CADEM
La última encuesta CADEM trae un dato interesante: un 74% de la ciudadanía piensa que, de ganar el Rechazo, habría que recomenzar el proceso destinado a dotarnos de una nueva Constitución. De ser certera, esta cifra muestra apenas un 4% de mengua respecto del plebiscito de entrada. Esto después de más de un año agotador en términos de conflicto, de espera, de incertidumbre, de decepciones para algunos y de esperanzas para otros.
Hubiese podido pensarse que esa cifra sería más bien cercana a la votación que las encuestas atribuyen al Apruebo o, por lo menos, ser más coherentes con las últimas votaciones alcanzadas por la derecha. Probablemente esta última pensó que esta idea de una nueva Constitución había sido instalada artificialmente por la izquierda aprovechando la crisis del 18O. Pero no. La verdad es que el guarismo de 74% y la persistencia son enormes. ¿Es esto sorprendente? Sí y no. Sí, si analizamos este dato desde la contingencia, desde el tiempo corto, desde lo que han sido los hitos y sucesos de este último año y medio, desde las peripecias de la Convención y las vicisitudes del actual gobierno. Pero no, si lo vemos con un mínimo de distancia histórica, es decir, si lo vemos desde el mar de fondo del tiempo largo y no desde la espuma de los días, como diría Braudel. ¿Cuál podría ser este mar o corriente de fondo? Veamos.
El mínimo de distancia temporal debiese ser, en mi opinión, el del ciclo que pugna por terminar y que comienza a fines de los 60 e inicios de los 70. No hay cabida en este espacio para tratar todos los aspectos significativos de este ciclo. Mi proposición es tratarlo desde el prisma de un concepto que se asemeja a una consigna demasiado manida: la dignidad. Este concepto es indisociable de la historia de la modernidad, en su sentido restringido de la época que nace, en grueso, con la Ilustración y que da sustento a la idea de república y democracia liberales.
Ocupa un lugar preponderante en la ética kantiana, donde es definido bajo la fórmula de “nunca considerar a un ser humano como un medio, sino siempre como un fin en sí mismo”. Junto a la consideración de la libertad como única condición humana (o derecho “natural”), contribuyen notablemente a pensar la democracia y el Estado de Derecho como figuras centrales de una idea de progreso posible. El concepto de dignidad es indisociable de aquel de soberanía popular, es decir, de aquel que pone el lugar del poder legítimo en la ciudadanía. No otra cosa significó la supresión del derecho a veto del Rey. Fue el momento exacto del desplazamiento del lugar del poder desde la monarquía a la gente.
La opción de tomar este prisma no es arbitraria. Si observamos la historia de los siglos XIX y XX, veremos intentos muy persistentes de adecuar lo real a esa idea matriz. Las batallas contra el voto censitario, por el voto femenino, por condiciones de vida dignas, por los derechos civiles de las minorías, etc., marcaron el curso de esa historia. Las repúblicas europeas y americanas que surgen con la modernidad nacen con deudas, con déficits democráticos que serán la fuente de los conflictos internos desde entonces. Una cosa es la idea y otra la realidad. Pero, en este caso, es la fuerza de la idea lo que empuja a la historia. Y Chile, por cierto, no es ajeno a esa historia.
La crisis de los 60-70 puede inscribirse en ella: junto a estructuras e instituciones políticas relativamente maduras y modernas para la época, y a una cierta idea de república y de soberanía popular, están también las deudas e inadecuaciones que representan el analfabetismo, la desnutrición, la desigualdad, las condiciones semi feudales de vida en el campo y en las minas, etc. Esta corriente de fondo, oculta a veces por las peripecias contingentes o por la llamada Guerra Fría, por ejemplo, es el telón de fondo de lo que finalmente nos lleva a la crisis de 1973. Con la dictadura militar la inadecuación desaparece, simplemente porque ya no hay república.
Muchas otras dictaduras a través del globo surgieron bajo el juego de las mismas líneas de fuerza. Y muchas de ellas se consolidaron constitucionalmente. Pero el espíritu moderno fue más fuerte. La misma energía que induce al conflicto en democracias por definición imperfectas, llamándolas a honrar sus promesas de dignidad, lo que puede desembocar en dictaduras, es la que actúa para barrer con los cimientos de estas, ya sea bajo formas dramáticas, ya sea por implosión anómica. En todos los casos, por crisis de legitimidad, legitimidad que está fundada en última instancia, recordémoslo, en la dignidad reclamada por cada uno de nosotros.
