¿El miedo o la nostalgia del futuro?
Históricamente los privilegiados se han visto motivados por el miedo para definir sus prioridades. Han sabido aprovechar esta emoción y ponerla a trabajar oportunamente para sus intereses, usándola para contagiar a quienes no participan de sus círculos de influencia y poder. El miedo se contagia de forma fácil, rápida y efectiva. Cuando el temor se instala todo lo que se aparte de lo establecido se convierte en una locura.
La campaña del Rechazo ha sido eficiente en inocular su miedo al futuro en una parte de la población y para ello han usado el engaño y la mentira para compartir su nostalgia de un pasado que murió. El Rechazo piensa que el futuro ya pasó, fue algo que ocurrió en su lejana juventud y después de ese evento la historia no es más que el retorno a su permanente repetición. Esta futurofobia conservadora nace del miedo a imaginar un porvenir mejor. Para quienes bloquean los cambios el progreso parece encallado y la política no puede ofrecer relatos alternativos. Cuando este discurso se vuelve hegemónico las sociedades se resignan ante esta extraña solidaridad entre poderosos, que se confabulan para clausurar la vida en su eterno transcurrir. Se comienza así a utilizar la gramática del conformismo, la pasividad, la inercia, la desesperanza, la indiferencia, el abandono y la fatalidad.
Al contrario, el Apruebo nace de una profunda nostalgia del futuro. Como dijo el poeta Jorge Teillier: “Nostalgia sí, pero del futuro, de lo que no nos ha pasado, pero debiera pasarnos”. La nueva Constitución es lo que nos debería ocurrir como sociedad. No es un simple deseo: es el futuro que nos debemos, y que tenemos que heredar a quienes vienen después, para que puedan cambiarlo en el futuro del futuro que llegará.
¿La nostalgia del pasado podrá ganar la batalla a la imaginación? ¿Vencerá una generación obsesionada con mantener su resignada estabilidad, aunque ello signifique sacrificar el futuro que inevitablemente nos espera? ¿Qué capacidad tendrá la gente joven, con juventud biológica o juventud de voluntad, para enfrentar el falso dilema que pretende atraparnos en los fantasmas del apocalipsis y la inmovilidad? ¿Será posible que triunfe esa suerte de desencanto, de frustración paralizante que consume a quienes envidian de forma acrítica la vida de nuestros abuelos o esperan, impasibles, que pase el tiempo sin que podamos hacer nada para solucionarlo?
Quienes pensamos que existen salidas y formas posibles de futuros alternativos y más esperanzadores no somos simples soñadores que creen que todo cambio es para mejor. Al contrario, Walter Benjamin ya advertía que las revoluciones pueden ser la forma en que la humanidad, que viaja en el tren al futuro, acciona el freno de emergencia antes de la catástrofe. Es la misma convicción que instaló Greta Thunberg cuando decía: “Quiero que actúes como si nuestra casa estuviera en llamas. Porque lo está”. Así de dura es la urgencia de variar el curso del presente, cuando no cambiar, aquí y ahora, se transforma en la más absurda irresponsabilidad.
La nueva Constitución es el freno de esta maquinaria arrolladora y la posibilidad de mirar la historia desde la perspectiva de las víctimas, curar sus heridas, unirse a ellas y abrir caminos que no nos conduzcan a la autodestrucción.