Una memoria enrarecida: la dictadura rozagante de Pinochet
El debate público acerca del significado del golpe de Estado de 1973 y la dictadura civil-militar a la que dio origen, en el contexto de la conmemoración de sus cincuenta años, está completamente enrarecido. No es extraño que así sea, pues aún vivimos en un ambiente político cuya fisonomía básica fue diseñada por este acontecimiento terrible y de cuya violencia, perpetuada hasta hoy, no podemos librarnos.
El golpe y la dictadura no son hechos pasados: aún están ocurriendo, son contemporáneos, y no podremos conjurarlas hasta que seamos capaces de llamar a las cosas por su nombre.
Una parte de responsabilidad en esto le cabe a la derecha, que no ha sabido desembarazarse de la herencia de Pinochet y repudiar el golpe de Estado como lo que fue: un crimen ilegal contra la institucionalidad democrática del país, que dio origen a una política estatal de persecución y desaparición de sus adversarios políticos por medios como la detención extrajudicial, la tortura y la ejecución.
Difícilmente puede hacerlo, es cierto, pues el golpe y la dictadura generaron las condiciones sociales básicas para el establecimiento del modelo económico en el que se cimentaron las actuales fortunas del país y que constituyen la fuente de recursos y el grupo de intereses que parte de esa derecha representa.
Hace una década parecía que una parte de los políticos jóvenes de derecha estaban en camino de repudiar el pinochetismo y asumir credenciales verdaderamente democráticas. Pero hoy el escenario es distinto.
Asistimos al regreso del relato de mediados de los setenta, según el cual se pretende que fue Allende quien provocó realmente el quiebre democrático y que el golpe fue, por tanto, una “respuesta inevitable” a la crisis política. La dictadura, así legitimada, no habría desatado el terror: los desaparecidos y ejecutados políticos serían el lamentable resultado de “excesos” o acciones “aisladas” que no constituyeron una política de Estado.
Así lo plantea, por ejemplo, el expresidente Sebastián Piñera en una entrevista concedida a El Mercurio: “Salvador Allende tuvo una carrera política dentro de las reglas de la democracia. Cuando fue parlamentario, presidente del Senado, ministro. Pero creo que el gobierno de Allende no respetó los principios de la democracia y así lo dijeron los organismos de la época”. Y luego agregó respecto a la dictadura de Pinochet: “Hay un área oscura, la de los atropellos a los derechos humanos que fueron absolutamente inaceptables, y hay un área luminosa, que fueron las modernizaciones. Pero sumando y restando, nada justifica las violaciones a los DD. HH., y no hay mejor sistema político que conozcamos que la democracia”.
También el consejero constitucional Luis Silva, quien en una entrevista en IcareTV afirmó tener un “dejo de admiración” por Pinochet en su condición de “estadista”, y añadió: “Fue un hombre que supo conducir el Estado, que supo rearmar un Estado que estaba hecho trizas (…) En su tiempo a cargo del gobierno ocurrieron cosas que él no podía no conocer, que habría justificado y son atroces. Eso mancha lo que hizo por el país, pero a 50 años desde el 73 debe hacerse una lectura un poco más ponderada de su gobierno”.
El argumento es falaz por dos razones. Primero, pretende que se puede “lamentar” (no repudiar) la violencia de la dictadura sin cuestionar la legitimidad del acontecimiento incivil que es el origen de dicha violencia.
Segundo, propone que una lectura “ponderada” o “ecuánime” de la dictadura ponga en la balanza la violencia del Estado, por una parte, y los logros económicos que promovió, por otra. Es una idea éticamente riesgosa: ¿se puede afirmar que las vidas de tres mil personas y las torturas de otras 28 mil son un “precio justo” por las modernizaciones conseguidas?
Por lo demás, estudios recientes cuestionan dicho éxito económico, cuyo modelo nos tiene hoy, entre otras cosas, con una crisis del sistema de pensiones, otra del sistema privado de salud y que ha dado señales evidentes de corrupción en áreas como la educación, las farmacias o el retail. La seguidilla de protestas sociales desde 2006 hasta 2019 parecen indicar que no hay consenso social acerca de los beneficios económicos de la dictadura, salvo para las élites empresariales que hicieron sus fortunas a su alero.
