¿Y los estudiantes?
Durante gran parte de la historia humana, no existieron casi los jóvenes. En tiempos antiguos, de la infancia se pasaba deprisa a la adultez.
Ese periodo intermedio que ahora denominamos juventud —y que se ha prolongado cada vez más— apenas existía en el imaginario colectivo. No hace falta que retrocedamos tanto. Un siglo o menos atrás, las niñas se casaban y los niños, trabajaban.
Convengamos en que nos referimos más a una categoría fabricada por la cultura que a una condición biológica. Y que, como tal, necesitó de sus propios basamentos para emerger, en especial, escuelas y universidades.
Resulta que, en este nuevo milenio, los jóvenes han sido los actores con mayor incidencia en la política nacional. Un breve recuento cronológico: en 2001, los secundarios llevaron a cabo “el mochilazo”, y paralizaron las clases en la mayoría de los colegios de la capital. Fue un primer aviso.
En 2006, presenciamos la “revolución pingüina” —así recordada por los uniformes monocromos que lucían los escolares rebeldes.
En 2011, la energía estudiantil se desbordó como lava volcánica, convocando a cientos de miles a las calles. En estos diez años, los movimientos estudiantiles socavaron, de a poco, la moralidad del orden neoliberal.
Los estudiantes se parecen a las aves que presienten las tormentas. En 2019, alumnos de liceos municipales se organizaron para “saltar los torniquetes” en las estaciones del Metro de Santiago. Una performance de tintes lemebelianos, en que expusieron sus cuerpos en el espacio público a reacciones difíciles de prever. Terminó ocasionando el estallido social. Su audacia inauguró una nueva época.
En las últimas dos décadas, se volvió costumbre que los estudiantes lleven la vanguardia, y entre ellos, más los secundarios que los universitarios. Sí que es paradójico que quienes empujen las transformaciones sean cabros chicos. Menores de edad, sin derecho a voto ni a ocupar cargos.
Esta contradicción genera cortocircuitos en los cerebros avinagrados de los intelectuales del orden. Por ejemplo, en Carlos Peña. El rector de finos ademanes (que analiza la realidad chilena según qué diría de ella Kant) opina que la juventud es anómica, consumista e irracional.
En Chile, el ascenso juvenil ocurre en paralelo al debate sobre quiénes serían los sujetos de cambio en nuestra época, cuando el proletariado salió de escena junto a las fábricas. El viejo Marx creía en el poder de los obreros, porque al sostener la producción del capitalismo, habitaban una posición idónea para botarlo desde sus cimientos. Llevaban consigo el germen de la revolución, por estar demasiado implicados en el metabolismo de la economía.
La potencia de la muchachada actual, por el contrario, se funda en su “afueridad”.
Los jóvenes viven un momento de tránsito, una especie de paréntesis previo a su admisión forzada en el sistema del salario. Digamos que no están todavía maniatados, que aún no se consuma la alienación. En comparación con sus padres, gozan de más tiempo libre, razón por cual colonizan los sitios públicos y producen culturas urbanas. Sus propias maneras de decir y hacer. Y no es que estén desconectados, sino al contrario: son la caja de resonancia de la sociedad. Cargan a diario con la impotencia de sus hogares.
¿En qué están los estudiantes en el 2023?
Hoy adoptamos la actitud del cinismo y simulamos interés en el nuevo proceso constitucional. En plena restauración conservadora, no me sorprendería que brotara de los liceos, institutos y facultades, una vez más, el impulso que modele la historia.