Walmart y su gusto por un desangramiento lento
“¡Estoy colapsada! ¡No puedo más! ¡Lo único que quiero es que llegue el viernes para que me echen!”, dice con vehemencia una cajera de nombre Sonia, según su credencial de identificación, en un instintivo intento por explicar los errores que ha cometido en pocos segundos durante el proceso de venta, lo que, por obviedad, ha ralentizado el avance la fila. Es un martes en un supermercado Lider de Avenida Irarrázaval en Ñuñoa y vivo el momento acompañado de mi mujer, quien hace pocos días también ha sido despedida (liberada, luego se explicará este calificativo) de la misma empresa. Angustia extrema podría llamarse la escena.
Desde que la multinacional Walmart, hace aproximadamente un año, comenzó a ejecutar en Chile su experimento de polifuncionalidad, externalización y automatización en sus procesos productivos la tónica ha sido la misma: gradualidad en las desvinculaciones, despidos a goteo, sin compasión, con total desapego y desdén. Si la decisión de la compañía puede ser cuestionable desde un criterio empresarial, desde un básico sentido humano el método resulta despreciable. Sin duda, los defensores ultra del modelo neoliberal validarán este modus operandi esgrimiendo múltiples razones administrativas, financieras, contables y “otros conejos a sacar desde un sombrero”, hay varios más elementos a tener en cuenta al momento de evaluar este procedimiento.
En los últimos meses, y pese a los esfuerzos y estrategias sindicalistas por frenar la situación, el proceso de desvinculaciones en la supermercadista norteamericana se ha ido intensificando fuerte y decididamente, lo que ha generado, como lógica consecuencia, un lúgubre ambiente laboral y humano.
Por una parte, a los trabajadores se les ha ido ocultando la imprescindible información respecto a sus próximos turnos con la anticipación de antes, para entregárselos a última hora, con la consiguiente y apremiante incertidumbre respecto al futuro contractual de la persona. “Me dieron mi horario para el próximo mes, estoy salvado al menos por ahora”, ha sido un comentario de alivio frecuente entre los pasillos de las tiendas en este periodo. En contrapartida, también han debido periódicamente “asistir al funeral” de sus compañeros, cuando estos han sido notificados que ya no siguen, con un genuino ademán solidario, afectuoso y empático hacia los caídos, pero al mismo tiempo esperando y temiendo, por dentro, las “exequias” propias, quizá en los próximos o tal vez mañana.
Días después del episodio descrito al inicio de estas líneas, acompaño a mi mujer al local en que hasta hace poco trabajaba por sus temas administrativos pendientes y se produce el previsible deja vú. Se encuentra ella con uno de sus ex compañeros (lo llamaré Raúl para resguardar su identidad), quien –con rostro apesadumbrado y aún vestido del azul institucional de los “Precios bajos siempre” en el sector de autoservicio, mira a un lado y otro, como un niño que teme ser descubierto en una maldad– confiesa: “llego todos los días con la guata apretada, me cuesta dormir y ando muy desconcentrado, cuesta mucho trabajar así. Las jefas ahora no me hablan mucho, siento que me esquivan, no sé, a lo mejor estoy muy perseguido... Espero que me fusilen pronto para terminar con esta agonía…”. Minutos más tarde, y siempre en la misma tienda, otra ex compañera la abraza con cariño y el libreto se repite con pocas variaciones, pero con otros datos brutales.
Por un lado, en las últimas semanas se han acentuado las “capacitaciones informales”. Esto significa que, en uno o más momentos de la jornada, las supervisoras se aproximan a los colaboradores para “pedirles”, con rostro gentil que, aparte de su propio trabajo, le enseñe en detalle a un operario externo recién integrado las funciones que el primero desempeña. Vale decir, ese mismo angustiado trabajador debe, además de todo, instruir a quien probablemente en los próximos días ocupará su puesto. Por cierto, ello sin pago por medio alguno. Y, como si fuera poco, ahora los que “aún quedan” han recibido una nueva orden: ya no pueden adquirir ningún producto que lleve fleje amarillo, aquellos que indican precios más bajos porque su fecha de vencimiento se aproxima.