Otra parte de responsabilidad en la pervivencia de estos discursos desopilantes que intentan justificar la legitimidad del golpe y la dictadura civil-militar le corresponde a los propios gobiernos posdictatoriales y a un sector de la izquierda. La Concertación enarboló pragmáticamente el mantra de una reparación “en la medida de lo posible”, pero lo posible era menos que lo necesario.
Las persecuciones a perpetradores de crímenes de lesa humanidad no fue acompañada de una explícita política de rechazo al sentido y legitimidad de la dictadura. El modo en que se pactó la transición precisamente lo impedía. No hubo un juicio público a la herencia de la dictadura, y la cultura pinochetista pervivió en la derecha, parte del empresariado y en las fuerzas armadas.
El dictador y los civiles que sustentaron la dictadura se incorporaron de modo normal a la vida cívica. En otras palabras, no hubo corte real entre dictadura y democracia; más bien lo que hubo fue una postdictadura, una entelequia que sentó en las instituciones democráticas a perpetradores, cómplices, delatores y políticos de viejo y nuevo cuño en la misma mesa.
Esta operación tuvo la consecuencia de diluir responsabilidades criminales y políticas, generando la idea de que era lo mejor que se podía hacer. Un inevitable histórico pernicioso.
Como no hubo ninguna sanción jurídica a los miembros de la junta militar, no se construyó una imagen definitiva de sus fechorías criminales y económicas. El establecimiento de una verdad histórica que sentara las bases éticas mínimas para el nuevo pacto democrático quedaron minadas. Mientras Argentina televisó masivamente el juicio a sus juntas (y con ello fijó sus crímenes a la interpretación social), nosotros las instalamos en la civilidad de modo siniestramente natural. A Pinochet la propia Concertación lo rescató de la justicia en Londres, el año 2000.
De esta forma, el relato perverso de la dictadura fue complementado por otro igual de falaz, el de la inevitabilidad del golpe de 1973 y la necesidad de normalizar su legado. A la vez que se decía “Nunca más”, en el 2003, también se afirmaba que “es necesario mirar hacia el futuro”.
Es por eso que sientan tan mal expresiones como las de Patricio Fernández, encargado presidencial para la conmemoración de los 50 años del golpe, quien señaló en un programa de Radio Universidad de Chile: “La historia podrá seguir discutiendo por qué sucedió o cuáles fueron las razones o motivaciones para el Golpe de Estado. Eso lo vemos y lo vamos a seguir viendo. Lo que uno podría empujar, con todo el ímpetu y con toda la voluntad, es decir: ‘Okey, los historiadores y los politólogos podrán discutir por qué y cómo se llegó a eso, pero lo que podríamos intentar acordar es que sucesos posteriores a ese golpe son inaceptables en cualquier pacto civilizatorio’”.
La aparente neutralidad de sus palabras –cosa difícil, si no imposible, porque los conceptos y el lenguaje implican posición frente a la realidad– parece sugerir que la dictadura es ya materia exclusivamente de eruditos, no realidad actual, y que el problema a discutir, nuevamente, son las violaciones a los DD. HH. y no el golpe que les dio origen.
También se oyen extrañas las palabras del presidente Gabriel Boric en una entrevista en CHV, quien, comprometido abiertamente con la defensa de los DD. HH., llama a revisar “desde la izquierda el periodo de la Unidad Popular” sin mitificarla. Recomendación saludable, pero que en el contexto discursivo aquí esbozado puede ser funcional al relato que naturaliza la “inevitabilidad” del golpe por las condiciones del gobierno de Allende, impidiendo su repudio oficial e institucional.
La dictadura civil-militar supuso una verdadera transformación de la sociedad chilena. Sus valores, aspiraciones y el acento exacerbado en el individuo significaron el triunfo de un modelo social que se enraizó profundamente en el sentido común y en la vida cotidiana.
Esto, finalmente, ha tenido como resultado que nuestra sociedad ni siquiera piense en que otras formas de contrato social puedan ser posibles.
Una suerte de presente perpetuo, sin proyecto, que imagina con temor que las fuentes de la violencia social están fuera de la sociedad –en esos otros identificados con el narco, los migrantes o las disidencias sexuales, así como en esa sociedad anterior a septiembre de 1973 con la cual se ha perdido toda conexión histórica– mientras que las fuentes reales de su violencia fundacional le parecen confusas y opacas.
¿Cómo no podría, en estas condiciones, estar enrarecida nuestra memoria?