Alemania, Italia, España, República Checa, Letonia, Croacia, etc., lograron liberarse de sus dictaduras de distinto signo. En todos esos casos, rápidamente después de sus colapsos, sus dispositivos constitucionales dictatoriales fueron desmantelados completamente y reemplazados por nuevas Constituciones. Eso permitió a todos estos ciudadanos cerrar un ciclo y comenzar otro, hacer un duelo y sentirse nuevamente dueños de sus destinos. Esto no sucedió en el caso chileno. Para no hablar de senadores designados, dictador senador, y todos los aspectos más ominosamente visibles y ya reformados, bástenos recordar que aspectos centrales del debate político y democrático permanecen hasta hoy incrustados e inamovibles dentro de la Constitución heredada.
Esto significa que el debate público es necesariamente estéril. Nada de fondo puede decidir el soberano, pues no es soberano. La voluntad de los ciudadanos es maniatada. Su dignidad, pues, mancillada. ¿Fueron entonces 30 pesos? Claramente no. ¿Se trató de una asonada organizada? Tampoco. Si así hubiera sido, sus supuestos organizadores estarían hoy sentados en La Moneda. Nada de eso fue lo que pasó. Fue Fuenteovejuna que se expresó frente a la persistencia de una situación radicalmente anómala. El hecho de que personas salieran a la calle espontánea y simultáneamente en todos los rincones del país prueba esa falta de organización. Llega un momento en que todo se hace evidente, en que lo esencial está sobre la mesa. Si hasta hace unos pocos años algunos se permitían decir que la Constitución no importaba a la gente, hoy, y después del 4 de septiembre, sea cual sea el resultado, ya no es ni será posible afirmar algo así. Detrás de esta energía sopla, sin duda, el espíritu de la modernidad.
Ahora estamos frente a una decisión importante. Desde la perspectiva que aquí analizamos todo esto ambas opciones tienen un problema. El del Rechazo es evidente y más grave: corremos el riesgo severo de, aun cuando se modifiquen los quórums, permanecer en la situación de anomalía constitucional toda vez que la llave queda en manos de quienes nunca han querido cambios. El problema del Apruebo, por otra parte, de percepción ciudadana: la impresión, justificada o no, de un texto partisano. En ambos casos, la conciencia moderna se siente perturbada.
Dicho esto, el pragmatismo político podría ayudarnos a tomar la decisión. La Convención ya no existe, lo real hoy es el Parlamento y el Ejecutivo. En este escenario, podemos reflexionar del efecto del quorum de 4/7 en ambos casos. Si ganara el Rechazo, los 4/7 sólo podrán tener una función de veto y de bloqueo, ya sea para reformar la Constitución del 80, ya sea a abrirse a un nuevo proceso constituyente. La derecha cuenta sobradamente con ese quorum.
También podemos tomar en consideración, que la del 80 es una Constitución irreformable en lo esencial. Ahí sí, si se llegara a reformar de verdad, nos quedaríamos con un patchwork incoherente y sin sentido. En el caso del Apruebo, con este mismo Parlamento podemos ver que los 4/7 juegan de manera virtuosa, pues lo que se considera que distorsionó el trabajo de la Convención (es decir, una composición cargada a una sensibilidad política) no aplica para el Parlamento. Pareciera mucho más fácil en este caso llegar a acuerdos transversales para corregir los problemas más notorios que pudiera tener el texto propuesto por la CC.
Además, en la llamada centroizquierda e incluso en el Frente Amplio, hay más bien interés por efectuar correcciones al nuevo texto, por lo que las reformas y mejoras parecen mucho más viables. Si en algunos puntos se requiriese un plebiscito, tanto mejor para consolidar la legitimidad del resultado y disipar algún olor a cocina. Una buena señal sería que esos acuerdos se esbocen antes del 4 de septiembre y faciliten una aprobación del texto que podrá contar con una legitimidad cruzada entre la Convención y el poder constituido, frente a una opción que nos dejaría nuevamente en un pantano.