“Una que nos una”: Aporía de lo constitucional
Las constituciones son instrumentos que permiten dar forma al poder político. Si bien estos instrumentos son muy antiguos (existían ya, por ejemplo, en la Edad Media), sólo a partir del siglo XVIII las constituciones se convierten en la quintaesencia del orden moderno. Surge así el constitucionalismo como expresión ideológica de la constitución jurídica.
El surgimiento del constitucionalismo no fue algo azaroso. Su aparición coincide con el correlativo despegue mundial del modo de producción y acumulación capitalista. Aunque se volvió hegemónico al poco andar, el sistema capitalista no ha podido superar jamás su mayor problema interno: su precaria estabilidad.
Para mantenerse con vida, el sistema necesita garantizar la conservación del proceso de reproducción ampliada del capital. Sin embargo, como muestra la historia, esto nunca ha sido posible de forma armónica. Las fases expansivas y regresivas del capital dan lugar a desequilibrios económicos y hacen visibles las contradicciones al interior de las relaciones de producción (y no sólo allí).
En este sentido, el aumento de las desigualdades es consustancial a la vigencia del capitalismo. Se trata de un sistema que para su proyección requiere invadirlo todo, pero allí donde invade se van agudizando simultáneamente las contradicciones internas. La toma de conciencia de estas contradicciones da lugar a las diversas formas de conflicto social, las cuales pueden llegar incluso a tener una expresión constituyente. Aunque el capitalismo quisiera, jamás podría purgar estas contradicciones puesto que aquello implicaría su propia superación.
Ahora bien, no debe considerarse que todos los conflictos sociales erosionan el sistema de acumulación capitalista. Cuando se hace visible una contradicción entre la estructura de la sociedad (sus fuerzas productivas y sus relaciones de producción) y la superestructura (las formas jurídicas, políticas e ideológicas que sostienen a la estructura), el sistema requerirá volver con prontitud a la debida correspondencia entre ambas. Acá es donde el constitucionalismo entra en escena.
Al producirse una fase expansiva del capital el sistema requerirá consolidar las transformaciones recientes y, para ello, resulta imprescindible zanjar los conflictos que el propio sistema ha creado como resultado de un aumento de las desigualdades. La expresión del conflicto social implica —aunque no en todos los casos— la percepción previa de estas desigualdades. En su dimensión subjetiva, la toma de conciencia de las contradicciones se presenta como un desajuste entre las percepciones ontológicas del sistema y los discursos ideológicos necesarios para conservar la salud del sistema. El sistema proclama unos derechos que, sin embargo, no soy capaz de ejercer. Hay algo que está mal.
Lo que contribuye a retomar la debida correspondencia entre estructura y superestructura es la implementación de un orden constitucional que actúa, al mismo tiempo, capitulando a las partes en conflicto y dando espacio para que el modo de producción capitalista pueda aceitar los engranajes, apretar las tuercas sueltas y volver a proyectarse luego de una fase expansiva o regresiva. Los conflictos del capitalismo se purgan por vía constitucional.
Es por esto que las fases históricas del constitucionalismo coinciden con los modos históricos de producción capitalista. El constitucionalismo liberal garantizó la consolidación del primer capitalismo industrial; posteriormente, el constitucionalismo social ayudó al capitalismo monopolístico a asentarse. Es por esta razón que Carlos de Cabo Martín, formador de la escuela del constitucionalismo crítico español, otorga a la constitución el rol de mediador entre contradicción y conflicto al interior del capitalismo.
Esta concomitancia entre capitalismo y orden constitucional no debe ser perdida de vista. Albert Noguera Fernández, otro destacado pensador constitucional crítico, ha descrito al constitucionalismo como “la forma histórica de legalización de la modernidad capitalista”, lo cual viene a remarcar esa irreductible identidad del constitucionalismo como sostén ideológico del modelo de acumulación. En tanto reflejo de este modelo, el constitucionalismo está indefectiblemente condenado a los mismos problemas: así como el capitalismo necesita crear conflictos para crecer, la vigencia del constitucionalismo depende, en parte, de la aparición y neutralización rutinaria de conflictos.
