Retos de la izquierda brasileña, a poco de las elecciones

Retos de la izquierda brasileña, a poco de las elecciones

Por: Francisco Prandi Mendes de Carvalho | 15.07.2022
No es poco que prácticamente toda la izquierda se haya unido en torno de Lula, quien tiene el respaldo de los sectores más pobres y parte de la clase media que no necesariamente se identificarían como “izquierda” o que más bien no están acostumbrados a involucrarse en las luchas políticas y sociales.

Dijo un sabio chino cierta vez que nada en este mundo se desarrolla uniformemente. Las coyunturas y procesos electorales tampoco escapan a esa idea. Las recientes victorias electorales de la izquierda y centroizquierda en nuestro continente parecían distantes hace 3 años, cuando el llamado “progresismo” estaba en crisis.

Seguramente una de las victorias más dolorosas en nuestro continente fue la de Jair Bolsonaro en Brasil. Desde entonces, en una pandemia que mató a 674 mil personas, la mayoría por su negacionismo científico, experimentamos además una destrucción ambiental sin precedentes y un enorme empobrecimiento de la sociedad. El fin de políticas públicas esenciales, construidas por 16 años de gobiernos por Lula y Dilma, nos lleva a 11,9 millones de desempleados, más 4,6% de desalentados (quienes ya no buscan más trabajo) y vergonzosamente ostentamos el título de primer país en salir y volver al mapa del hambre de la ONU.

Sin embargo, hay mucha esperanza en la candidatura de Lula, que crece enormemente dialogando con los dramas concretos de la gente. Las encuestas indican una posibilidad de victoria en la primera vuelta, cosa que no es habitual en Brasil, tendencia que seguramente contará con una contraofensiva por parte de Bolsonaro. ¿Cuáles son los retos de la izquierda en Brasil actualmente? ¿Bastará una victoria aplastante en las urnas para derrotar al bolsonarismo?

a) Organización y reflujo del movimiento popular y los partidos

Un primer elemento que nos parece importante es el de que hay en Brasil un gran déficit orgánico de la izquierda. Aunque no es poco lo que logró el Partido de los Trabajadores (PT) en materia de arraigo social en un país de proporciones como Brasil, el partido en el gobierno tomó un camino distinto, por ejemplo, al MAS de Bolivia o al PSUV de Venezuela. Sobre todo por opción política, los militantes y la base social eran invitados a participar solamente en los procesos electorales, lo que trajo problemas de organización.

Además, la crisis política que llevó al golpe en contra de Dilma Rousseff (2016) también implicó una crisis de representación, que llevó a grandes derrotas electorales. En el proceso de reconstrucción en la lucha contra las políticas neoliberales de Temer y Bolsonaro no hubo grandes victorias. La destrucción de derechos laborales y sociales, la destrucción de la soberanía nacional, de la capacidad productiva del Estado, de la naturaleza, contó con la resistencia de movimientos importantes, pero sin ganar un respaldo social que pudiese verdaderamente hacer frente a esas políticas.

Ni siquiera los crímenes cometidos por Bolsonaro durante la pandemia, tales como la recusa en comprar vacunas, corrupción, incitación al golpe de Estado –que no era mera retórica, sino que no se hizo porque no tuvo suficiente fuerza–, nada de eso fue suficiente para causar una conmoción popular que llevase a la insurrección y crisis de su gobierno. No alcanzamos a derrotar a Bolsonaro en las calles, que hubiera sido lo ideal para que por fin pague por sus crímenes. Aun así, no es poco que prácticamente toda la izquierda se haya unido en torno de Lula, quien tiene el respaldo de los sectores más pobres y parte de la clase media que no necesariamente se identificarían como “izquierda” o que más bien no están acostumbrados a involucrarse en las luchas políticas y sociales.

b) Milicianización de la vida social y capilarización del fascismo

Decir que Bolsonaro es fascista no es un mero insulto. Desde siempre, su proyecto era la construcción de un movimiento reaccionario de masas [ver “El neofascismo ya es realidad en Brasil”, https://www.brasildefato.com.br/2019/03/19/artigo-or-o-neofascismo-ja-e-realidade-no-brasil/], lo que fue potenciado en alianza con el fundamentalismo religioso (compuesto por amplios sectores, tales como el catolicismo conservador y el neopentecostalismo evangélico). El pánico moral en contra la población LGBTI+, la “denuncia” mentirosa de que en las escuelas enseñan a los niños el “gayzismo” y la perversión son un importante punto de apoyo. También el estigma en contra de las feministas (“en contra de la vida”) y de que el movimiento negro y popular en general dividen al país, que debería unirse bajo la consigna “Dios, Patria y Familia”, forman parte de ese imaginario que pudo dar capilarización al fascismo. Es muy distinto, por lo tanto, de enfrentarse a una derecha tradicional que puede incluso lanzar mano de esa retórica pero que no hace lo que los propios fascistas llaman la “guerra cultural”. Fue así que amplios sectores populares abrazaron al bolsonarismo. Sin embargo, el desgaste del gobierno Bolsonaro empujó a muchos de ellos a la oposición, aunque no activamente en las calles (hoy entre los electores evangélicos Lula y Bolsonaro se encuentran en empate técnico).

Esta capilarización del fascismo no se da solamente en el terreno de las ideas. Históricamente vinculada a las milicias en Río de Janeiro, o sea remanecientes de grupos de exterminio que ahora disputan con el narcotráfico el control de amplias áreas en este Estado. En estos barrios y en algunas ciudades del interior del Estado imponen su ley, extorsionan los negocios mediante un pago de una “tasa de protección”, monopolizan la venta y el fornecimiento de gas, luz, agua e internet. También hacen “puniciones ejemplares” contra quienes lo contestan o se portan fuera de lo que no estaría de acuerdo con su moral (uso de drogas o sexualidad, por ejemplo). En algunos lugares llegan incluso a reprimir las religiones afro-brasileras.

