La constitucionalización del golpe de Estado y la “vía chilena al socialismo"
Un golpe de Estado no es una práctica caprichosa. Existen claros objetivos políticos que por su intermedio se intentan alcanzar. Por supuesto, se trata de un programa político que se impone por medio de las armas, en ningún caso de un comportamiento ajustado a las reglas de la democracia.
En los últimos días, Marcela Ríos, socióloga y politóloga, ha sintetizado muy bien el acuerdo del mundo académico sobre el particular. Deben darse tres condiciones básicas para hablar de golpe de Estado: i) el gobierno es derrocado y reemplazado, ii) esta operación se realiza en forma ilegal (por lo general violentamente) y iii) los autores son actores estatales (institucionales) que por ese acto exceden o contravienen sus funciones. Desde este punto de vista, no es válida la afirmación de Sebastián Piñera cuando dice que sufrió un “golpe de Estado no tradicional” en Octubre de 2019.
Resulta obvio que para que un golpe de Estado se produzca las fuerzas armadas (FFAA) deben participar por acción u omisión. Pero pueden actuar en conjunto con otros actores sociales (civiles, por ejemplo).
Creo importante agregar una condición adicional que, la mayor parte de las veces, está presente en los golpes de Estado. Me refiero a la institucionalización, legalización y/o constitucionalización del proyecto político de los golpistas. En efecto, no se realiza un golpe de Estado para luego entregar el poder a la ciudadanía, esperando que ésta decida libremente la mantención, modificación o sustitución de las reglas del juego político. Más bien, forma parte del golpe la reconstrucción legal, institucional e, incluso, constitucional, del Estado que se usurpó.
Las cuatro condiciones mencionadas existieron en el golpe de Estado de 1973. El gobierno de Salvador Allende fue derrocado y reemplazado por una junta militar de gobierno que, poco tiempo después, fue sustituida en la mayor parte de sus funciones por una dictadura unipersonal del comandante en jefe del ejército. Para sostener esta dictadura, las FFAA y de orden derogaron la Constitución de 1925, vigente al momento del golpe. Los golpistas actuaron como una asociación ilícita, empleando contra el Estado democrático las armas que éste les había entregado a través de la constitución y las leyes.
El golpe conculcó los derechos humanos (DDHH) de múltiples maneras. No sólo se violaron los derechos civiles a través de crímenes de lesa humanidad, también los derechos políticos, económicos, sociales, culturales y medioambientales fueron severamente restringidos y/o transgredidos por las fuerzas golpistas.
Pero el objetivo del golpe no era terminar con el Estado de derecho, la democracia representativa y la vigencia de los DDHH. Estos fueron los medios para alcanzar otro propósito. Los golpistas buscaban detener el proyecto político de Salvador Allende, la “vía chilena al socialismo”. Para eso, necesitaban generar condiciones institucionales incompatibles con ese proyecto. Jaime Guzmán resumió con claridad el objetivo buscado diciendo que la Constitución del 80 había sido pensada para “que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque —valga la metáfora— el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario”.
La usurpación en favor del gran capital del dinero que los trabajadores disponen para financiar su salud y sus pensiones -institucionalizada a través de los sistemas de Isapres y AFPs- ha sido uno de los poderosos candados impuestos por las fuerzas golpistas a la posibilidad de desarrollar en Chile políticas públicas redistributivas. Otros de esos candados ha sido la administración estratificada de la educación escolar y superior y las múltiples formas de precarización del trabajo.
Cada vez que se intenta una transformación que instale condiciones de mayor justicia socioeconómica en el país, las fuerzas que impulsan los cambios se topan con los límites impuestos por la Constitución del 80 y la consagración que en ella se hace del Estado subsidiario. La transición democrática y, por ende, el golpe de Estado, no pueden concluir si no cambian las condiciones institucionales que impiden impulsar en Chile políticas públicas de carácter socialista.