¿Cómo se explica esto? El constitucionalismo es un discurso que da vida a una sistema ordenado en torno a un centro de imputación lógica: la presencia de un individuo, el sujeto constitucional, que aparece como titular de unos derechos inalienables y como fuente de soberanía, ya sea que se trate de su agregación en forma de cuerpo político (soberanía nacional) o como pueblo (soberanía popular).
Como ha observado la disciplina del psicoanálisis y también la psicología social, el individuo está atravesado por una incompletud vital. Nadie nace ni permanece en plenitud. Todas las personas están inevitablemente atravesadas por la búsqueda del goce. Esta búsqueda requiere, en ocasiones, la corrección de agravios que se estiman intolerables. Es la toma de conciencia de los agobios y su trasvase al campo político lo que da lugar a la formación de sujetos constitucionales que bregan por la transformación del sistema. Véase, entonces, la paradoja del constitucionalismo: para corregir los conflictos provocados por el modo de acumulación, el sistema se nutre de individuos que son ontológicamente precarios e inestables y políticamente provisionales (todos, sin excepción, somos sujetos incompletos).
El problema recién anotado no es para nada desconocido en el orden constitucional. Hace bastante tiempo se sabe que allí donde el constitucionalismo busca zanjar disputas, termina favoreciendo otras. Es por esto que el constitucionalismo crítico también ha observado que el discurso constitucional busca protegerse de los conflictos y/o activar mecanismos de neutralización de estos.
Una de las categorías anticonflicto es la estrategia de la unidad. Si bien las recientes teorías liberales de la armonía social han dado nuevos aires a la pretensión de unidad política, el asunto viene desarrollándose sostenidamente por lo menos desde la Modernidad. Un filón de pensamiento jurídico moderno vino a sostener la idea de que el sujeto es algo dado por cuanto su existencia es natural. Otra línea sostuvo, en cambio, que el sujeto es producto del derecho. En el primer caso el sujeto es incorporado al interior del discurso jurídico como existencia natural que no cabe ser cuestionada. En el segundo, al ser producto de las normas, el individuo se refleja en el orden jurídico positivo. En ambos casos, la estrategia de la unidad opera como una igualación jurídica formal que permite borrar las diferencias y proclamar la totalidad de un orden jurídico que se sostiene en una identidad del sujeto que se estima estable y duradera.
En el ámbito constitucional la estrategia de la unidad ha sido la categoría anticonflicto por antonomasia. En los albores del constitucionalismo clásico, este concepto de unidad permitió la igualación formal de todos los individuos en un concepto difuso de nación que fue la base del ejercicio de la soberanía y del poder constituyente. Desde entonces, el paradigma de la unidad soberana del pueblo ha permanecido sin mayores alteraciones en todos los textos canónicos del derecho constitucional.
Tanto se ha repetido el mantra de la unidad que ha terminado por instalarse la muy cándida idea de que las constituciones son pactos donde todos tienen cabida. “Una que nos una” ha sido la frase favorita de quienes en el pasado acusaron de sectarismo y que impulsaron una agenda de desprestigio en contra de la Convención Constitucional. En la actualidad, esas mismas personas, como si se hubiesen enterado recién de qué van las constituciones, no pueden entender que haya una mayoría de ultraderecha que quiera expulsar a todo el mundo del texto.
La mayoría que hoy conduce el proceso en el Consejo Constitucional nunca ha estado por la solución de los conflictos que se expresaron en las décadas pasadas y que alcanzaron su punto de mayor intensidad en octubre de 2019. Esta mayoría se mantiene firme en su postura porque es perfectamente consciente que la solución a estos problemas pasa por avanzar hacia un Estado social. Durante décadas las encuestas de opinión han mostrado sostenidamente que los agobios de la población chilena se vinculan preferentemente a las desigualdades económicas. No hay forma razonablemente plausible que estos conflictos puedan procesarse con un sistema que no asegura mínimos de protección social.
