La interpretación del malestar y las políticas de reconocimiento
Podemos caracterizar la experiencia social del malestar como una inquietud constante, molesta y difusa. Se trata de una experiencia tan vaga como totalizante. “Algo anda mal”, decimos. Pero no sabemos describir con claridad aquello que nos molesta. Tampoco las razones por las que eso ocurre. Nos experimentamos como si estuviéramos exiliados en nuestro país, solos en medio de nuestra comunidad, impotentes, insignificantes, aburridos, ansiosos, resentidos, rabiosos, abandonados a nuestra suerte. Nos sentimos incapaces de construir con otros una relación satisfactoria, una existencia amable. Percibimos una molestia generalizada que no siempre sabemos interpretar. La experiencia social del malestar impregna nuestras relaciones sociales y la percepción que tenemos de nosotros mismos. El malestar nos desempodera y daña nuestra autoconfianza, nuestro autorrespeto y nuestra autoestima.
Entender adecuadamente el malestar social es el primer paso para sobreponerse al mismo. Y en esta tarea juegan un papel fundamental los discursos que interpretan políticamente la vida social y las biografías personales. La vida despolitizada se encuentra fuera de nuestra decisión, no tenemos control sobre ella. Desde las diferentes formas de la esclavitud a las distintas manifestaciones de la alienación, la despolitización de la vida es correlativa a la emergencia del malestar. Inversamente, el malestar tiende a disminuir cuando la vida se politiza y aumenta nuestra percepción de control sobre ella.
La movilización política de la ciudadanía es, habitualmente, una reacción ante el malestar. Las diferentes formas de maltrato y abuso, la exclusión social y la desposesión de derechos, así como la vergüenza y la injuria, son motivos que se repiten en las acciones de protesta. La teoría del reconocimiento recíproco nos ofrece un enfoque y un conjunto de categorías para interpretar esta situación. A partir de las primeras ideas propuestas por Hegel, la teoría del reconocimiento intenta desarrollar una lectura normativa del vínculo social en condiciones de reciprocidad (relaciones horizontales) y una comprensión de la movilización política como lucha éticamente motivada.
Nos movilizamos políticamente para reconstruir nuestros vínculos, para exigir determinados derechos y para conseguir valoración social positiva (Axel Honneth). También podemos entender la movilización política como la búsqueda de igualdad de estatus y paridad participativa (Nancy Fraser). Charles Taylor distingue entre el reconocimiento de la igualdad y el de la diferencia, aludiendo, por un lado, a aquellas demandas que buscan la inclusión de los excluidos en un mismo sistema de derechos y deberes (reconocimiento de la igualdad) y, por otro lado, a aquellas demandas que apuntan al reconocimiento de cualidades y capacidades específicas o identidades particulares (reconocimiento de la diferencia).
La confrontación actual entre izquierda y derecha ha sido impulsada y orientada por la movilización política de la ciudadanía, a raíz del malestar experimentado en la última década. En olas sucesivas de movilización, los protestantes fueron integrando diversas causas en un mismo discurso. En octubre de 2019 propusieron una doble síntesis -ética y política- para la totalidad de las causas esgrimidas. Desde un punto de vista ético, los discursos se integraron en la noción de dignidad. Es decir, reivindicaron la igualdad de valor entre las personas: no más ciudadanos de primera y segunda categoría. Desde el punto de vista político las demandas se integraron en la aspiración a una Constitución construida en democracia por la ciudadanía, una Constitución que reemplace la institucionalidad heredada de la dictadura (Estado subsidiario, veto de las minorías, etc.).
Existen, sin embargo, lecturas de estas demandas que facilitan su agrupación en categorías diferentes. La primera lectura se vincula al ideario democrático y se manifiesta en exigencias de igualdad sustantiva y soberanía popular. Interpreta las demandas desde el punto de vista de la participación política igualitaria y la construcción de una ciudadanía con iguales derechos y deberes (reconocimiento de la igualdad). La segunda lectura recoge el ideario liberal de respeto a los derechos humanos y promoción de las libertades individuales, promoviendo el reconocimiento de las identidades, los estilos de vida y las diferentes concepciones de la vida buena que existen en el país (reconocimiento de la diferencia). Las dos lecturas convergen en la denuncia de los abusos, la explotación y la exclusión de amplios sectores de la vida política y económica chilena. Las luchas por el reconocimiento de la igualdad y las demandas por el reconocimiento de la diferencia se suman e integran en algunos momentos, pero se enfrentan en otros.
