A propósito del Acuerdo sobre Seguridad: algunos apuntes
Como políticos a cargo de la administración del Estado, mandatados a tomar decisiones que a diario afectan a miles, si no millones de personas, una de las capacidades que debemos demostrar es la de sintonizar con la ciudadanía y sus inquietudes.
En efecto, y si el Plebiscito del pasado 4 de septiembre fue un remezón que puso en entredicho ciertos paradigmas de la política, no está de más decir que, entre las tantas acciones que debemos realizar para recalibrar la brújula del país –y entre las cuales están, por supuesto, persistir con un nuevo proceso constituyente que no repita los errores del pasado– estamos obligados a hacer también una lectura de las principales necesidades, o malestares, que expresa la ciudadanía en la actualidad.
En este sentido, es un hecho de la causa el que, en prácticamente la totalidad de los estudios de opinión, los problemas de seguridad –la delincuencia, el narcotráfico, el crimen organizado y, en general, los delitos de mayor connotación social, como un todo bajo el paraguas de la seguridad– ocupan el primer lugar de la tabla. Estamos ciertos en que, sin renunciar a sus anhelos de mayor justicia social, las personas quieren vivir en paz.
Pero parte del problema es que la lucha contra la delincuencia y el crimen organizado es una batalla que no se está librando sólo desde que comenzó este gobierno. En 2019, por ejemplo, el presidente Sebastián Piñera puso en marcha el Plan “Calle Segura”, que comprometió la modernización de Carabineros y la PDI –cambios que a 2022 no se han podido concretar–, una batería de proyectos de ley relativos a seguridad, y mayor cantidad de policías y su equipamiento en las calles. A tres años, la situación ha empeorado: 2022 cerrará con un notorio aumento en la tasa de homicidios.
Dada la magnitud del problema que tenemos, es de interés de este senador entregar algunos aportes al debate público sobre seguridad. No es la intención profundizar en largos tratados sobre el punto, pero sí detallar algunas ideas fuerza que, a mi juicio, debiese contener cualquier Plan Integral para el control de la delincuencia y el crimen organizado en Chile. Sobre todo, desde un abordaje multidimensional que apunte a las causas y la prevención del fenómeno delictivo, porque es claro que una estrategia puramente punitiva, y/o de populismo legislativo, ha fracasado.
Lo primero no es un punto específico de un plan en sí mismo, pero sí un razonamiento fundamental para aproximarse al problema: la situación actual de seguridad es el resultado de décadas de implementación de un modelo de desarrollo que, teniendo como único ordenador al libre mercado y la capacidad monetaria de la gente, termina segregando las ciudades; aislando, alejando e incomunicando en la periferia a los más humildes, y restándoles oportunidades de toda clase. Sin mencionar que, desde el punto de vista de los simbolismos, las personas menos afortunadas sueñan con todo lo que la sociedad de consumo les incita a comprar, pero que difícilmente podrían obtener, al menos por la vía lícita.
A todo ello se suma un Estado que, fiel a su rol subsidiario, hace oídos sordos de problemáticas tan serias como la deserción escolar, el consumo de drogas o la violencia intrafamiliar en contextos de vulnerabilidad social, todos puntos de inflexión que empujan a los menores a constituirse en delincuentes infantojuveniles.
Es por esto que la superación del neoliberalismo como modelo de desarrollo, y el avance a una economía capitalista, pero social y ecológica de mercado, es crucial para que el Estado tenga un rol activo y ordenador en la planificación urbana, la integración de los barrios, el uso de los suelos en las ciudades, la planificación del transporte y la disponibilidad de áreas verdes, servicios y la cultura en los barrios, que ya no estén disponibles sólo para quienes tengan más recursos. Este criterio debiera ser parte del contenido de una nueva Constitución, y debiera cumplirse mediante la coordinación de los esfuerzos del gobierno nacional, regional y los municipios, con la sinergia y el aporte del sector privado, que construye los barrios, u ofrecería algunos de los servicios en ellos.