Por eso impresiona la desfachatez de Javier Macaya, presidente de la UDI, quién afirmó recientemente que la aprobación del texto elaborado por el Consejo Constitucional nos permitirá finalizar la transición. La piedra angular del cinismo se resume muy bien en la expresión que empleó Eugenio Tironi hace algunos años para defender su apoyo al lavado de imagen de la empresa Celco después de contaminar el río Cruces. “Todos somos miserables”, dijo Tironi. De ese modo, empató la condición moral de quienes provocaron la muerte de los cisnes con la de quienes trabajan para su preservación.
El cinismo de Macaya equivale al de Sebastián Piñera cuando calificó de “golpe de Estado no tradicional” la revuelta de 2019. Si todo es un golpe de Estado entonces nada lo es verdaderamente. Si la transición a la democracia puede concluirse con la institucionalización del golpe de Estado entonces la distinción entre ambos no tiene sentido y la derecha puede hablar otra vez de “pronunciamiento militar”. Como si las FFAA tuvieran el derecho a derrocar gobiernos, suspender el Estado democrático y violar los DDHH cada vez que lo consideren necesario.
Aldo Valle, vicepresidente del Consejo Constitucional y crítico de la labor desempeñada por la mayoría en esta institución, señaló en un programa televisivo que el Partido Republicano (PR) ha actuado con “totalitarismo moral”. La expresión da en el clavo pues permite distinguir con toda claridad lo que está en juego en el actual proceso constituyente. La propuesta de la Convención Constitucional otorgaba un espacio político a todos los proyectos formalmente compatibles con la democracia. No impedía que las propuestas neoliberales y conservadoras disputaran el apoyo del electorado a las políticas redistributivas y progresistas. Las definiciones del Consejo Constitucional, en cambio, intentan constitucionalizar exclusivamente la primera de esas perspectivas.
Tal vez el ejemplo que mejor resume la situación es lo que la derecha llama hoy la institucionalización de la “libertad de elegir”. Con esta expresión alude al derecho de las personas a escoger el administrador de sus cotizaciones previsionales y de salud. Pero no incluyen el derecho de las personas a decidir -conjuntamente, a través de su participación política- el tipo de sistema previsional y de salud que debe existir en el país.
En otras palabras, la derecha sustituye la decisión colectiva de los ciudadanos -de carácter sistémico y político- por la elección individual de los consumidores, dentro de un sistema que expropia a la ciudadanía la definición de las políticas públicas y a los trabajadores la propiedad de buena parte del sistema financiero.
Otro ejemplo es el candado constitucional que el Consejo ha impuesto al aborto libre. Como señala Carlos Peña, puede que el cambio del “que” por el “quién” en la redacción constitucional no afecte la despenalización del aborto en tres causales, pero sin duda alguna apunta a establecer la inconstitucionalidad de cualquier forma de aborto libre, esto es, sin causales previamente calificadas. Decisión con la que Peña se muestra de acuerdo.
Paradójicamente, al proteger exclusivamente la vida de quién está por nacer, el proyecto constitucional deja desprotegido a todo aquello que no tenga el mismo estatus, abriendo la discusión sobre si el cigoto o el embrión es una persona (un “quién”) y, por ende, si puede o no ser abortado. De tanto cerrar la puerta terminaron por abrir una ventana. Lo mismo ocurre con la validación de la objeción de conciencia personal e institucional en el texto constitucional. Tal cual las instituciones religiosas podrían negarse a realizar acciones incompatibles con las creencias que profesan -prestaciones de salud, por ejemplo- las personas, organizaciones e, incluso, los pueblos, podrían negarse a acatar aquellas leyes incompatibles con sus creencias. ¿El regreso impensado y radicalizado de la plurinacionalidad?
Todas las izquierdas del país, desde el Frente Amplio al Socialismo Democrático, pasando por el Partido Comunista, revalorizan hoy el proyecto político de Salvador Allende. El socialismo será el horizonte utópico que orientará la ampliación y profundización de los derechos y las libertades en democracia o, simplemente, no será. Pero para desarrollar este proyecto es necesario instalar constitucionalmente un Estado social y democrático de derecho que le otorgue legitimidad y viabilidad. La constitucionalización del golpe de Estado en el proceso que lidera el Partido Republicano dentro del Consejo es, por ahora, la última resistencia a este proyecto.