Las fuerzas políticas de izquierda intentaron sumar el reconocimiento de la igualdad y el de la diferencia en un mismo proyecto político. Y a partir de octubre de 2019, obtuvieron grandes éxitos. En especial la aprobación del proceso de sustitución constitucional en el plebiscito de entrada por más del 78% de los votos, la elección de una supra-mayoría de representantes en la Convención Constitucional -dispuesta a crear condiciones para redistribuir el poder en el país- y la elección de Gabriel Boric como Presidente de la República, con un programa de transformaciones consistente con las demandas ciudadanas.
Sin embargo, la derecha logró detener el proceso de transformaciones institucionales y empoderamiento ciudadano al conseguir que se rechazara la nueva Constitución con casi el 62% de los votos. ¿Cómo pudo ocurrir algo así? Desde el punto de vista de la teoría del discurso, la campaña del Rechazo desarrolló una estrategia de socavación de la propuesta constitucional. Dijeron, por ejemplo: “los pueblos indígenas serán una casta privilegiada sin cuyo consentimiento no se podrá modificar la Constitución”, “los delincuentes tendrán más derechos que las víctimas de la delincuencia”, “las autonomías regionales dividirán Chile en varios países”, “se podrá abortar hasta el noveno mes de embarazo”, “perderá la propiedad de su casa”, “las pensiones no serán heredables”, “si tiene un conflicto legal con un mapuche será juzgado por un Lonco”, etc. Se trata de interpretaciones aberrantes y sobredimensionadas -no obstante, sostenibles- del texto constitucional.
La campaña de socavación opuso las dos formas de reconocimiento (de la igualdad y de la diferencia) para convencer a la ciudadanía de que la propuesta constitucional que más derechos le otorgaba en su historia era en realidad un dispositivo para privarla de derechos elementales: la igualdad ante la ley (vía tribunales indígenas), la soberanía (vía necesidad de consentimiento indígena), la propiedad, la herencia, la igualdad de representación política (vía escaños reservados y paridad de género), la posibilidad de elegir entre prestadores en educación y salud, la protección de los niños (aborto hasta los nueve meses), etc. De este modo consiguió ofrecer a cada votante al menos una razón para no querer aprobar el texto constitucional (aunque en lo fundamental la propuesta pudiera parecerle positiva).
Pero esta campaña no habría funcionado si no hubiese obtenido credibilidad a raíz del comportamiento de parte de la Convención en momentos claves del proceso constituyente. La interpretación monstruosa del texto (aborto a los nueve meses, traspaso de la soberanía del país a los pueblos originarios, pérdida de la propiedad sobre bienes muebles, etc.) requería ser sostenida por una interpretación monstruosa de sus autores pues, para ser creíble, necesitaba destruir la confianza ciudadana en el trabajo que realizaron. El “mamarracho”, como llamaron sus detractores a la propuesta constitucional, sugería pensar en los convencionales como unos mamarrachos -personas que no merecen ser tomadas en serio, dice la RAE-, algo así como la materialización de “los alienígenas” de los que habló Cecilia Morel en 2019.
La campaña de descrédito se realizó desde dentro de la Convención y tuvo, desde el principio, el apoyo de los grandes medios de comunicación. Pero no habría sido posible si parte de la Convención no les hubiese entregado en bandeja el material para hacer ese trabajo. La resistencia de algunos convencionales a la interpretación del himno nacional por una orquesta infantil, el día en que la Convención comenzaba a sesionar, fue el primer gesto ofensivo para los mínimos comunes de nuestra identidad. En un sólo gesto se ofendieron dos símbolos sagrados: la patria y la infancia. Ambos asociados a otros igualmente sagrados: la maternidad y la paternidad.
