Rechazar es regresar
Rechazar es regresar. No se trata de regresar a un orden o armonía perdida, a los “buenos viejos tiempos” de paz, prosperidad y tranquilidad. Vamos a regresar, y lo que vamos a encontrar es un vacío, rodeado de un montón de ruinas. Porque lo que hemos vivido, ya hace más de 30 años, es el desarrollo de una crisis de largo aliento, cuyas consecuencias tóxicas se revelaron al desplomarse los débiles aseguramientos del orden social. Con los acontecimientos de octubre de 2019 estallaron en realidad dos cosas: por un lado, lo que quedaba de la menguada creencia en el modelo de modernización de la sociedad chilena; y, por otro, la confianza en las instituciones de una democracia sospechosa de haber traicionado su verdadero sentido de lealtad al pueblo.
La tesis básica de la modernización sostenía que el pilar fundamental para aumentar el bienestar de las familias de consumidores era el crecimiento económico y que este, a su vez, era una función entregada principalmente a manos de la empresa privada. Creación de empleos y creación de beneficios. Y he aquí uno de los motivos de la tragedia de ese plan providencial. El bienestar, que depende del acceso de la población a sistemas de servicios básicos, quedó atado a una capacidad adquisitiva de los empleos que no fue capaz de crecer lo suficiente para alcanzar unos mínimos dignificantes e iguales para la gran mayoría de chilenas y chilenos.
Al mismo tiempo, el proceso de engorde sistemático de los beneficios de las grandes empresas, y la concentración de la riqueza en reducidos grupos, volvió más odiosa las dificultades de las masas para alcanzar una prosperidad generalizada. La pildorita del mérito, la promesa profesionalizante de la universidad o el narcótico de la ilusión de ser “tu propio jefe” no lograron poner un velo suficientemente grande para ocultar lo evidente: Chile era un país económicamente injusto, con minorías con mucho poder acostumbradas no sólo a sus privilegios, sino a abusar de sus posiciones en la jerarquía social.
La gente tiene la idea, ingenua según algunos, de que el Estado es un órgano que representa los intereses de la mayoría y de todos, y que, cuando se haya fluidamente conectado de alguna manera a la sociedad, es democrático y, por lo tanto, legítimo. Bajo esa premisa, era razonable esperar que las promesas incumplidas de la economía de mercado fueran compensadas por el Estado, para que la sociedad no explotara como un polvorín. Pero la incapacidad de respuesta del sistema político (gobierno, Parlamento, partidos políticos, etc.) hizo más profundo aún el socavón abierto entre representantes y representados.
La política cayó en una situación donde el pueblo fue tratado como audiencias para las cuales se diseña un espectáculo en torno a las elecciones, donde las “medidas” son más importantes que los “programas” y los sondeos de opinión vienen a ser equivalentes a “lo que quiere realmente la gente”. Más allá de este artificio de marketing electoral, el poder público se fue capturando en las relaciones, cada vez más estrechas, entre los gobiernos electos y las élites que controlan los negocios, los principales medios de comunicación y la gran industria. Los “grandes” acuerdos eran “cocinas” que se hacían a espaldas de los votantes, y en la lógica de dar más poder al poder.
El gobierno fue tratándose como una cuestión administrativa pertinente a tecnócratas, bajo una lógica burocrática que copia las formas de gestión de lo privado y utilizando el Estado como caja pagadora de favores electorales. La desconexión hizo que gran parte de los políticos –que antes podían parecerse a tu vecino o que podías topártelos en el almacén de tu barrio– cambiaran su estilo de vida al de los ricos, y quisieran transformarse en celebridades. Los escándalos de corrupción desde los pinocheques (1991) hasta los casos Penta, SQM y Caval (2013-2015) no hicieron más que reafirmar la idea de que la política estaba sumida en un profundo descrédito, carente de toda probidad y sentido de ética pública. Las muestras de cinismo, banalidad, o de franca estupidez de nuestras y nuestros representantes, exacerbaron la decepción, la frustración y rabia de chilenos comunes y corrientes.
Muchos y muchas apuntaron, con razón, a que la Constitución del 80 (con las reformas y firma de Ricardo Lagos incluida) tenía harto que ver con estos problemas y crisis que se volvían más profundos y complejos. Su núcleo consistía en una visión del orden social donde la estabilidad y la presunta paz social se pagan al precio de hacer reformas inocuas, lentas y que se podían desactivar por organismos contramayoritarios (como el célebre Tribunal Constitucional). La impotencia de la política fue el resultado de un marco que colocaba un candado a cualquier proyecto político que deseara transformar el corazón económico social del sistema, o que quisiera repartir el poder de forma más justa.
Las concepciones conservadoras contenidas en la Constitución ochentera fueron volviendo irrespirable este país para todos quienes querían reivindicar un modo distinto de ser familia, experimentar su género, gozar de derechos reproductivos y soberanía sobre sus cuerpos, expresar y vivir acorde a sus identidades culturales, etc. El individualismo chilensis sólo alcanzaba para el consumo, no para definir un proyecto de vida y valores propios.
