazo original, pero, incluso así, el calendario establecido es enormemente demandante, sobre todo si se consideran las distintas realidades que existen en Chile a lo largo de todo su territorio, con diferentes grados de modernización y acceso a las tecnologías.
Por otra parte, hay que sumar la brecha digital entre individuos, hogares, negocios y áreas geográficas de distintos niveles socioeconómicos. Esto porque en Chile la brecha digital es mayor a lo que se percibe, principalmente en los sectores más vulnerables, que son los que más requieren ayuda estatal y, por ende, acceso a los trámites digitales en este nuevo entorno.
Avanzar en la superación de la brecha digital en todo el territorio nacional es decisivo para que los esfuerzos de modernización del Estado puedan mostrar cambios reales, dado que siempre está el riesgo de que la excepción (tramitación en papel) se transforme en la regla general.
Por otra parte, la transformación digital necesita un cambio de cultura organizacional, que requiere intervención desde las áreas de gestión de personas. Estamos frente a una oportunidad única para dar un giro a esa percepción de ineficiencia en la prestación de servicios que caracteriza al sector público, con trámites burocráticos y largos tiempos de espera. Un adecuado proceso de gestión del cambio, estrechamente vinculado con las actividades propias de la implementación de la Ley, es fundamental para ir más allá de automatizar los procesos de siempre.
Es necesario un nuevo modelo en que los funcionarios públicos pongan el punto de vista de las y los ciudadanos en el centro de cada decisión durante la implementación, aumentando así la comprensión de su rol en la creación de valor, convirtiéndolos en agentes activos del cambio y, al mismo tiempo, acercándolos también al uso de la tecnología.
La ambiciosa meta es que todos los órganos de la administración del Estado tengan completamente implementada la Ley al 31 de diciembre de 2027, es decir, las seis fases definidas en el DFL 1 de 2020, más la nueva fase 0 de preparación. Esto involucra ministerios, subsecretarías, servicios públicos, servicios de salud, superintendencias, Fuerzas Armadas y de Orden y Seguridad Pública, gobiernos regionales y, por supuesto, todos los municipios a nivel nacional, más algunas instituciones autónomas.
Ante tanta diversidad, es comprensible que algunas instituciones públicas, sobre todo aquellas con más recursos a nivel central, tengan las competencias y herramientas para seguirle el paso a los plazos establecidos. Sin embargo, el gran grupo restante debe desarrollar esfuerzos adicionales a la sola inversión en tecnología (que ya es todo un reto), que apunten a disminuir las barreras en todos los ámbitos de acción.
Mientras no se aborde de forma responsable la diversidad de madurez tecnológica, incluyendo las capacidades y desarrollo de las personas, me parece poco probable que se llegue satisfactoriamente a la meta.