El amor clandestino de Mara Peñaloza con el “último” desaparecido de la dictadura
A José Julián lo conocí por intermedio de una amiga. Ella me comentó que había una persona que no tenía dónde llegar y, como en ese minuto vivía sola en Renca, me dice si lo puedo acoger. En ese tiempo yo era ayudista del Frente y había prestado mi casa para algunas reuniones. Tenía 28 años y trabajaba como profesora.
Me acuerdo que lo conocí en el centro, conversamos, me pareció una persona directa, franca, incluso medio bonachón. Era moreno, alto, de nariz respingada. Me dio confianza. Cuando vio el departamento me pidió que nos cambiáramos, porque había sido ocupado en otras actividades y era mejor salir de ahí. Así que decidimos arrendar juntos una casa.
Él a veces llegaba y otras veces no. Tenía reuniones, pero siempre me avisaba. Yo creo que terminé acostumbrándome a esa vida media clandestina. Al principio me costó un poco porque tenía hartos amigos, salía a fiestas, y tuve que cortar un poco con eso. Así comencé a pasar más tiempo con él y de repente nació el amor.
Mi familia no sabía nada de lo que pasaba, nunca se había metido en política y aunque yo era la única oveja descarriada, que había militado en el Partido Comunista cuando chica, no tuve ningún tipo de impedimento. Mi papá biológico era carabinero, de hecho, y también vivía en Renca.
José Julián venía llegando del exilio en Francia; antes había pasado por Cuba y Nicaragua. Yo no lo conocí por su verdadero nombre sino como Daniel Merino. Me dijo que estuvo casado con una chilena en Francia y que en Cuba había tenido una pareja bien renombrada al interior del partido.
En un momento incluso, me comentó que me iba a mostrar su verdadera identidad. Yo le dije que no, porque si a mí me apretaban, aunque fuera con un alfiler, iba a decir todo. En el fondo prefería quedarme con Daniel Merino que conocía, el que había llegado del exilio y supuestamente trabajaba en McKay. Nada más.
Yo sentía que era una especie de cable a tierra para él, su conexión con el exterior. Me acuerdo que cuando sucedió lo de Operación Albania, tuve que ir a comprarle el diario porque se quedó como una semana encerrado. Después del atentado de Pinochet lo mismo. Incluso en algún minuto me dijo, oye chascona, voy a tener que andar armado. Yo le dije que me daban miedo las armas y que por ningún motivo ingresara con ellas a la casa.
Otra vez recuerdo que me dijo que en caso de cualquier cosa -porque podían trasladarlo a otro lado-, él me volvería a buscar. Eso quedó muy arraigado en un mi mente y me costó mucho asumir que lo habían matado. Siempre lo esperaba. Siempre lo esperé. Incluso muchas veces seguí a gente en la calle pensando que era él. Una cosa muy rara.
El asunto es que el ambiente estaba tenso por el secuestro del general Carreño y decidió cambiarse de domicilio. Llevábamos ya un tiempo largo y no podíamos seguir en la casa por temas de seguridad. Ahí me dice que había encontrado un arriendo en el diario, que era un lugar seguro cerca de Mapocho. Incluso se llevó sábanas y toda su ropa.
A ese lugar llegaron a buscarlo. Le comentaron a la dueña de la pensión que él estaba en Valparaíso y que mandaba buscar ropa y un maletín. Dieron vuelta todo buscando el famoso maletín, pero terminaron llevándose un gamulán y una chaqueta de cuero negra. La CNI ya lo había secuestrado.
Aunque parezca extraño, esperé harto tiempo que llegaran a buscarme a mí. Le comenté a mi hermana que si me pasaba cualquier cosa diera aviso a la Vicaría de la Solidaridad. Viví ese duelo sola, pensando que si me detenían a mí quizá podía encontrarlo. Estaba enamorada hasta las patas, qué quieres que te diga. Esa era mi manera de pensar.
Todos los días, antes de salir a trabajar, dejaba pistas para saber si alguien había ingresado a la casa. Ponía palitos de fósforos, cuerditas, talco, cualquier cosa que pudiera identificar algún tipo de ingreso cuando yo no estaba. A lo mejor él se fue precisamente para protegerme a mí, es muy probable.
Estuve varios meses esperando hasta que me entero por una revista qué es lo que había pasado realmente. Salía su foto y su verdadero nombre: José Julián Peña Maltés. Ahí supe que había sido detenido en el cuartel Borgoño, junto a otros cuatro compañeros, y que lo torturaron hasta matarlo. Le abrieron el estómago con un corbo, lo amarraron con rieles de tren y lo arrojaron al mar frente a Quintay. Fueron prácticamente los últimos detenidos desaparecidos de la dictadura.
Me costó mucho rehacer mi vida. Siete años después tuve recién otra pareja y luego dos hijas. Siempre le dije a él que pertenecía a la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y que nunca dejaría de buscar, que así me conoció y que esa era la mochila que tenía que cargar. Es lo que soy, le dije. Y él me aceptó así.
A veces me imagino cómo hubiera sido la vida si nada de esto hubiera pasado. A lo mejor seguiríamos juntos, quizá hubiésemos formado una familia y tendríamos nuestra casa, porque habíamos empezado a ahorrar en una cooperativa. Yo creo que habríamos estado viajando o viviendo tal vez en otro país.
Todavía me acuerdo del último beso que me dio al despedirse ese día. Fue un beso apasionado, siempre besaba así, como si fuese el último beso de la vida. Y así fue. Ahora, cada vez que voy al mar, meto los pies al agua y lo saludo. Mi idea es tener una casa frente al mar cuando jubile y así sentirlo más cerca. Mirarlo. Ese es mi sueño.