¿Era Allende un revolucionario? (Comentando a Gabriel Salazar)
El Mostrador, en su edición del 26 de agosto, cita al historiador Gabriel Salazar negando la cualidad revolucionaria de la acción política de Salvador Allende:
“Allende era reformista y podía hacer reformas, pero no podía hacer la revolución, porque en mi opinión, no puedes hacer una revolución respetando una Ley liberal. La Constitución del ’25 era liberal y además ilegítima por la forma en que se redactó. No participó el pueblo para nada. Y Allende, en verdad, hizo lo que hizo hasta el final: siguió en La Moneda para respetar la Constitución mientras el pueblo en la calle, el poder popular, se tomaba las comunas, las fábricas, todo. Entonces para mí Allende era un revolucionario en su voluntad política. Pero en su estrategia real no podía realizar por ese camino la revolución”.
Normalmente, una afirmación de esta naturaleza, constreñida a un párrafo, no merece mayores atenciones. Pero viniendo de Gabriel Salazar –un referente teórico de sectores de la izquierda chilena- y dada en vísperas de la emblemática semana del 4-11 de septiembre, merece un comentario.
El juicio de Salazar es confuso. Por un lado, dice que Allende era íntimamente revolucionario, pero en su praxis, solo reformista. Y coloca el parteaguas en la defensa de una constitución que considera ilegítima y, asumo, improcedente porque era liberal.
Un primer problema que asoma es considerar a la constitución de 1925 como ilegítima simplemente porque era elitista. El asunto no opera de esa manera, menos aun cuando se trata de la política práctica en una república democrática. Los dirigentes de la UP no se sentían cómodos con la carta liberal de 1925, pero era un hecho al que había que adaptarse. Ante todo, porque no existía un consenso en torno a su sustitución por otra más auspiciosa para los fines del proyecto y, luego, porque tampoco existía la posibilidad procesal pues se trataba de un gobierno que nunca consiguió mayoría electoral y parlamentaria.
Pero más allá de estos lapsus que ocurren cuando nos proponemos calificar en pocas palabras fenómenos históricos de la magnitud moral y política de Salvador Allende, creo que el problema principal que lastra el juicio de Salazar es su visión parcializada de lo que es una revolución. Y sobre ello, más allá del contenido específico del párrafo, quiero detenerme.
El término Revolución es polisémico, pero su acepción consagrada en el pensamiento social nos remite a cambios societales sistémicos, conscientemente impulsados, y que conducirían a incrementos de equidad, inclusión social y democracia. Es decir, que apuntan a metas emancipatorias con una aspiración de universalidad. En este sentido, revolución va acompañada de dos connotaciones: sistematicidad y radicalidad. Son procesos de cambios sistémicos, sea en las estructuras sociales -por ejemplo, las revoluciones anticapitalistas del siglo XX- o políticas -las revoluciones independentistas y en particular la de las 13 colonias norteamericanas-, pero siempre con un marcado sello cultural e ideológico. Siempre implican disrupciones, y en la mayoría de los casos históricos, estas disrupciones han estado asociadas al recurso de la violencia, sea por vocación de sus artífices o porque les sea impuesta por la reacción política.
Pero ello no quiere decir que el rupturismo -entendido como quiebre súbito, eventualmente violento- sea su rasgo definitorio. Lo que sí resulta inseparable de una revolución es la intensidad (su acumulado pasional y de voluntades), su radicalidad en los términos antes explicados y la amplitud de su movilización e involucramiento social.
La experiencia de la UP fue todas estas cosas: promisoria de un orden social superior -universalista y emancipador- intensa, movilizadora y radical. Baste leer sus principales documentos programáticos o los discursos de sus dirigentes para entender que la apuesta por el orden republicano democrático no se basaba en el apego a una constitución liberal con medio siglo de vigencia, sino en el entendimiento de que la base para cambiar la sociedad -y su orden jurídico/político- no podía prescindir de la validación de la democracia como meta fundamental y no simplemente como recurso instrumental. Si se quiere, de la construcción y permanente reciclaje de una “dirección ético política” desde la misma acción democrática como praxis revolucionaria.
Podrán cuestionarse pasos específicos, ingenuidades políticas, cuentas mal sacadas, errores de cálculos. Podría incluso cuestionarse la disfuncionalidad coyuntural de un proyecto “en-un-solo-país” que hizo de la negociación un valor inevitable mientras que muchos partisanos no tenían paciencia para esperar por ella y sus opositores no lo hacían, y se montaban en el carro de la guerra fría y la subversión contrarrevolucionaria. Pero nada de ello permite cuestionar la experiencia de la Unidad Popular en Chile, como un intento genuinamente revolucionario.
Allende y el proyecto de la Unidad Popular, resultan una invitación a pensar la revolución anticapitalista más como superación que como ruptura. Muchos estamos de acuerdo en que el capitalismo -un régimen que no puede prescindir de la explotación, la marginación estructural, la inequidad social y la depredación ambiental- nos conduce a una crisis planetaria. El dilema yacente es sí su derrocamiento mediante insurrecciones violentas, voluntaristas, guiadas por la desesperación y necesitadas de liderazgos providenciales -la práctica usual del siglo XX- puede conducir al mundo mejor alternativo. Por el momento la respuesta es no, y existen numerosas experiencias a nivel mundial y continental en que los ímpetus revolucionarios rupturistas y violentos han conducido a dictaduras totalitarias, depauperaciones socioeconómicas y flujos migratorios masivos de quienes solo tienen la opción de votar con los pies.
Allende nos sigue hablando de un socialismo que solo podrá ser democrático si quiere ser socialismo. Esas “…grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor” son las alamedas de la democracia y del socialismo. Fue un revolucionario del siglo XXI.