Cien años de soledad

Cien años de soledad

Por: Leonor Lovera | 25.06.2022
Cien años han pasado, Teresa, y seguimos sin ser aptas para señoritos. Porque las distancias temporales, los límites que separan a una época de otra, tampoco son tan claros cuando las historias vuelven a repetirse.

Llegué a Teresa Wilms Montt, la escritora chilena de principios del siglo XX, cuando iba en el colegio, por recomendación del profesor de Historia, a través de la película de su vida, Teresa, protagonizada por Francisca Lewin el año 2009. Recuerdo haber llegado a la semana siguiente a comentarla, algo exaltada, con mis compañeros. Pero nadie la había visto. Tiempo después llegué a su escritura.

Esto de escribir desde la herida, en contraposición a lo que se lee en libros varios que circulan en la actualidad, muchos de ellos best sellers que rayan en esto de la superación personal, pero sin saber qué hacer con el dolor y lo opaco de la vida. Ahí aparecen los poemas de Teresa como una respuesta, siempre adelantada, a la literatura de autoayuda que anestesia el panorama cultural en la modernidad. Ella, en cambio, se sumerge en el dolor y hace algo con él: escribe. Eso la vuelve desafiante, espíritu que se capta también en su película, desde el trailer, donde se ve a Francisca Lewin personificada diciendo “Nací cien años antes que tú, pero te veo igual a mí”. Algo de eso quedó resonando en mi cabeza. Puede ser porque nací justo cien años después de Teresa, en 1993. Ella, de 1893. Pero sabía, en algún punto, que había algo más que el alcance de años.

En mayo de 1918, Teresa publicó su libro En la quietud del mármol, en Madrid. En dicho momento, se la presentó como una femme fatale, por un hombre (por supuesto) de nombre Gómez Carrillos, que escribe una nota de prensa en la que parte destacando a la autora por sus aptitudes como escritora, pero rápidamente se le escapa “esa trizadura epocal machista y triste en lo que se refiere al asunto sexo-género”, en palabras de Julieta Marchant en Poesía Reunida de Teresa Wilms, de donde es extraída la nota de prensa también: ¡Teresa!... ¿o Thérese?... ¡Y de la Cruz! Y sin que ella lo piense, sin que ella lo quiera, detrás de la cruz, el diablo. Porque ahí está, para nosotros, pobres hombres sensibles, el compañero malo de San Antonio, con todas sus tentaciones y todos sus halagos. Más ella sabe decir a los que se le acercan pidiendo una limosna de labios: “Che que somos compañeros”. Y es cierto… Esta mujer que lleva a cuestas la maldición de su belleza no es sino una escritora, una gran escritora que si fuese hombre y tuviese barbas formaría parte de todas las Academias y llevaría todas las condecoraciones. Sólo que, ¡ay!, es una mujer, y es lo más bonito de las mujeres. ¿Quién no ha estado enamorado de ella?

En mayo de 2022, un académico que me hizo clases cuando estudié Sociología me enuncia, con nombre y sin justificación alguna, en una clase de Teoría para alumnos de pregrado de la misma carrera, destacando que yo escribía columnas, pero sólo como antesala para posicionarme como una mujer hipersexualizada. Y, de esta manera, asociar esa “hipersexualización” a la población lgbti+. Este comentario no se dio en Madrid como la presentación del libro de Teresa, pero sí fue emitido en un mismo mes (pareciera que mayo estimula el pensamiento flojo) y por un español, a partir de fotos que he hecho para algunos fotógrafos, valga la redundancia. Y acá me quiero detener, porque cuando hablamos de sexualización en la cultura y del fomento de imágenes como mediadoras de las relaciones sociales, no podemos no hablar de la matriz heterosexual.

Efectivamente, se ha registrado una expansión del cuerpo atractivo y sexual desde el siglo XX “a través de las industrias visuales (mediáticas) que ofrecen el consumo del sexo y la sexualidad en forma de imágenes: desde la publicidad, el cine y la televisión hasta la pornografía”, según la socióloga Eva Illouz en su último libro, El fin del amor, quien, además, manifiesta que desde los años 60 en adelante habría una mayor exhibición de la desnudez y la sexualidad en la industria cinematográfica y en la televisión, en donde la exhibición de los cuerpos de mujeres ha sido desproporcionalmente mayor al de hombres. Pero esta caracterización se queda incompleta si no mencionamos que detrás de las industrias visuales que fomentan la exposición de las mujeres se encuentran como dueños y gerentes los hombres. Por lo que son ellos los principales actores que instalan estas pautas culturales.