Una parte de la Convención se mostraba propensa a romper con aquellos tabúes que están en el corazón de nuestra cultura y, por lo tanto, proclive a ofender a la ciudadanía que con ellos se identifica. El discurso del Rechazo no hizo más que recoger una interpretación culturalmente prefigurada del reconocimiento de la igualdad. Pocos días después, un grupo de convencionales llenó de banderas de pueblos originarios el jardín del edificio del ex Congreso Nacional. No había banderas chilenas entre ellas. Tampoco dejaron instalar una bandera evangélica entre las banderas nacionales. Cuando ganó el Rechazo en el plebiscito de salida, sus partidarios celebraron el triunfo llenando la calle de banderas chilenas: de Perogrullo.
Pero la Convención fue también un dispositivo de inclusión institucional como no había existido nunca en la historia de Chile. En ella se reunieron quienes nunca lo hacen en este país. Personas que además se encuentran enfrentadas por condiciones de clase, nacionalidad, cultura, género y proyecto político. Y así todo llegaron a un acuerdo supra mayoritario de más dos tercios. La Convención fue un proceso de construcción de un pacto social en condiciones ventajosas para la izquierda (por su mayor representación). Normalmente ese pacto no existe. Es reemplazado por pequeñas concesiones que otorga el grupo dominante ante la presión del resto del país.
Además, la Convención desarrolló una propuesta constitucional altamente inclusiva, que reconocía tanto lo que tenemos en común como lo que nos hace diferentes. Propuso un Estado social y democrático de derecho, plurinacional y regional. Incorporó el pluralismo en los sistemas de justicia, en la educación en todos sus niveles y modalidades, en la representación institucional con paridad de género, en las autonomías regionales y comunales, en la libertad de culto y conciencia religiosa, etc.
Sin embargo, la campaña del Rechazo interpretó hábilmente la propuesta constitucional como un atentado a nuestra identidad común y a algunos de nuestros derechos más básicos: a la vida (“aborto a los nueve meses”) a la propiedad, a la herencia, a la igualdad ante la ley y, por supuesto, a la seguridad (a pesar de haber sido incluido expresamente en el texto constitucional). También señaló que la nueva Constitución dividiría al país en múltiples grupos -naciones (razas, dijeron), géneros, regiones, comunas- que terminarían enfrentándose en defensa de sus respectivos derechos.
Ayudó mucho la retórica del texto constitucional, la que da por obvia -pero no reconoce expresamente- la chilenidad mestiza o neutra (sin pertenencias nacionales adicionales). El Rechazo gatilló en su favor las principales ansiedades del pueblo chileno, aprovechando la incertidumbre generada por una crisis económica y una pandemia aún no controladas. Pero también reivindicó los componentes más básicos de nuestra cultura tradicional: nacionalista, maternalista, asegurada (“lo mío es mío”), sobre-estratificada, desconfiada del Estado y “los políticos” (que simbolizan el poder y, por ende, también los abusos) sin una identificación moral con la ley (anómica y, a veces, delincuencial) a ratos apatronada y, por supuesto, prejuiciosa. El Rechazo opuso el reconocimiento de la igualdad al reconocimiento de la diferencia, desarmando la interpretación del malestar con que había avanzado la izquierda desde el año 2019 en adelante.
La derecha mostró lúcidamente al país que una institucionalidad que no explicita con suficiente claridad las identificaciones comunes no ayuda a superar el malestar, debido a que genera incertidumbre, desconfianza y, eventualmente, una percepción de división o disociación que puede acrecentar los conflictos. Pero no entendió que gatillar los prejuicios en contra de grupos específicos -los pueblos indígenas, por ejemplo- no es una forma sana ni duradera de construir la patria común. No entendió que su cultura y sus intereses no son los de todos.
El desafío que hoy enfrenta la izquierda es (de)mostrar al país -incluida la derecha- que la exclusión sistemática de grupos y categorías de ciudadanos y ciudadanas de las grandes decisiones políticas mantiene a nuestra democracia, nuestra economía y nuestra cultura en una condición desmedrada. Que sin paridad de género, escaños reservados para pueblos indígenas, autonomías regionales y otras tantas acciones afirmativas que no suponen privilegios, no tendremos igualdad de estatus y paridad participativa, condiciones necesarias para una democracia plena. Para eso debe partir por explicitar su identificación con la República, el Estado y los mínimos culturales de nuestra sociedad, para y promover luego su enriquecimiento con la aceptación de la diversidad que somos.