El ministro Jackson, la opinión pública y las mentiras
No conozco personalmente al ministro Giorgio Jackson, pero escribo estas líneas porque nunca en la historia democrática chilena había existido una campaña tan sostenida y deleznable en contra de un ministro de Estado.
No cabe la menor duda que se diseñó y se puso en operación una campaña sistemática orientada no solamente a descalificar y cuestionar las funciones del ministro Jackson sino que a, fundamentalmente, atacar a su persona y suponer intenciones sin fundamento alguno. Se llegó al extremo de sostener el hecho a de que habría cometido delitos, ninguno de los cuales se ha probado en los tribunales como debería ocurrir en un régimen democrático, en que existe Estado de derecho y separación de poderes.
Algunos sostienen que independiente de si los hechos que se le imputaron constituyan o no uno delito, tendría una responsabilidad política. Ello se expresaría en la opinión pública, la que se habría formado un juicio sobre los llamados “convenios” y que, por el hecho de que algunos de los que aparecen involucrados son militantes del partido Revolución Democrática, y como el habría sido fundador de dicho partido, esto sería suficiente para imputarle la responsabilidad política por lo ocurrido. Esta curiosa y peregrina teoría se aplicaría a este partido, pero no a otros que han tenido a dirigentes presos por actos de corrupción.
La opinión pública
En el contexto señalado, es preciso dilucidar ¿qué se entiende en democracia por opinión pública? Éstas no son innatas, no nacen de la nada, son el fruto de un proceso de formación.
La opinión pública constituye el alma misma de la democracia y la energía de los ciudadanos a condición de que puedan participar de modo autónomo en su configuración pluralista.
Los medios de comunicación están llamados a contribuir decisivamente en esta tarea al proporcionar una información objetiva y contrastada, así como argumentos u opiniones razonadas, es decir, el uso público de la razón; esto es la libre construcción de la opinión pública verdadera mediante una deliberación racional, equitativa, crítica e incesante.
El concepto es relativamente reciente, puesto que se remonta a los decenios que preceden a la Revolución Francesa de 1789. La coincidencia no es fortuita. No se trata solamente de que los ilustrados, o las elites, se atribuyeron la tarea de difundir y por tanto de formar opiniones de un público más amplio, sino también, que la Revolución Francesa prepara una democracia en grande que a su vez presuponía y generaba un público que manifiesta opiniones.
El hecho de que surja también con la Revolución Francesa indica que la asociación del concepto, primariamente, es una asociación política. Éste es sobre todo un público formado por ciudadanos. Un público que tiene opinión sobre la gestión de los asuntos públicos y por tanto sobre los asuntos de la ciudad política. El público no es sólo el sujeto sino también objeto de la expresión.
En consecuencia, una opinión se denomina pública no solamente porque es del público, es decir difundida entre muchos, entre más, sino también porque afecta a objetos y materias que son de naturaleza pública que se refieren al interés general: al bien común y en esencia a lo que se llama la “res publica”.
La democracia en este contexto, sería un gobierno de la opinión que requiere para funcionar de opiniones del público. Nada más, pero nada menos. Se trata de opiniones y no de convicciones.
Para que exista opinión pública que sea verdadera, debe ser una opinión autónoma, independiente y no manipulada. Y para que ello ocurra, se requiere que existan periódicos que permitan el flujo de información a través de la existencia de una prensa múltiple y libre, al margen de los intereses de todo tipo, pero especialmente de los intereses económicos.
De ello se desprende que el público debe ser alimentado por la existencia de una prensa que exprese la diversidad de las opiniones de la sociedad. Esto no ocurre en la actual sociedad chilena, debido a que los medios de comunicación en su gran mayoría están asociados a los grandes grupos económicos, y por tanto, inevitablemente, expresan sus intereses.
Hasta el surgimiento de los medios audiovisuales de comunicación de masas, constituidos por la radio y la televisión, la teoría de la opinión pública en democracia podía detenerse en este punto. Sin embargo, la autonomía de esta ha entrado en crisis. Ha sido puesta en duda en países autoritarios por la propaganda y, en muchos también por la nuevas tecnologías de las comunicaciones de masas. Se ha generado por lo tanto, una opinión pública heterónoma, es decir prefabricada, lo que constituye la negación de la auténtica democracia.
Con el resurgimiento de la televisión la autoridad es la visión en sí misma, es la autoridad de la imagen. La televisión cambia las formas de hacer política. Personaliza las elecciones, el ciudadano espectador ve personas constreñidas a hablar en espacios reducidos de tiempo. Lo que se pretende no es tanto razonar, como emocionar y apasionar. No importa que la imagen puede engañar a veces aún más que las palabras.
Lo esencial es lo que el ojo ve, por lo tanto, la autoridad cognitiva en la que más se cree es lo que se ve. Lo que se ve parece real, lo que implica que parece verdadero. Esto es complementado a través de la difusión de noticias falsas a través de las redes sociales. No sólo distorsionan los hechos, sino que se da una interpretación torcida de los mismos con el propósito de generar un clima propicio para el desprestigio de personas, ideas e instituciones. Esto afecta de manera muy importante al funcionamiento de la democracia.
La mentira
Las redes sociales se prestan para la diseminación de las llamadas fake news o mentiras. Se trata de construir y diseminar en la sociedad la “falsedad deliberada”, en palabras de Hanna Arendt, para distinguirla del error.
En este contexto, la definición de mentira tiene tres elementos fundamentales:
1) Una proposición que el mentiroso sugiere como verdadera
2) Un enunciado que el mentiroso tiene por falso y que sustituye a la proposición verdadera
3) La intención de engaño, de quien conoce la verdad y emite enunciados falsos. En otras palabras, la intención de lograr que el enunciado que falsea la verdad sea tenido por verdadero por los receptores, es decir, por la sociedad.
Se trata de una mentira política en la medida en que está referida a asuntos comunes que atañen a todos los ciudadanos en su calidad de miembros de la comunidad política.
No es por lo tanto, solamente una mentira a secas sino que es una mentira política. Son mentiras organizadas que atacan la verdad de los hechos. La dimensión y significación de estos hacen que no sea suficiente una simple mentira, llevada a cabo por mentirosos y un pequeño séquito de falsarios. Se requiere sin lugar a duda de instrumentos de manipulación que sustituyen la realidad.
Esto es lo que ha ocurrido en la campaña montada por algunos medios de comunicación en contra del ministro Giorgio Jackson, que terminó hace unos días con su renuncia al cargo.