Jugando a la geopolítica futbolística: pírrica victoria de Argentina
Hace cuatro años señalamos en una columna de este mismo tipo que era la primera vez, desde el primer Mundial de 1930, en el que las principales potencias futbolísticas (Brasil, Alemania e Italia) no estaban en las semifinales. Ahora se repitió el mismo fenómeno. Brasil fue quien más lejos llegó, alcanzando los cuartos de final, mientras Alemania, por segundo Mundial consecutivo, quedó eliminada en primera fase, e Italia, también por segunda vez, ni siquiera clasificó.
Ante la decadencia de las grandes potencias, la final de Doha era la batalla donde emergería la nueva gran potencia del fútbol mundial. Argentina y Francia eran los equipos que disputarían ese puesto. Se trataba de dos selecciones que podían sumar su tercer mundial y acercarse a los cuatro de las grandes potencias, y los cinco de Brasil.
La batalla del Lusail (favorablemente se puede considerar así por el buen juego, no por las patadas) se puede equiparar con la batalla de Sadowa en 1866, que decidió la guerra austro-prusiana, que determinaría cuál de estos países sería la cuarta potencia europea, después de Gran Bretaña, Francia y el Imperio Ruso. Las analogías no terminan ahí. En aquella ocasión combatían una potencia emergente (Prusia) contra una antigua (Austria-Hungría, pese a que era un Estado nuevo, la continuidad de los Habsburgo se remontaba hacía más de 400 años). Acá también podemos decir lo mismo. Argentina es un país con una larguísima tradición futbolística, incluso mayor que la de los propios alemanes (la mejor muestra de ello es que fue finalista en el primer Mundial), mientras Francia ha emergido con fuerza en los últimos 24 años, cuando ganó su primera Copa del Mundo.
Desde este juego geopolítico-futbolístico podemos considerar la victoria argentina como pírrica. El término viene de las guerras del rey de Epiro, Pirro, contra la Republica Romana en el siglo III AC, donde ganó muchas batallas, pero con un coste humano enorme, que a la larga terminaba siendo perjudicial.
Volviendo a la analogía con Prusia, después de vencer a Austria-Hungría tuvieron la fuerza suficiente para cuestionar la hegemonía de una de las grandes potencias europeas: Francia. Lo hicieron cuatro años después, mismo lapso que hay entre un Mundial y otro. Pero difícilmente Argentina tendrá la fuerza para defender su hegemonía en el próximo torneo en Norteamérica.
En este sentido, podemos comparar la victoria argentina con el triunfo de Gran Bretaña en la Primera Guerra Mundial. A los argentinos futboleros no les gustará la analogía con uno de sus principales rivales, pero no es del todo fortuita, dado que Argentina fue muy importante para la Gran Bretaña decimonónica; incluso un Presidente argentino (que hasta su segundo nombre hacía alusión a su país) dijo que económicamente eran parte del Imperio británico.
Así como se pensaba que la Gran Guerra de 1914 sería un conflicto breve, cuando emergió Lionel Messi como gran estrella del fútbol mundial muchos hubiesen pensado que les daría por lo menos un Mundial a Argentina. Así como cuatro años le costó a Gran Bretaña derrotar al Imperio Alemán, cuatro mundiales le costaron a la Argentina de Messi ganar una nueva Copa del Mundo.
En los cuatro años de guerra el Reino Unido vio dilapidada su hegemonía económica, en desmedro de Estados Unidos, con quienes quedó muy endeudado. Por supuesto, a la selección argentina ganar esta Copa del Mundo le ha costado mucho esfuerzo y sudor, lo que los jugadores pueden recuperar en un par de días de descanso. La cuestión es que no se ve que Argentina pueda defender su hegemonía en el futuro sin Lionel Messi, de ahí la metáfora pírrica.
Así como las hegemonías en el mundo real se defienden con bombas atómicas y portaaviones, en el fútbol mundial se necesitan los supercracks. Alguien puede argüir que Francia en 2018 y Alemania en 2014 ganaron sin grandes estrellas, pero el fútbol sudamericano es distinto y el poderío futbolístico se sustenta en los supercracks. Si exceptuamos el Mundial del 30 y el de 1978, cuando eran locales (y tuvieron mucha ayuda), Argentina ha jugado sus finales con Messi o Maradona. Después que Ronaldo, Ronaldinho y Kaká dejaron la selección brasileña, nunca han vuelto a una final; se esperaba que Neymar fuese el relevo, pero nunca rindió.
Si pensamos en los futuros dominadores del fútbol mundial vemos en primer lugar al francés Kylian Mbappe, luego al noruego Erling Haaland, el alemán Jamal Musiala, los españoles Pedri y Gavi, el brasileño Vinicius, a los que podemos añadir a los ingleses Bukayo Saka y Jude Belingham, e incluso al uruguayo Federico Valverde. Los argentinos querrán sumar a Julián Álvarez y a Enzo Fernández, elegido el mejor jugador joven del mundial, pero el primero es suplente de Haaland y el segundo aún no llega a una de las ligas más importantes del mundo.
Otros datos que refuerzan esta tesis es el dominio brasileño en el fútbol sudamericano. Desde hace cuatro años que los equipos brasileños dominan la Copa Libertadores, incluso en los últimos dos tres de los cuatro semifinalistas han sido brasileños. Tampoco Argentina ha tenido buenas actuaciones en los últimos Mundiales juveniles. Había ganado los de 2005 y 2007, donde emergieron Sergio Agüero, Ángel Di Maria y el propio Lionel Messi, pero desde esa última fecha hasta ahora no ha llegado a la semifinal. No es casualidad que Francia haya ganado un Mundial juvenil y llegado a semifinales, lo mismo Brasil e Italia, e incluso Inglaterra también haya obtenido el suyo, por lo que se puede predecir que las grandes potencias se recuperarán y volverán a pelear por la hegemonía global.
Pero esto es fútbol no realpolitik, donde los recursos y la economía son los factores determinantes y es mucho más fácil predecir las tendencias. Para bien o para mal, los jugadores no se hacen como una bomba atómica o un portaaviones, por lo que en este momento pueden estar naciendo o dando sus primeros pasos los nuevos supercracks que vayan a desbalancear la geopolítica futbolística de las próximas décadas.