Gaza, la verdadera elección
El conflicto entre el Estado de Israel y Hamás enciende pasiones y apaga cerebros. Y esos cerebros apagados nos piden que escojamos un bando. Nos piden que nos pongamos del lado de los que acribillan a gente que baila en una fiesta electrónica o del de los que imponen un cerco de hambre y sed a civiles y sus niños. Escojan, nos dicen, entre los que por su causa están dispuestos a asesinar a civiles desarmados y a sus niños pequeños y tomarlos como rehenes y los que en represalia corren a asesinar, también, a civiles desarmados y a sus niños pequeños, lanzando bombas sin importar dónde caen. Me parece una oferta restringida y poco atractiva.
La guerra y sus idiotas de siempre…
Es el problema de estar gobernados por la testosterona termocéfala. Susan Sontag, en su estupendo libro Ante el dolor de los demás, recuerda las reflexiones de Virginia Woolf a propósito, a su vez, de su libro Tres guineas, que fue una respuesta a una carta de un importante abogado que le preguntaba sobre cómo podíamos evitar la guerra. No puedo dejar de reproducir el párrafo en cuestión.
Cito a Sontag: “Woolf comienza advirtiendo con aspereza que acaso un diálogo verdadero entre ellos sea imposible. Pues si bien pertenecen a la misma clase, ‘la clase instruida’, una amplia brecha los separa: el abogado es hombre y ella es mujer. Los hombres emprenden la guerra. A los hombres (a la mayoría) les gusta la guerra, pues para ellos hay ‘en la lucha alguna gloria, alguna necesidad, una satisfacción’ que las mujeres (la mayoría) no siente ni disfruta”. Lo siento por mis compañeros de género, pero la idiotez suprema y la maldad superlativa que encierra la guerra es cuestión de hombres, es problema nuestro o casi todo nuestro.
Y, en ese estilo de macho alfa, el embajador de Israel confronta al presidente Boric y lanza una suerte de emplazamiento señalando una frase pintoresca: “Defendernos no es una barbaridad”. Pero si solo se defendiesen de Hamás, ¿por qué los niños palestinos muestran sus pequeñas miradas colapsadas por el terror y mueren entre bombas, como si ellos fuesen culpables de algo? Y si la muerte horrenda y el sufrimiento abrumador de niños no le parece una barbaridad al embajador, las palabras de Virginia Woolf se tornan precisas, creo yo.
Por lo demás, se defiende quien repele un ataque. En cambio, en términos reales, lo que está ocurriendo hoy en Gaza es una “respuesta”, una “represalia” o, quizás, con mayor precisión, una “venganza”. Y es una represalia que no tiene reparos en arrasar no solo con los que puedan aparecer como responsables del acto que se quiere vengar, sino también con ancianos, hombres y mujeres civiles y niños ajenos a todo este asunto. Israel no puede, en lo estrictamente conceptual, defenderse de hombres, mujeres, niños y ancianos que son civiles indefensos y que nunca han atacado a nadie. Por lo tanto, bombardearlos, asesinarlos, empujarlos al hambre y la sed y obligarlos a desplazamientos terribles, es un acto de barbarie, aunque le moleste al selectivamente sensible señor Gil Artzyeli.
A la maldad nunca le ha gustado verse al espejo, ni los espejos…
¿Lo que llevo aquí dicho me pone del lado de Hamás? Quien concluya eso confirmaría empíricamente cuán ausente se encuentra el pensamiento racional en este asunto. Lo que ha hecho Hamás es monstruoso y repugnante y no tiene justificación alguna. Ni siquiera la ilegal ocupación israelí del suelo palestino justifican esa monstruosidad. ¿La razón? La misma: la infinita cobardía de masacrar civiles y la profunda inmoralidad de tomarlos como rehenes.
Desde hace tiempo se ha ido estableciendo un hecho irrefutable: en las guerras, regulares e irregulares, los “valientes guerreros” asesinan a civiles, matan niños y mujeres. De hecho, mueren más civiles que guerreros. Esa es la cara abominable de la violencia. Terroristas son quienes diseminan el terror entre civiles desarmados que solo quieren dormir en las noches junto a los que aman, cuidar de sus niños y espantar sus pesadillas.
