In memoriam Maximiliano Riveros Rojas

In memoriam Maximiliano Riveros Rojas

Por: Rodrigo Hidalgo | 22.06.2023
Si fui a un ex centro de torturas ese sábado fue porque fui con mi pequeño hijo, de un año y medio, a reivindicar el compromiso de mis muertos y muertas con la vida. Por la misma razón por la que al sábado siguiente fuimos a saludar a Max a su tumba aún fresca. Aprendí de hermanos como Max, que fueron siempre templanza, ponderación, tino, equilibrio. Una noche me dijo que él se veía viejo, con hijos y nietos, con su familia, muriendo acompañado y en paz.

Hace más de un mes que falleció mi hermano Max. Un paro cardiorespiratorio fulminante se lo llevó el 11 de mayo por la mañana, remeciendo la oficina, trizando la jornada. Intentaron reanimarlo mientras llegaba la ambulancia, hicieron todo lo posible. No tenía preexistencias de ningún tipo; ni jalero ni obeso ni hipertenso, era un hombre fuerte y sano, próximo a cumplir los 47 años. Hay golpes en la vida tan fuertes, yo no sé. Ese poema de Vallejo da en el clavo. Una muerte así te quita la palabra, te enmudece, te priva. Dos niñas quedaron sin su papá, a días también del “Día del Padre”.

Ahora me doy cuenta de que hace un año y medio venía recordando con cierta recurrencia y progresiva nitidez una noche en que nos amanecimos con Max en su casa en Maipú, estudiando y hablando del horizonte, de nuestras vidas, de cómo nos imaginábamos lo que vendría. Era fines de 1992, habíamos recién pasado a cuarto medio.

Ya hacía un año los “hijos de la revolución” como yo nos aferrábamos a la esperanza zapatista del subcomandante Marcos. Me habían invitado a la Jota y al Lautaro, y no ingresé a ningún partido. Era muy chico aún, y lo sabía. Pero recuerdo esa noche haberle dicho a Max que de todas maneras tenía la intención de involucrarme, si es que existía, con la mitológica resistencia mapuche. “Guardo mucha rabia, tengo mucho resentimiento. Me voy a mandar una cagada y me van a matar. No creo que tenga hijos, no creo que viva más allá de los 47 años. Y si a esas alturas la cosa sigue igual, capaz hasta me suicide”.

Eso le dije, así de hocicón era, he sido. Pero fui aprendiendo, de hermanos como Max, que -todo lo contrario- fueron siempre templanza, ponderación, tino, equilibrio. Esa noche me dijo que él se veía viejo, con hijos y nietos, con su familia, muriendo acompañado y en paz.

No quiero dar la idea de que Max no supiera salirse de sus cabales, por así decirlo. Para nada, era vehemente, tenía carácter fuerte e incluso dotes de liderazgo, pero era ante todo un apasionado por la palabra. La razón antes que la fuerza, siempre.

Un hombre de leyes nato, que creyó siempre en el entendimiento entre los seres humanos, más que en arreglar los problemas con violencia como lamentablemente dicta la moda. Un abogado que estaba feliz de estar prestando sus servicios profesionales al sector público, un hijo consciente y orgulloso de la clase trabajadora de este país. Que volcaba esa intensidad y pasión en una actitud constante de generosidad, de amabilidad y de promoción de la armonía y de la alegría. No cumplía aún un año de trabajar en el CPEIP (Centro de Perfeccionamiento, Experimentación e Investigaciones Pedagógicas del Mineduc) y su calidad humana y profesional caló tan hondo que al velorio acudió hasta el ministro de educación a darle el pésame a la familia.

Amante del cine, la literatura y la música, fiel lector de Ramón Díaz Eterovic, de intrigas policiales y ficciones históricas, hijo del temprano grumete de la Baquedano y del Séptimo de Línea, cantábamos Silvio y Elvis, Adamo y los Beatles, junto con nuestro hermano Álvaro, los tres amigotes inseparables del Cuarto G, promoción 93, Liceo Amunátegui. Nos gustó siempre pintar el mono. Mantener vivo el niño interior. Saber seguir jugando siendo adultos.

Max era un jugador apasionado y contumaz. Yo me considero un poco ludópata también. Hincha azul de su alma mater, durante sus años de estudiante, Max publicaba un ránking ATP de la mesa de pin pon en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile. Y hace poco no dudó en prestarse para extra en la teleserie Hijos del desierto de Mega, feliz de verse disfrazado en la pantalla chica. Max no buscaba la talla rápida, casi artera, del humor callejero; sino el chiste ocurrente, de guante blanco, el detalle que rompía el hielo para entrar en confianza. Todo eso se hereda, un ánimo, un talante, una disposición positiva.

Hace un par de semanas, el Día del Patrimonio, fui a conocer el Cuartel Borgoño, un centro de tortura que hoy es monumento histórico, sitio de memoria. La muerte allí se siente en el aire, como un peso atmosférico. Luego me reuní con otra amiga, Giselle, que sufrió el 2 de noviembre del año pasado la muerte de su madre, y comentamos el suicidio de Patricio Bañados. Le conté de mi hermano Max. Notamos que andamos propensos a hablar con los muertos. Los andamos nombrando a cada rato. Será para no sentirnos tan solos. Para sentir que es menos agresivo el contexto, para sentir menos miedo.

Si fui a un ex centro de torturas ese sábado fue porque fui con mi pequeño hijo, de un año y medio, a reivindicar el compromiso de mis muertos y muertas con la vida. Por la misma razón por la que al sábado siguiente fuimos a saludar a Max a su tumba aún fresca. Porque no he dejado de hablar con Max. Lo oigo a cada rato. Como oigo a mi hermana Ceci, y de su muerte ya van a ser 5 años.

Ha sido duro. Siempre la muerte es dura. No puedo creer que haya pasado un mes. Así como no puedo creer que haya dicho justamente 47 años aquella noche. Y voy a ir cerrando estas palabras con un poema de Stella Díaz Varín que dice así: No quiero que mis muertos descansen en paz, / tienen la obligación de estar presentes, / vivientes en cada flor que me robo a escondidas al filo de la medianoche, / cuando los vivos al borde del insomnio juegan a los dados y enhebran su amargura. / Los conmino a estar presentes en cada pensamiento que desvelo. El poema, y ya no me sorprende la coincidencia, lleva por título “Dos de noviembre”.

Esta semblanza extremadamente personal era una deuda habiendo no podido pronunciar palabras en el día de tu funeral. Hermano querido, seguirás por siempre vivo en tus hijas y en quienes te quisimos. Tenemos aún mucho que hacer. Abrígame no más la espalda, y alúmbranos, como dice Silvio, el camino.