Al mismo tiempo, las mediaciones sociales, escuelas, juntas de vecinos, sindicatos, fueron volviéndose cada vez menos relevantes, y el lazo social se hizo mas débil. La contracara de la promesa de un chileno de clase media alta emprendedor, trabajólico, triunfador, gozador de la vida, prepotente y descortés en el trato, fue la radical extinción de la solidaridad, el abandono y soledad de los viejos y enfermos, la falta de tiempo para la familia, la violencia y abuso sobre las mujeres, la despreocupación absoluta por lo que pasa más allá de la reja de su jardín (el “mañana yo tengo que trabajar igual”). El “no le debo nada a nadie” mutó con las crisis a “sálvate solo”. La violencia y agresividad que se viraliza en escuelas, redes sociales, en los tacos automovilísticos, en el metro, en el seno del hogar, etc., y que se exacerbó con la pandemia, no es más que el resultado estructural de un orden social que ha fallado sistemáticamente en hallar respuestas a su proceso de descomposición.
Tal desequilibrio profundo en nuestra forma de vida generará una y otra vez estallidos y revueltas. No proviene de la “barbarie” de unas masas que han olvidado los valores fundamentales (¿cuáles?) y se han convertido en aquellos “lumpen-consumistas” que asediaron día y noche la ex Plaza Baquedano. Tampoco el odio y la rabia han sido propagadas por supuestas ideologías de clase, género y raza que, desde el resentimiento, vienen a buscar la revancha en nombre de todas aquellas identidades grupales históricamente invisibilizadas, excluidas y postergadas. La indignación de bienpensantes, socialdemócratas y centristas de toda laya alcanzó sólo para lamentar paraderos destruidos, los rayados contra carabineros y los restoranes siúticos que se clausuraron en barrio Lastarria.
El Chernóbil social sobre el que estamos parados es un proyecto de sociedad que nació después del Golpe militar y que resultó ser una carcasa institucional demasiado estrecha y miserable incluso para las propias promesas –incumplidas– de nuestro neoliberalismo. La represa que contenía el malestar se hizo añicos en 2019 bajo el peso de un costo, calidad y sentido de vida que se volvió inhabitable. No se puede esperar racionalidad, contención emocional y respeto del orden público de una gran mayoría endeudada, sin acceso a los mínimos de bienestar social, asolada por la delincuencia y el narco, ignorada y humillada por sus políticos, intelectuales y empresarios, irremediablemente desconfiada de sus instituciones, y con una perspectiva de futuro cada vez más estrecha.
No. El Rechazo no tiene ninguna propuesta para esta crisis. Se contenta con repetir vacuas consignas sobre la unidad social, el deseo de paz, la homogeneidad del pueblo chileno, etc. Su amarillo deseo de no retroceder no tiene problema en convivir con grupos y prácticas que reivindican abiertamente el clasismo, misoginia, xenofobia y exaltan el desprecio por la cultura democrática. No tienen problema en tener entre sus representantes personas que azuzan las pasiones más bajas, recurriendo a la divulgación de mentiras, a la denigración disfrazada de incorreción política, al troleo digital y ciberacoso de los adversarios, a especular a la baja con el descrédito político para obtener beneficios personales (tal como Trump en EE.UU. y todas las extremas derechas en el mundo). Contribuyen sin asco al deterioro del valor de la verdad en la vida social y la polarización de la convivencia con tal de que no gane el apruebo.
Una Constitución que deje satisfechos a todos es una improbabilidad cuando hay una resistencia histórica de grupos con alto poder económico, político y comunicacional para dar cabida a valores e intereses que cuestionan sus posiciones dentro de nuestra sociedad. Improbable es que esas “personalidades” del mundo intelectual, prohombres de la sociedad civil, políticos de trayectoria y representantes de gremios influyentes estén dispuestos a generar reglas del juego que les resten privilegios.
El consenso por el que tanto se clama es una ilusión cuando se considera que, desde la fractura del Golpe militar, unos chilenos viven un mundo muy distinto que otros chilenos, realidades sociales diametralmente opuestas y acorde a valores enfrentados. Y, sin embargo, la Convención dio a luz un producto que, lejos de ser perfecto, quiere hacerse cargo de nuestra crisis democráticamente. Un texto que siempre podrá ser perfectible y corregible como todo producto de una auténtica democracia que, por definición, no conoce lo perfecto y lo inmodificable.
No. El rechazo no muestra interés en mirar con sinceridad el orden social que están defendiendo. Dicen que lo que se presentó este 4 de julio de 2022 es malo para el país, pero ellos no se hacen cargo de la crisis de fondo. Se rehúsan a hacer el examen profundo de cómo es que llegamos a dónde estamos. Porque, en el fondo, nada estaba tan mal si ellos la siguen pasando muy bien. Entonces, ¿por qué cambiar toda esta prosperidad, este crecimiento, esta civilizada forma de organizarnos? ¿Por qué no regresar a ese Chile de la postdictadura donde vivíamos “en la casa de todos” con una falsa mueca de alegría consumista? Difícil no acordarse de la canción “Lo estamos pasando muy bien” de los Prisioneros. Ese debería ser su eslogan de campaña.