La vocación extraviada: entre el universalismo y las identidades
En el libro, recientemente publicado, Notas sobre la desorientación del mundo (Gallimard, 2022, aún no traducido al español), el filósofo francés Alain Badiou señala algo que parece obvio pero que, no obstante, operaría como una moraleja que no siempre es constatable y que nos serviría, a mi modo de ver, para intentar un análisis sobre lo universal y lo particular (las identidades), que ha sido una de las tensiones más instaladas al momento de pensar el resultado cataclísmico que significó para un sector de la izquierda el último plebiscito del 4 de septiembre. Badiou escribe: “un desorden evidente no se aclara más que si lo consideramos como un efecto del orden del cual procede”.
Lo primero entonces es entender que la inversión del significante “octubre” que operó hace a un par de semanas –y que reconfiguró de modo brutal y dramático un proceso político y social que parecía encaminarse hacia la articulación de un nuevo país y de un nuevo tipo de lazo social– entró en crisis; en una dimensión entrópica que no fuimos capaces de identificar y que, más bien, dejamos encorsetado en su significante de estallido sin capacidad de darle una traductibilidad política, electoral, social, en fin. Octubre, en esta línea, fue fosilizado bajo la arena de su propia utopía y se pagaron las cuentas de esta resignificación quitándole a Chile la posibilidad, cierta y primera, de intensificar un proceso inédito que encontraba su vértice en la órbita desconocida de la soberanía.
Todo esto fue –a muy grandes rasgos– el orden precedente que debería, por seguir a Badiou, permitirnos esclarecer en algo “el desorden evidente” en el que habitamos hoy. Este desorden no deja de ser, sin embargo, una zona para que los poderes típicos entren en contacto y colisionen en el campo político tradicional, al cual el proceso constituyente volvió después de un desliz romántico con la tan esquiva soberanía.
Y aparecen las tesis que explicarían la derrota, las que son variadas y que van desde lo más pedestre a lo más sistémico: algunas reivindican un no menor sentimiento de autoflagelo y otras simplemente son indolentes. Yo quisiera apuntar a una que –sin tener nada de original cuando de explicar los fracasos de la izquierda en el mundo se trata– ha sido de las más extendidas en el ámbito, al menos, intelectual. Como me refería al principio, se trata de aquella hipótesis que indica que la izquierda habría perdido su vocación a la universalidad a causa de la emergencia descontrolada de las llamadas “políticas de la identidad”.
Mi impresión es que esta es, sin negar que dicha falta de vocación opera, una lectura política en clave dicotómica de la derrota, binaria y que no vislumbra, al fin, que universalismo y particularismo pueden ser parte de una madeja común en la que se hilvane una trama política contundente; en la que las demandas sociales de nuevo tipo, identitarias en sus principios y singulares en su estética, alcancen un mínimo ideológico que impulse, a su vez, una narrativa que las articule.
El punto, y en esto concedo cualquier crítica, es que no ha sido posible que se dé la alquimia necesaria para que las identidades, sin abdicar de sí mismas, se transformen en una suerte de universalismo donde haya principios y sentidos políticos compartidos, haciendo aparecer entonces un pensamiento de izquierda tenso, intenso y denso. Los que nos sentimos pertenecer a este sector debemos asumir esta falla pero, al mismo tiempo, no caer en la tentación atávica de afirmar que el problema fueron esas identidades egoístas y hacia sí que no supieron ver lo que ocurría en el Chile intestino, no visto, no diagnosticado.
De esta manera me pregunto: ¿acaso la reivindicación de las mujeres a toda escala es un problema solo para la élite progresista?, ¿es cierto que la querella medioambiental afecta únicamente a quienes tienen algo así como una sensibilidad ecológico-burguesa y no a la sociedad completa?, ¿la plurinacionalidad es un asunto de puros/as intelectuales que han retorizado, en clave ñuñoína, la histórica demanda de los pueblos indígenas?, ¿no hay disidencias sexuales en los sectores más vulnerables de la sociedad chilena?
Toda perspectiva o paradigma clasista ya es identitario en sí mismo, podríamos responder. Y me permito traer a esta columna a Hegel para ver si algo se disipa esta tensión que, a mi juicio, no ha sido lo suficientemente pensada.
En el gran trabajo La ciencia de la lógica (1812-1816), Hegel ya indicaba una estructura fundamental del pensamiento que, pienso, en algo podría iluminarnos: “Lo particular contiene la universalidad, constituye su sustancia (…) la particularidad es, de nuevo, nada más que la universalidad determinada”.
Entiendo que una abstracción de esta índole puede resultar rugosa, compleja de instalar en el plano político, pero es posible que en este espacio en donde lo particular y lo universal se imbrican y determinan mutuamente pueda encontrarse una respuesta al naufragio de esta izquierda en búsqueda de universalidad.
Ciertamente nos hemos alejado de los problemas más pedestres (pero no por eso menos terribles), de las luchas diarias que dan millones de hombres y mujeres por sobrevivir y hemos relatado solo en prosa académica lo que pueden ser las tribulaciones de la, a esta altura, problemática categoría de “pueblo”.
Pero lo universal puede expresarse en lo identitario, tal como lo señala Hegel, y evidenciarse como la alternativa a una debacle que, lo que quiero creer, es principalmente electoral y no definitivamente cultural para la izquierda.
Pienso que lo que ha afectado a este sector no es puntualmente la política de las identidades, sino que el problema aparece cuando estas se vuelven idénticas a sí mismas clausurándose, y se alejan no solo de un proyecto universalista, sino también del sentir y re-sentir de aquello que puede ocurrir más allá del perímetro de esa particularidad secuestrada por sus propios códigos y sin conexión con un afuera que, también, demanda identidad.
Lo anterior también ocurre al momento en que lo identitario sobrepasa a lo político y se autonomiza de manera radical. Decimos aquí político como lo que nos colectiviza, pero, a la vez, lo que nos propone como individuos singulares, habitando una identidad, por cierto, sin embargo, siempre dispuestos a la alterización de nuestros proyectos. Esto no implica tener que rendirnos ante la colonización de un tipo de universalismo obligatorio. Esto ya ha pasado muchas veces en la historia, y sabemos las consecuencias catastróficas que ha arrastrado.
Parafraseando a Alain Touraine, es necesario llevar adelante un proceso identitario que sea reflejo de la densidad múltiple de la sociedad y de la complejidad que le va adherida (Los movimientos sociales, 1991). Esto puede estar a la base de un proyecto de izquierda que busque una narrativa más amplia y que pueda “competir” con el relato ominiabarcador del capitalismo y de la derecha, pero (y esto es probable que no tenga salida en el mundo próximo) sin olvidar que al día de hoy sería imposible pensar a esa misma izquierda fuera de un mundo globalizado.
La identidad puede articular elementos heterogéneos que dinamice entonces un discurso de amplio alcance en donde lo identitario no se acople únicamente a lo igual a sí.
Aquí podría habitar el porvenir de una ilusión –por recurrir al título del texto freudiano– para una izquierda que busca respuesta a su crisis en la pura fragmentación cuando, quizás, en las identidades podría estar la tan invocada vocación universal.