“El Rector”
Caelos Peña, en rigor, no se llama Carlos Peña: se llama "El Rector" Carlos Peña.
“Carlos Peña” entonces es su apellido, el predicado que secunda a un nombre de pila y a una palabra de orden mayor que se disemina en la sociedad chilena a modo de significante principal cuando de la opinión pública se trata. La palabra “rector” –del latín rector: “el que rige”–, cuando nos referimos a Peña, adquiere otra musculatura y fertiliza significados, sentidos, llenando el vacío de una sociedad a la cual “El Rector” mismo evidencia como inculta, profana, rústica, iletrada, en fin, todo lo que desde su poltrona mercurial dispara domingo a domingo haciéndonos caer en cuenta de que nosotros/as no somos más que párvulos microcéfalos, agentes pigmeos y sin relevancia que, al lado de él, nos revelamos en nuestra naturaleza informe, fea, plebeya. Desahuciada en su epistemología de la ignorancia y condenada a la metafísica de los instintos que jamás nos “dará” razones sino puras reacciones derivadas de nuestra animalidad constitutiva, incapaz de codificar un tiempo, un momento, una época, un fenómeno.
No, es él quien debe venir con su prédica dominical a beatificar “su” verdad y a pontificar “su” argumento como el único canon válido; él es el régimen de la idea, el demiurgo sostenido por legiones de burócratas y empresarios de la opinión para quienes sus columnas, de alguna u otra forma, validan su influencia y suturan su hegemonía.
“El Rector” es el principio y final de la verdadera hermenéutica porque nosotras y nosotros, en el error sociológico de nuestras irracionales existencias, ni siquiera estaremos confundidos, errados o equivocados, simplemente no sabemos nada porque “El Rector”, sin más, capturó toda hermenéutica posible, es decir colonizó la interpretación con su ladina argumentación que más que opinión busca ser herencia, testamento, alameda por donde pase el hombre y la mujer ignorante que no tiene otro destino más que el que él, en su eucaristía semanal, predique y dicte.
En su último oráculo “El Rector”, en sus típicas columnas-anfibias –a medio camino entre la cita filosófica buscada para la ocasión y la revelación celestial–, intentó hacer una defensa del diputado Mellado a propósito de la filtración a los medios del audio de una reunión privada en Cerro Castillo. La verdad es que estoy muy lejos de interesarme si Mellado es culpable penalmente o no, si cometió o no cometió una imprudencia monumental o si es un espía de Putin, confieso, por decirlo en elegante, que me importa un bledo.
Lo que sí quisiera destacar con escándalo y en tecla de resentido es que, en su afán protagónico de dictar la regla interpretativa, reduciendo todo problema de orden político a un asunto de moral soportado ya sea sobre la fraseología kantiana o los algoritmos rawlsianos, “El Rector” cometió un error monumental para un intelectual que quiere ser faro y coordenada para una sociedad completa. Cito (las cursivas son mías): “En principio, no debe caber duda de que cuando se trata del Estado y de las decisiones que afectan a todos, la regla general debe ser la publicidad. Todo lo que no es susceptible de publicidad es injusto, sugiere Kant en uno de sus textos” (¿cuál texto por favor?). Más adelante: “Pareciera, más bien, que una conversación sostenida por el Presidente en su carácter de tal, con un diputado en calidad de tal, en un lugar donde funciona la Presidencia, es de alto interés público”.
Lo que pasa por alto, en lo que no repara y en lo que derechamente se equivoca, es que mimetiza a lo público con la publicidad. Cae en el error, casi elemental, de entender que los asuntos de Estado, por el mero hecho de ser de carácter público en su concepción democrática-liberal, llevan adherida una suerte de esencia publicitaria.
Y esto que podría llegar a ser defendible en una conversación de bar, no lo es cuando de un rector moral se trata y, con toda la irreverencia del argumento en su contra, sostengo que lo público puede (y debe) también ser privado, secreto, hermético, exclusivo y excluyente.
Es solo, y aquí me querello desde mi propia tradición filosófica, porque hay algo secreto que lo público adquiere una posibilidad; es únicamente en el perímetro de lo que no se puede saber que ese potencial secreto advierte su punto de fuga.
Defiendo el secreto en política porque sin él no habría ninguna posibilidad de la develación, de la revelación o reacción pública. En este sentido, lo secreto y lo público son condición de posibilidad para lo político propiamente tal y no funcionan, como “El Rector” lo dicta, en el plano de una división radical equivocándose en nota im-presentable, además, y en su clásico metabolismo de reproducción de clase ilustrada, insisto, al equiparar lo público con lo publicitado.
“El Rector” termina su sermón citando a Tácito, político e historiador romano del siglo I a. de C. Le recomendaría que en vez de citarlo recupere, en algunos momentos de su irrefrenable pulsión a pastorear, la etimología de esta palabra antes de ingnorantear al pueblo. Tácito: del latín tacitus, participio del verbo tacere (callar).