Pero estos diseminadores del terror prefieren mentirse y presentarse ante los demás como integrantes de un ejército regular bondadoso y puramente defensivo o como nobles luchadores por la libertad de un pueblo. Claro, expliquen su nobleza a los niños amputados, a las niñas sin padres y a los padres y madres que ahora no tienen a sus hijos. Hablen con ellos de la justicia y nobleza de ustedes y de la bondad de sus propósitos, a ver cómo les va con el discurso. A mí no me vengan con esas historietas. No son para adultos pensantes.
¿Y estos sujetos nos piden escoger? ¿Elegir entre el mal y la maldad, entre bárbaros y energúmenos, entre monstruos y seres abominables? No gracias. Para muchos de nosotros la verdadera elección está entra la violencia y la paz, y apostamos por un camino donde las armas, los asesinatos y la infinita cobardía de herir y matar niños no tienen cabida, explicaciones ni atenuantes.
Este columnista está decididamente a favor de la causa palestina, del respeto de las fronteras de 1947 propuestas en la Resolución 181 de la ONU y del reconocimiento de un Estado palestino, pero, a la vez, en contra de Hamás y sus ataques a civiles indefensos. La resistencia es una cosa, el terrorismo otra. Una guerra defensiva es una cosa, atacar civiles otra.
¿Es imposible la paz? La verdad, y todos lo sabemos, es que no. Nunca lo es. Los acuerdos de Oslo, hace no tantos años, lo demuestran. Por lo demás, la paz es el único objetivo que un ser humano moralmente decente puede perseguir. Y porque ella nunca es realmente imposible es que todo esto siempre será una barbarie y todos los que participen en ella unos bárbaros.
El cuerpo de un niño muerto es un dolor intolerable para la humanidad entera. ¿A alguien con un mínimo de amor por esa humanidad le importa si es un niño judío o un niño palestino? ¡Por favor! ¡Solo es un niño o una niña, que debió estar jugando al fútbol, comiendo algo rico preparado por su mamá, escuchando en la noche un cuento que su padre pudiera leerle en hebreo o en árabe! No merecen vivir en el infierno creado por adultos insensibles y asinápticos.
Si pusieran a todos estos niños, judíos y palestinos, en un gran jardín, pronto estarían jugando todos unos con otros, riendo, compartiendo los espacios y los juguetes y, de vez en cuando, mirarían de soslayo los rostros adustos de los adultos que, con ese odio que ellos no tienen, creen que entienden el mundo y que, precisamente, por esa creencia, están dispuestos a destruirlo y a destruirlos a ellos también. Pero para los niños que juegan, simplemente son todos niños, que es todo lo que importa y debiera importar. ¿Quién tiene problemas de comprensión, los niños o los adultos?
¿Habrá voces en Tel Aviv y en Gaza que se atrevan a unirse por la paz? ¿Alguien con un corazón bien puesto desafiará la tendencia a la brutalidad que anima a tantos hoy? ¿Llegará el día en que un movimiento civil de israelíes y palestinos se tomen en conjunto las calles para representarles a sus guerreros que su guerra no sirve y que no la quieren?
Parafraseando a Sting en la bella letra de su canción “Russians”, ¿es tan difícil entender que los israelíes también aman a sus hijos o que los palestinos también aman a los suyos? ¿Es tan difícil tratar de construir una relación entre Estados a partir del reconocimiento del amor que cada pueblo siente por sus pequeñitos y pequeñitas, que siguen esperando que los adultos que debieran cuidarlos dejen de ser imbéciles y vuelvan a jugar con ellos y a contarles cuentos sobre la amistad y el amor? ¿Es realmente tan difícil encontrarnos desde el amor por nuestros niños? ¿Es tan difícil mirar con ternura a los hijos de otros y, desde ahí, hablarles a esos otros?
Compartimos la misma biología, cantaba Sting. Y los mismos amores, sueños, miedos y fragilidades. Dejémonos de tonterías. Hay que arriar las banderas y desarmar las manos. No es un imperativo utópico, es solo un imperativo.