El 18 de octubre
En octubre del 2019 se creía que Chile había estallado producto de la enorme desigualdad que el capitalismo exacerbado, también conocido como neoliberalismo (apodo artístico que le otorgaron las ciencias sociales), había desparramado durante 30 años en todas las áreas del quehacer humano. Por entonces, comenzó a soplar un viento primaveral anticapitalista que llevó a jóvenes y viejos, románticos e ilustrados, barras bravas y militantes, a legitimar actos de violencia y desobediencia hacia todo lo que oliera a autoridad e institucionalidad. Por esos días, las enormes marchas y el fuego que regaba gran parte del país encandilaba a las izquierdas e incluso a un sector de la socialdemocracia, quienes se sumarían a aquella liturgia callejera: una especie de pasarela por donde desfilaban disfraces de anime, banderas negras y camisetas de equipos de fútbol, cada cual, con sus demandas sectoriales, materiales y emocionales exigiendo que fueran solucionadas al instante.
Por esos días, la rabia hermanaba al lumpen con el proletariado, al ciudadano del “quiero mi cuarto del libra ¡ahora!” con las juventudes marxistas y se aplaudían los actos performativos de “las indetectables”, mientras los intelectuales se apuraban en publicar libros y grabar podcast desde donde daban cuenta del derrumbe del modelo de desarrollo del Chile post Pinochet. Eran días donde la juventud se presentaba como un faro de virtuosismo y la pasión desplazaba, de un codazo, a la razón, todo a vista y paciencia de rectores, profesores, filósofos, autoridades e instituciones que se hacían a un lado para dar paso a las funas, los saqueos, los enjuiciamientos callejeros y las lapidaciones virtuales al Estado de Derecho (algunas autoridades actuales ahora justifican sus lapidaciones virtuales recurriendo al contexto).
En octubre de 2019, una parte del país pensó que la desigualdad podía curarse con una bala de plata que hasta nos liberaría de la depresión, pero lo cierto es que al final del día las únicas balas fueron de goma y terminaron en los ojos de cientos de chilenos. Cómo no recordar aquella primavera chilena que prometía con asaltar La Moneda (Piñera no pasará agosto decían algunos) y terminar con los abusos del mercado. Cómo no recordar esos meses de prédicas morales y gritos que imitaban a los nativos americanos. Cómo no recordar a ilustres militantes de la Concertación pidiendo perdón al Frente Amplio y al Frente Amplio decir que ellos tenían valores superiores a los de la vieja política.
Hoy, a tres años de aquel momento, la enfermedad de la desigualdad sigue sin curarse y lo que es peor, producto de la pandemia (y al igual que en gran parte del mundo), parece aún más ramificada que en octubre de 2019. Es cosa de comparar gráficos relativos a educación, inflación, ahorro de los hogares, competitividad en comercio exterior, vivienda, seguridad, transporte público y comercio local, para darse cuenta que, aquel momento pasional, donde la conmoción por la injusticia nos llevó a ponernos la violenta máscara del “Joker”, no sirvió para mejorar las condiciones materiales de existencia. Por el contrario, a tres años de aquel octubre, la Constitución de Pinochet ganó una impensada legitimidad democrática (el último candado de Jaime Guzmán se llamaba pueblo), las arcas del Estado ya no tienen la bonanza de hace tres años, nuestras pensiones quedaron esquilmadas por los retiros y el mundo globalizado dejó de mirar a Chile como un oasis sudamericano para invertir.
Este 18 de octubre de 2022 es un buen momento para que la nueva izquierda chilena con vocación de mayoría deje de lado la confusión intelectual, los complejos de niños burgueses, el miedo a que un grupúsculo violento les purgue (como lo hicieron con el gobierno de Allende) y se atrevan a retomar aquel gradual, pragmático y poco sexy trabajo de crecer económicamente, algo que Chile no hace desde el año 2014. Es hora de reconocer que las refundaciones no prendieron y aceptar aquella máxima que, por estos días, debe estar recorriendo los pasillos del Congreso Nacional del Partido Comunista de China: no importa el color del gato, lo importante es que cace ratones.