En el campo el problema no es menor. Aunque nunca haya habido paz en el campo, desde el Golpe en contra de Dilma las milicias de terratenientes y del agronegocio, muchas veces con apoyo activo de la policía, asesinan a líderes y lideresas sin tierra, ambientalistas, lo que tomó proporciones internacionales con el asesinato del indigenista Bruno Pereira y del periodista británico Dom Phillips en Amazonía.

El incremento del comercio y la posesión de armas fueron ampliamente favorecidos por Bolsonaro, quien siempre incitó a sus apoyadores a que compraren armas para “defenderse” y “garantizar la libertad”. De hecho, cuando era necesario hacer el lockdown, él dijo que si su gente pudiera estar armada como a él le gustaría ningún gobernador o alcalde tendría el “coraje” de imponer esa medida sanitaria. El aumento de clubes de tiro y licencias de porte de armas encendieron una señal amarilla para sectores del movimiento popular. En la última semana, un guardia civil, militante del PT en Foz do Iguaçú, conmemoraba su cumpleaños con su familia en un ambiente privado cuya decoración ostentataba los símbolos del Partido y al propio Lula. Un agente penitenciario bolsonarista invadió la fiesta armado y lo acribilló a balas. Bolsonaro aprovechó esta situación no para solidarizarse con la familia sino para decir que dispensa el apoyo de quien practica la violencia porque es la izquierda quien lo hace. Sin embargo, en las últimas tres semanas dos mitines de Lula (en Minas Gerais y Río de Janeiro) sufrieron ataques de militantes bolsonaristas. La tentativa es de intimidar y desmovilizar a la militancia.

Esa ola de violencia política no da indicios de freno y puede aumentar. Las preocupaciones por la seguridad de la militancia aumentan pues hay una baja preparación para enfrentar este tipo de situación y el bolsonarismo cuenta con el apoyo de amplios sectores de la policía, las Fuerzas Armadas y parte del Poder Judicial. Bolsonaro cuenta con ellos para desestabilizar el proceso electoral.

c) “Cerraduras institucionales”

La Constitución brasilera, otrora celebrada como “ciudadana” y “avanzada”, tuvo sus capítulos sociales completamente deformados por la derecha. Después del Golpe del 2016, impusieron el llamado “techo de gastos”, una medida que congela los gastos sociales por 20 años, acabando con la capacidad de inversión en asuntos sociales. Lula se comprometió firmemente a derogar esta ley, a la que incluso el FMI considera como una exageración en temas fiscales. Sin embargo, esto implicará un duro enfrentamiento con sectores del capital que ya tratan de hacer su terrorismo económico.

Además, recuperar la capacidad productiva del Estado sería fundamental para reeditar los mejores años de gobierno de Lula y Dilma. Sin embargo, Petrobras, Eletrobras y los bancos públicos están completamente desfigurados. La privatización de Eletrobras, responsable por un tercio de la energía del país, por su integración y distribución a las regiones más pobres, es un duro golpe. De muchas cosas se puede criticar y tildar a Lula, pero la falta de transparencia no es una de ellas. Desde su primera elección, en 2002, se esmeró por “respetar a los contratos”.

Por fin hay un sincero intento de hacer una gran bancada progresista, comprometida con los cambios. Pero hoy el Congreso se encuentra bajo el control de la derecha y el llamado “centrão”. El “centrão” no es de centro, sino que congrega a los representantes del clientelismo y del fisiologismo de todo el país. Tienen poder para inviabilizar a cualquier gobierno y negocian sumas millonarias con el gobierno para mantener esa red de clientelismo en sus regiones. Son ellos quienes decidirán el presupuesto del primer año de gobierno de Lula, si resulta victorioso, dado el ordenamiento institucional que tenemos.

Conclusión

Estos son algunos elementos que indican el reto que tenemos por delante. La situación internacional comporta dificultades y posibilidades, si logramos una buena unión de gobiernos progresistas en América Latina que puedan establecer relaciones bilaterales con el sur del mundo. Sin embargo, esto sería tema para otra columna.

La situación que vivimos en Brasil llevó a Lula, el PT y la inmensa mayoría del campo popular a buscar alianzas con figuras de la derecha, como el vicepresidente en la fórmula, Geraldo Alckmin –ex gobernador del Estado de São Paulo, ex opositor del gobierno de Lula y vinculado al neoliberalismo. Sabemos que la democracia está en alto riesgo en Brasil y esto no es poco. Sin embargo, las experiencias del segundo mandato de Dilma, y más recientemente de Boric en Chile y Fernández en Argentina, demuestran cómo se puede rápidamente perder apoyo social si se juega en el campo enemigo, o sea, si un gobierno pretendidamente popular aplica las políticas neoliberales.

Para reconstruir al Brasil no podemos errar. No podemos caer en la trampa neoliberal. Será necesario hacer grandes inversiones sociales para sacar a la gente de la pobreza, del hambre y del desempleo. No podemos pensar que basta con ganar las elecciones y mandar la gente de vuelta a sus casas. El bolsonarismo puede seguir siendo una fuerza política por mucho tiempo y estará siempre dispuesto a desestabilizar al país. Será necesario recurrir permanentemente a la movilización de masas. Como cantaba Patricio Manns hace muchos años “el triunfo está distante de sus manos todavía”. Sin embargo, es posible vencer. Y venceremos.