
Todos los juegos I: El álbum del Mundial
Terminó la primera semana de la unidad de medición de nuestras vidas. El Mundial es la medida de nuestro tiempo y ante cada estadística, observación o trivia, nos es muy fácil mirar atrás y recordar todos los anteriores. Ningún Mundial pasa desapercibido. Sabemos perfectamente bien en qué andábamos cada vez.
No tenemos claro cuál será nuestra última Coupe du Monde, pero no cabe dudas de la primera. No está marcada por el tiempo cronológico sino por el tiempo vital, que es más auténtico. Fue la primera vez que supimos lo que era, de qué se trataba, quiénes jugaban y por qué.
Todo ese despertar a un universo que se abre, nuevo y colorido, viene en un solo paquete, tal como las laminitas: el deporte, la geografía, las banderas, los datos, los nombres lejanos y excéntricos que para mi generación tienen olor a cola fría. El álbum fue el mejor texto colegial, porque el hincha del fútbol almacena una cantidad sorprendente de materia que no entró en ninguna prueba.
Lo más cerca que estuve de tener un álbum lleno fue cuando, ya adulto, casi compro el del Italia 90 en el Bío, aunque otro nostálgico se me adelantó por minutos.
Por mi cuenta, juntando, cambiando y ganando láminas, pidiéndole a mi papá que me compre sobres, no llegué mucho más lejos que la mitad. Tampoco tuve tantas ocasiones de intentarlo: la revista Don Balón comenzó a publicar guías completas de los Mundiales y otros torneos —Todofútbol se llamaba el especial del campeonato chileno—, una especie de álbum rellenado con todas las caras, todos los nombres, toda la información, sin la fatiga de la búsqueda inútil entre turros de repetidas —la tengo— y láminas difíciles —no la tengo—.
Dejé entonces de juntar álbumes, pero hoy veo que precisamente de eso se trataba ese juego, de esa misma búsqueda inútil y su fatiga. Juntar un álbum se trata de no juntarlo nunca, porque juntarlo es como un perro que termina por morder el neumático. Y para qué.
Hoy se han vuelto a poner de moda las laminitas, pero creo que particularmente mi generación, la de los 9, 10 mundiales de vida, comete el error de pagar mucha plata comprando el nocaut que termina con la pelea. No sé si tenga que ver con mimar la niñez ajena o propia, pero creo que hay mucha gente tomándoselo un poquito muy en serio. Y más preocupada de tener, de obtener, de lograr, que de buscar sin fin en la pichanga interminable de jugar por jugar. De terminar con las manos aturdidas de tanto palmotearlas contra el suelo jugando a los monitos, por pedazos de papel que no deberían significar nada realmente. Como jugar a las bolitas o a hacer rebotar piedritas sobre la superficie del agua.
Con el último sueldo recién depositado, la tarjeta de crédito o débito puede costear cualquier capricho. En el mundo de los coleccionistas puede incluso entenderse como una inversión, pero el verdadero tesoro no es el álbum lleno, sino aquel tiempo en que sueldo, depósito, crédito, débito o inversión eran palabras ajenas, tan exóticas como la bandera surcoreana, los apellidos yugoslavos o ese equipo Saprissa, del que venía la mayor parte de los seleccionados costarricenses.
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