Entonces, cuando se habla de lo “otro hipersexualizado”, “lo otro mujer”, “lo otro lgbti+”, no es por fuera de la masculinidad heterosexual, porque son ellos los principales generadores y consumidores de este mercado y dinámica social. Sin ir más lejos, todas las fotos que he hecho, en donde mi cuerpo adquiere mayor protagonismo, han sido para el lente de hombres heterosexuales. Me pregunto si a ellos se les señala como hipersexualizados por fotografiar a modelos desnudas o semidesnudas. Y es un hombre heterosexual el que se pega el comentario. Hombre que veía mis fotografías, por lo que no está exento de esta cultura sexualizada donde ellos entran como espectadores y evaluadores. Es así como en casi cien años de la triste presentación machista que se hizo del libro de Teresa, podemos decir que el cuerpo de las mujeres sigue siendo el campo de batallas.

Por otra parte, es conocida la amistad y romance que hubo entre el poeta Vicente Huidobro y Teresa Wilms Montt. Al respecto, voy a contar una breve historia. Hace poco, mientras buscaba un bar con un grupo de amigas, cerraron mi paso dos chicos que me ofrecieron sentarme con ellos. Les dije que les consultaría a mis amigas como una forma indirecta de decirles que no. Cuando logro dar con un lugar, ellos se vuelven a acercar insistiendo en su afán. Esta vez acepté e hice que se sentaran con nosotras. Durante la conversación, me voy enterando que uno de ellos es descendiente de Vicente Huidobro. Resultaron ser chicos que jugaban a ser cultos. Si hasta de Pedro Lemebel me hablaron, cosa poco común en esas calles de Providencia que, a esas horas de la noche del sábado, se deja atrapar por la efervescencia juvenil, y nada muy profundo suele salir de ahí.

La noche avanzó y los dos amigos nos invitaron a continuar la conversación en el departamento que compartían. Del grupo de amigas, fuimos dos. No se podía rechazar la posibilidad de continuar el diálogo que rozaba lo cinematográfico, la literatura y la cuestión social. En el camino al departamento, el familiar de Vicente, a quien llamaré Huidobro, me empieza a hablar de la relación de su familiar con Teresa, para lo cual remarca, con especial énfasis y con aires de distanciamiento, que “Vicente fue un conchesumadre con Teresa”, haciendo alusión a que le dio el (no) lugar que algunos hombres les dan a las mujeres que consideran ilegítimas. Y Vicente no habría sido la excepción a la regla, según su descendiente.

En el departamento, la conversación giró en torno a él y su posición crítica ante su “familia facha”, en torno a él y sus estudios de economía en el extranjero, en torno a él, a él, a él. Su ensimismamiento sólo fue interrumpido por su amigo que quebró el relato con música, y así dio paso a que el goce de Huidobro se deslizara más allá de su historia y se conectara con lo que estaba pasando en ese momento, con su fijación del momento. Porque hay que mencionar que mientras hablaba, el muchachito no quitó ni un segundo la mirada de mí. Había tensión, y pareciera que tantas palabras emergían como una manera de controlar su deseo. Pero la música siempre puede más.

Primero fue su amigo el que empezó a bailarme mientras yo seguía concentrada en la historia. Pero terminé accediendo al baile. Al rato estábamos los cuatro bailando y apenas su amigo se distrajo por un momento, el Huidobro se me lanza para liberar toda esa tensión sexual que estaba contenida en ese relato compulsivo de su historia familiar.

El deseo se enredó entre el baile, los besos, las miradas, los silencios. Hasta que se enteró que yo no soy una mujer convencional, que mi historia no responde al ordenamiento sexo-genérico tradicional. Ahí se dio paso a otro tipo de silencio. Al silencio del quiebre, en donde las miradas ya dejan de encontrarse. Porque tienen que desviar la vista como una forma de negar aquello que ellos mismos buscaron. Recordar que fue él quien me buscó no una, sino que dos veces. Porque hasta ahí les llega la revolución, compañeros (porque hasta de revolución me habló esa noche), hasta que su deseo se ve interpelado. Ahí ya no gusta. Ahí dejan de ser progres. Porque es fácil ser inclusives cuando se trata de tolerar a “otros”. Esos “otros”, siempre extranjeros, siempre ajenos a ti. Pero cuando se difumina el límite de la diferencia, se comprueba que esos otros somos todos a la vez; que las diferencias tan absolutas no se dan en el campo de lo social, y mucho menos de lo sexual; que no se trata de categorizar, sino que de desear. Y en el deseo, no hay límites claros.

