Chileno en Qatar 12: El partido que nadie quiere jugar
Mateya, Daayen, Fateer Awal, Rug’a son algunas de las cuarenta maneras en que se dice camello por estas tierras. Cada una de ellas, refleja o bien las características del camélido o el rol que cumple en la vida cotidiana. ¿Cómo se dirá camello que juega fútbol? ¿Será por los camellos que este es el mejor mundial de la historia?
Bueno, eso es lo que dijo Infantino de las calzas blancas: este es el mejor mundial. Hace unos años, un periodista chileno escribió un grueso libro sobre el Mundial del 62 en el que sostenía, contra viento y marea de la mitología chilensis, que el del 62 había sido el peor Mundial de la historia. Mejores y peores. Pero, ¿qué criterio usar? En un café le pregunto a Philip –suizo, alemán, francés, italiano y medio ruso--, quien ha trabajado en los últimos ocho mundiales, desde el 94 en los Estados Unidos.
“Tecnológicamente –dice—este es sin duda el mejor. Con tanta cámara y chip cómo no serlo. Pero en cuanto organización y eso, el del 2006”. ¿Y qué pasa con el fútbol?, le pregunto. Y nos enfrascamos en un listado, cada uno intentando demostrar sus irrelevantes conocimientos: el del 70, con Brasil; la España del 2010; Hungría del 54 o Brasil del 82 aunque no hayan ganado.
Él me gana por mucho; pero una cosa es cierta, depende del cristal con que se mire. Para Chile, futbolísticamente hablando, el del 62 es, sin dudas, el mejor Mundial de la historia. Claro, por supuesto, por el tercer lugar conseguido agónicamente ante Yugoslavia, con el gol de Eladio Rojas, quien había estado gravemente enfermo antes del inicio del campeonato… El tercer
lugar: es el partido, escucho una y otra vez, que nadie quiere jugar.
Pero en las calles y en el metro, los y las hinchas marroquíes piensan distinto: cantan, gritan, aplauden, enarbolando con orgullo la verde estrella sobre el fondo rojo. La primera vez entre los cuatro semifinalistas, el primer país africano, el primer país de mayoría musulmana… Más notable: el primer país cuyos jugadores celebran en la cancha bailando con sus madres, quienes, además, les cocinan antes de los partidos para luchar contra la nostalgia que va de desierto a desierto (hace unos mundiales se armó una trifulca porque los alemanes dejaron que las novias y esposas acompañaran a los jugadores; esta vez, las madres concitaron mayor aprobación).
¡Cómo no enamorarse de la sonrisa de Ziyech, de su cara de niño bueno, de su cantar el himno con los ojos cerrados! ¡Cómo no imaginar a los leones del Atlas jugando en canchas de tierras atento al rugido cercano! (me han dicho que no hay leones en Marruecos).
-¿Eres croata?—me pregunta un australiano que lleva puesta una polera de Inglaterra.
-No –le respondo—soy casi marroquí.
Cuando termina el partido y a mi lado unos argentinos celebran el triunfo croata, los ganadores con Modric a la cabeza sonríen y lloran (si algo ha quedado claro en este Mundial es que los hombres sí lloran, y vaya cómo, si hasta CR7 nos regaló sus lágrimas). No veo a las madres de los marroquíes. Deben estar preparando una rica comida que alivie la pena.
-¿Y quién ganará?
-¿Logrará Messi terminar su carrera no solo haciendo publicidad para los saudíes sino también levantando la Copa? ¿O Mbappé repetirá lo hecho por Pelé el 58 y el 62? El australiano se acaba su cerveza, se encoge de hombros, y dice algo que no alcanzo a escuchar.