En otras palabras, los actuales colaboradores de Walmart en Chile tienen prohibido comprar cualquier mercadería que esté en oferta, bajo el pseudo argumento textual desde las jefaturas de que “estamos ahorrando plata a los clientes”, como si el dinero de uno valiera más que el del otro, como si hubiera personas-clientes de una y otra categoría, como si a los seres humanos se les pudiera asignar categorías mayores y menores a antojo con absoluta insensibilidad, con fría inhumanidad.
Las evidencias indican prístinamente que así lo entiende y aplica a diario, sin asco alguno, la multinacional manejada por esa prestigiosa familia Walton, admirada y elogiada por sus acciones “solidarias” al traer al país el avión Supertanker para combatir un incendio forestal hace unos años o sus “donaciones” a la Teletón. Al salir del lugar, le pregunto a Marina qué siente; exhala humo de su cigarrillo y me dice “en total libertad, a salvo de una esclavitud”.
Cuando desde la disciplina de los recursos humanos y la sicología laboral se habla de conceptos y objetivos como optimización de los procesos y gestiones, satisfacción en la experiencia de compra en los clientes y productividad en el rubro del retail, se suele ligar directamente lo anterior con la necesidad de contar con condiciones de armonía interpersonal, con un sano clima laboral, con certidumbre y valoración de parte del empleador hacia sus colaboradores.
Pues bien: aquí Walmart se ha empeñado en hacer todo lo contrario. En un país herido, en que hombres y mujeres de distintas edades atravesaron, con la camiseta puesta, las calles en tardes y noches violentas durante el estallido social para llegar a cumplir con su labor, y luego enfrentaron las desconocidas inclemencias de la pandemia a pesar del temor al contagio para estar al pie del cañón en el supermercado y así salvaguardar el abastecimiento de las familias chilenas, no es justo ni aceptable que se les pague así.
Independiente de que la razón de los despidos –“necesidades de la empresa”– esté siendo reciamente cuestionada en lo jurídico en distintos tribunales del país, con no pocos casos fallados en favor de los desvinculados, más allá de que los nuevos colaboradores de Walmart Chile sólo sean provistos por parte de varias empresas externas y no contratados para que así la cadena pueda evitarse, no sólo el pago de las leyes sociales, sino también esa tan incómoda sindicalización para la compañía, estas historias de personas de carne y hueso no pueden pasar por alto, no merecen permanecer ignotas.
Se ha tratado abiertamente de un desangramiento lento, de un eterno fusilamiento falso (aquellos propios de las guerras y las dictaduras), como si esto fuera algo disfrutable para las cúpulas de la multinacional. Se ha tratado de una masiva tortura laboral, sicológica y física para miles de chilenos. Un tormento gradual, a gotas, como para que duela más. Se ha tratado y se trata aún de una clara demostración de insensibilidad humana. Cuesta aceptar que esto suceda en el país natal de Lucy Ana Avilés, la esposa chilena de Benjamin Walton, el jerarca de Walmart.
Dudo que ambos desconozcan esta realidad. Cuesta no relacionar estos perversos procedimientos con la larga y comprometida carrera de Manuel Avilés Mejías, padre de Lucy Ana, en CEMA Chile, la DINA y la CNI. Quizá esto último pudiera sonar exagerado para algunos, pero resulta inevitable cuando se busca encontrar explicación a tanto, tan injusto y desproporcionado abuso y desprecio por la dignidad de las personas.
Cuando alguien que lea esta columna advierta yerros injustificados, confusiones o demoras excesivas durante su atención cuando va a comprar a un supermercado Lider, no explote contra esos trabajadores, no los culpe, no es responsabilidad de ellos. En esa extraña mixtura e incómodo ambiente, los unos aún no saben desempeñar adecuadamente su labor por falta de una capacitación profesional y seria, mientras que los otros están en medio de una tétrica agonía cotidiana. Al menos de eso, yo dejo constancia.