Esa noche nos quedamos en el departamento. Yo dormí con mi amiga, quien me contó las impresiones idiotas que tuvo este sujeto sobre mí después de lo sucedido. Me dormí con esa información. A la mañana siguiente, sólo nos recibió su amigo. Le pregunté por Huidobro, y me dijo que seguía durmiendo. Así que, sin pedir permiso, me metí rápidamente a su pieza para decirle un par de cosas antes de marcharme. Ahí estaba, echado a la altura de mis pies, lo que le daba un tinte de derrota. Y, desde las alturas de mis tacos que me elevaban hasta el Olimpo, lo miré hacia abajo para decirle: “Ayer me dijiste que Vicente Huidobro fue un conchesumadre con Teresa. Déjame decirte que no te veo muy distinto a él. Si hubieses coincidido con Teresa, no me cabe duda que tú hubieses sido exactamente igual”. “¿Me estás diciendo que soy un saco huea?”, me pregunta, queriendo encontrar respuestas. Pero no me muevo desde las certezas, más bien desde la duda y la sospecha. “No lo sé”, le respondí. “No te conozco”. “Más bien te dejo la pregunta por ese familiar al cual tan mal te refieres, con aires de superación. Pregúntate, ¿qué tan distante estás de él? Porque desde acá, no veo mucha diferencia”. Me di media vuelta y me fui.

Cien años han pasado, Teresa, y seguimos sin ser aptas para señoritos. Porque las distancias temporales, los límites que separan a una época de otra, tampoco son tan claros cuando las historias vuelven a repetirse. Hay algo atemporal en el trato que le dan los hombres a ciertas mujeres que se fugan del lugar asignado, y siempre limitado, culturalmente. No es casualidad que las historias plasmadas en este texto están todas atravesadas por las acciones y comentarios de hombres hacia nosotras. Es tan pobre y mezquino el lugar que nos designan. Son tan pobres ellos al ubicarnos en el lugar de mujeres ilegítimas; lugar que se va corriendo, pero sigue existiendo. Seguro mañana serán otras las que lo ocupen.

Pero saber que hubo otras que habitaron los márgenes opacos de la exclusión y la negación, lo hace todo menos solitario. Otras como Teresa, que bajo el rótulo de ninguna bandera, se dejó llevar por sus impulsos. Su contrario hubiese sido la muerte en vida y, escapando de esa muerte, se llega a la misma.

Porque hay que estar un poco dispuesta a morir para entregarse a la transgresión de los límites de lo imaginable, sobre todo siendo mujer. Es morir una y mil veces, de muchas formas, para la familia y la sociedad. Es no poder pertenecerse a algo o a alguien, haciendo de la vida un camino desértico, siguiendo la analogía de Clarice Lispector, quien confesaba que la vida la había hecho pertenecer de vez en cuando, como si lo hiciera para darle la medida de lo que pierde cuando no pertenece. Y cuando perteneció, fue como beber con ansia los últimos tragos de agua de una cantimplora, para luego seguir con sed y continuar caminando por el desierto.

Esa sed que también se cuela en la poesía de Wilms Montt: “¿Para qué me diste de beber en tus labios el licor de la vida, si habías de abandonarme todavía sedienta?”. Y desde la sed escribieron, dándole así una narrativa a sus existencias, en tiempos donde no la había.

Quizás de ahí que estas mujeres devienen en poetas y escritoras, siendo esa una forma de pertenecerse también. Y nos dejan su escritura, que emerge como un pozo de agua en medio del desierto. Porque cien años han pasado, y nuestros actos siguen siendo medidos por la estrechez mental-patriarcal, y de corazón, de esos hombres que son todavía niños. Pero “no me importa el mundo ni la mediocre balanza que pesa mis actos; pocas son las almas que han amado, gozado y sufrido como yo”, dice Teresa Wilms Montt (1893-1921).