Controlar la delincuencia pasa por planificar las ciudades. Dicho todo lo anterior, pasamos a este punto concreto. Hablemos en lenguaje sencillo: ciudades desordenadas, terrenos baldíos, basurales, calles oscuras y descuidadas o edificios abandonados, son por sí solos caldo de cultivo para la delincuencia. Es evidente que sectores así carecen de la más mínima vigilancia. Permitir la extensión geográfica desmedida de las ciudades también es un problema: una ciudad más compacta, con uso de suelo combinado y no segregado, ni extremadamente dividido –por ejemplo, entre lo residencial y lo comercial–, es menos compleja de vigilar y patrullar.
Controlar la delincuencia también es anticiparse al delito. Este punto es crítico, y he repetido muchas veces que hay una trayectoria del delito, que se puede trazar –sobre todo en el caso del narcotráfico y el crimen organizado– antes de que éste sea perpetrado. Necesitamos contar con un moderno y eficiente servicio de inteligencia –no sólo policial, sino también política– conforme a parámetros de países desarrollados y democráticos, para tener anticipación y prospectiva.
Controlar la delincuencia es modernizar y capacitar a nuestras policías para el combate al narcotráfico y el crimen organizado. Nuestras policías, hoy por hoy, se enfrentan a nuevas modalidades de delito. Y no nos referimos a las encerronas y los portonazos, sino a delitos de mayor connotación y gravedad, como el narcotráfico, el comercio ilegal de armas, los secuestros o el sicariato. Esto demanda nuevos tipos de formación, nuevas tecnologías y recursos para las policías.
Controlar la delincuencia pasa por barrios más equipados, conectados y con sentido comunitario. La propia ONU señala que la inexistencia, o la mala calidad del transporte público, genera en sí misma una mala combinación de segregación, aislamiento, mayor dificultad de acceso al empleo y, consecuentemente, desigualdad. Asimismo, los barrios sin actividades culturales o espacios públicos donde la comunidad se encuentra, generan simplemente desconocidos que viven aislados, cada uno en una casa. Si no conozco a mi vecino, mi vecino no me importa.
Controlar la delincuencia pasa por la modernización del sistema carcelario. En Chile tenemos un serio problema: la cárcel, que debería ser un espacio de rehabilitación, opera muchas veces como una escuela del delito. Pero eso no es intrínseco a los sistemas carcelarios en el mundo. Chile debería mirar hacia la realidad carcelaria de los países desarrollados y analizar cómo funcionan sus sistemas de rehabilitación. Desde un punto de vista de derechos humanos, tampoco es ético que por haber delinquido una vez el destino de una persona sea ser, eternamente, paria de la sociedad.
Controlar la delincuencia pasa por apoyar a las familias. En contextos vulnerables, el Estado debiera obligarse a hacer intervenciones –terapias multisistémicas, terapias funcionales– para los casos donde existe alcoholismo, drogadicción o violencia intrafamiliar, factores que empujan a los menores de edad a la deserción escolar y a las calles, donde comienzan a delinquir a temprana edad.
Y, por último, controlar la delincuencia pasa por reducir drásticamente la desigualdad, la pobreza y la falta de oportunidades laborales. A menudo el desempleo, la pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidades son indicadas como causas de la delincuencia; y este análisis cobra bastante sentido si se comparan países de distintos niveles de desarrollo, ingresos y prosperidad, con países como el nuestro, en vías de desarrollo. La cantidad de seguridad, o inseguridad, que se vive es directamente proporcional, y ello no es casualidad.
Un plan nacional, integrado y multisistémico para la superación de la delincuencia debiera abordar, sin temores ni reservas ideológicas, todos los aspectos que inciden en la génesis de la delincuencia, incluyendo los vicios del modelo económico que tenemos en Chile.
Mientras más largas son las jornadas laborales, y peores son las condiciones de transporte, más tiempo solos pasan los niños y adolescentes, lo que los hace vulnerables. Mientras mayor es la brecha salarial entre hombres y mujeres, más horas deben trabajar las mujeres, y más vulnerables son los hijos de las madres solteras. Y si la conservación de los barrios, o los servicios que estos ofrecen, dependen únicamente de los ingresos de quienes los habitan, seguiremos reproduciendo la precariedad, la desigualdad, la marginación y, como estamos viendo hoy, la inseguridad en nuestro país.