Rodolfo Carter, el populista que quiere parecer estadista
El alcalde Rodolfo Carter se ha tomado los matinales y todo espacio noticioso con sus mediáticas demoliciones de “casas narco”. Lo hace a plena luz del día, con gente en las calles, algunos reclamando y otros pocos aplaudiendo estas acciones como si fuera un salvador.
Cuando los micrófonos se acercan a él, el edil mira a la cámara y apunta a un enemigo concreto pero imaginario; tira frases grandes, con términos que lo hagan alejarse lo más posible de lo que, en los actos, él sabe que es: un populista.
Carter lucha contra esa imagen. A diferencia de personajes como Franco Parisi, él habla desde una concepción universal de la República y recurre de vez en cuando a la institucionalidad democrática desde su profesión de abogado. Esto último se preocupa de recordarlo de vez en cuando en las entrevistas que da en la televisión.
Todo lo hace siempre empapando cada frase con la vieja y conocida política de preocuparse de “los problemas reales de la gente”, pero dándole un carácter de Estado, de una seriedad republicana de la que carece y que pagaría lo impagable por tener.
Cuando puede, el alcalde cita al columnista Carlos Peña o al expresidente Ricardo Lagos para sustentar sus medidas. Habla de ese Chile de Peña en el que sólo hay sujetos conscientes de su presente, su futuro inmediato y su trayecto vital, sin que necesiten un Estado benefactor que los mire como víctimas oprimidas.
Sin embargo, su relación con el habitante de su comuna es paternalista y efectista, convirtiendo al ciudadano de La Florida -emblemática comuna representativa de la clase media surgida en transición- en su gran capital político.
Entre esos dos mundos se mueve Carter, intentando ser de uno mientras pertenece a otro. Su procedencia meritocrática lo hace casarse con la idea liberal del esfuerzo propio, del mercado como fuente única de obtención de beneficios, y sobre todo lo hace enfrentarse con la generación gobernante desde una perspectiva de clases. Es cosa de ver cómo ironiza respecto al origen social de algunos de quienes hoy gobiernan. Y eso lo hace sintonizar inteligentemente con aquella persona de a pie que dice representar.
Este intento de candidato presidencial se mueve exitosamente entre lo pomposo y la vulgar publicidad electoral. Y como todo personaje preso de una supuesta misión superior a él, no lo reconocerá.
Tiene más matices que otros personajes similares, porque de repente recurre al imaginario de la Concertación, al del orden simbólico de aquellos años en los que las diferencias demasiado evidentes eran cubiertas por el manto de los acuerdos. Pero no se sabe si lo hace por interés real en aquel pasado, o porque es hoy una manera fácil de vestirse de persona seria. Lo único claro es que resulta. Y sería bueno saber por qué.