Cuando la Convención Constitucional entregó el texto a la ciudadanía, los paladines de la unidad acusaron sectarismo y denunciaron al texto por partisano. Hoy, en cambio, mantienen una conveniente y apacible tolerancia frente a la marcha del actual proceso. Esta postura está acompañada de un solapado intento de homologar los errores de este proceso con los errores del proceso anterior. El mantra de “una que nos una” se ha convertido en el sermón donde el extremo centro —y una parte no menor de la derecha, habría que añadir— se sitúa equidistante de ambos procesos constituyentes para sostener que, en el fondo, son lo mismo: exclusión y sectarismo.
Dejemos este asunto en suspenso y volvamos un momento atrás. Decíamos que los conflictos constitucionales derivan de la percepción de contradicciones y de la aparición de sujetos constitucionales que bregan por sus intereses y por la corrección de los agravios. Los conflictos tienen partes enfrentadas (la palabra latina ‘conflictus’ está formada por el prefijo ‘con’, unión o convergencia, y por el participio ‘fligere’, golpe. “El golpe entre varios”). La historia constitucional muestra que los conflictos han tenido dos formas clásicas de resolución: bien integrando a las partes enfrentadas al texto en forma de intereses constitucionales conciliables (Constitución modélica del Estado social), o bien avasallando una de las partes a la otra y dejándola fuera del texto (Constitución liberal del primer capitalismo industrial).
De las formas tradicionales de solución de los conflictos, la Convención Constitucional escogió la primera de estas. Se ofreció a la ciudadanía un texto que ensanchaba notoriamente el catálogo de derechos y se crearon sistemas interinstitucionales de protección social de impulso preferentemente público, pero también se reconocieron derechos y libertades individuales vigorosas y se admitió la iniciativa privada en grandes ámbitos, incluso en la provisión de derechos sociales. Lamentablemente, no puede pregonarse lo mismo del Consejo Constitucional. El catálogo de derechos está siendo redactado para procurar su estrechez y la agenda constitucional de la mayoría del Consejo oscila entre el integrismo religioso y el cercenamiento de la diversidad cultural.
Las constituciones son capitulaciones entre partes enfrentadas y los procesos constituyentes no son actos de transigencia para evitar conflictos, sino modos de procesar los conflictos constitucionales ya existentes. Sin embargo, hay constituciones y constituciones. No es lo mismo una que ensancha el camino para que varios puedan recorrerlo y otra que lo estrecha para que transiten unos pocos.
No es intelectualmente honesto, entonces, tratar de homologar el proyecto de la Convención Constitucional al texto que hoy se está redactando. La frase “una que nos una” es tan torpe como superficial; primero porque asume que la unidad es un habitus del sujeto constitucional y no un dispositivo de neutralización de los conflictos, y, segundo, porque piensa erróneamente que la finalidad de un orden constitucional es la prescripción de los desacuerdos. Los sistemas constitucionales son sistemas conflictivos, y en un sistema constitucional democrático tales conflictos deben solucionarse por vías que no erosionen los vínculos de convivencia. El proyecto de la Convención Constitucional daba espacio para la enunciación de los agobios de muchos sujetos y les entregaba derechos al amparo de los cuales podían reclamar cobijo.
Así como se repite el mantra de la unidad, también se escucha el discurso de “La casa de todos”. Hace un año Chile construyó una casa con muchas habitaciones para que muchos pudieran habitarla, pero la casa fue derribada. Hoy, en cambio, parece que se está construyendo una casa con un salón elegante y unos cuantos sillones, pero casi sin piezas. ¿Por qué esta nueva casa no tiene habitaciones? Porque aquellos que históricamente se han sentado en estos lujosos salones nunca han necesitado que Chile les ofrezca habitaciones para guarecerse. Ellos tienen sus propias habitaciones. Lástima que nosotros no.