Boric, una revolución sin canciones

Boric, una revolución sin canciones

Por: Jorge Morales | 21.06.2022
No necesitamos un mandatario joven que gobierne a la antigua; no necesitamos un nuevo Lagos. Necesitamos la audacia que rompa el inmovilismo que el estallido social reventó sin misericordia.

Un mes después de haber sido elegido Presidente, Gabriel Boric citó en un tuit a Iñigo Errejón, el ex dirigente de Podemos, uno de sus referentes en la izquierda española. Boric destacó unas líneas del libro Con todo: De los años veloces al futuro, donde Errejón señalaba que “los revolucionarios se prueban cuando son capaces de generar orden. Un orden nuevo (…) que dé certezas y que incluya también a la mayor parte de quienes estaban contra él”. Un poco más abajo, el actual diputado español de Más País agregaba que la prueba más radical de los revolucionarios no era asaltar el palacio de gobierno (el paradigma dorado de la izquierda desde Lenin) sino garantizar que al día siguiente se recogiera la basura.

Hay cierta ironía que sea justamente el “orden” el mayor dolor de cabeza del gobierno de Boric y la vara con la que ha medido su gestión desde que lo inició. La derecha política y mediática encontró el flanco perfecto desde el cual atacarlo sistemáticamente sabiendo la poca capacidad de maniobra de un gobierno cuyos integrantes -en el discurso al menos- siempre han estado más cerca de quienes luchan contra el Estado que del Estado mismo.

Es difícil para Boric y la generación que llegó al poder desde las marchas estudiantiles pasar tan rápido de ser reprimidos a reprimir o -para decirlo de un modo elegantemente elusivo- tener la obligación constitucional de mantener el orden. Paradojalmente, ahora ya no pueden empatizar con los oprimidos cuando eres (y te consideran) su principal enemigo.

Es por eso, por ejemplo, que se pasó de respaldar la causa mapuche a militarizar de nuevo la zona de conflicto, la misma política represiva que tanto criticaron a Piñera. Más allá de la contradicción, la pregunta correcta no es tanto si los hechos de violencia de la Araucanía ameritaban una respuesta de esa magnitud (que, visto los antecedentes, no parecía dejarles muchas alternativas). La pregunta correcta es por qué no tenían nada más para ofrecer. Nadie esperaba que Boric fuera a resolver en tres meses lo que ningún gobierno ha resuelto en 200 años, pero era de esperar que tuvieran trazada una estrategia que diera cuenta de una sensibilidad, una comprensión y un tratamiento diferentes, una acción mucho más audaz y heterogénea que la de sus predecesores.

Desgraciadamente, el plan “Buen vivir”, elaborado a la rápida al “calor” de la contingencia, contempla una serie de medidas recicladas que no han “calentado” a nadie. Si a eso le sumamos, el peor debut en sociedad de la ministra del Interior, Izkia Siches, cuya visita al padre de Camilo Catrillanca, el comunero mapuche asesinado durante la Presidencia de Piñera, demostró que las buenas intenciones no bastan y pueden incluso ser repelidas, simbólica y literalmente, a balazos. Y es que Siches tuvo la arrogante ingenuidad (marca registrada del gobierno) que podía recorrer sin permiso Temucuicui, un territorio que, en la práctica, es autónomo de Chile y donde las fuerzas del Estado, que ahora ella representa, tienen vedado el paso.

En ese sentido, Boric tuvo la lucidez de anticiparse a estos problemas leyendo las reflexiones de Errejón, pero la candidez de pensar que el verdadero reto era gestionar administrativamente cosas como el aseo y ornato público, cuando, en realidad, uno de sus mayores desafíos era gestionar políticamente un polvorín en el sur de Chile.

Lo que realmente se espera de Boric es algo de lo que decía Errejón, pero que el español daba por sentado: ser revolucionario. Esa palabra que Boric tiene prohibida de su léxico para no regalarle a la derecha la más mínima posibilidad de que se le compare con Nicolás Maduro, palabras más palabras menos, es la razón de su triunfo. Porque, si bien la campaña nunca prometió una ‘revolución’, la promesa de los cambios estructurales es exactamente eso.

Pero hasta ahora lo más revolucionario que ha mostrado Boric es andar sin corbata. Esa fresca rebeldía que irradiaba su figura por defecto, partiendo por su juventud, pareció manifestarse en cómo dispuso sus piezas en el tablero. El gabinete paritario, un equipo de excelencia de ministros y ministras con credenciales progresistas, con una voluntad de despercudirse de todas las trabas y compromisos que inmovilizaban la acción gubernamental, fueron elementos valiosísimos del cambio de timón. Sin embargo, hasta ahora, esa voluntad no se ha materializado en nada.

En otras palabras, cuando Boric dice “vamos lento porque vamos lejos” habría que aconsejarle que diga al menos hacia dónde se va. Cuando la meta es etérea, cuando las generalidades ensombrecen las particularidades, cabe la posibilidad de que la realidad tome el control. Si la delincuencia, el narcotráfico y la violencia de la Araucanía es el único barómetro para medir la acción del gobierno, no es sólo producto de que los hechos te arrastren a centrarse en ellas; es también porque el Ejecutivo no ha mostrado ni grandes proyectos que hagan soñar ni pequeños planes que mejoren la vida.

Es cierto, hay que repetirlo, van sólo 100 días, pero hasta ahora no hay un estilo ni una impronta que los distinga. El carisma que luce Boric no es capaz de mitificar su proyecto político, ni de contagiarlo a su gabinete ni a sus dos coaliciones. De ser una revolución, esta es una revolución sin canciones. Un programa ambicioso, cerebral, sin sangre en las venas, que parece depender única y exclusivamente de la futura Constitución que, como todos sabemos, su aprobación en el plebiscito de septiembre es incierta.

Es un hecho que Boric tiene que ser esa figura republicana e institucional que dé confianzas, pero también tiene que ser ese rockero con tatuajes que sus camisas largas ahora quieren ocultar, y que sólo esa cerveza prodigiosa con el Primer Ministro de Canadá, Justin Trudeau, que hizo subir su popularidad como la espuma, le permitió volver a exhibirlos.

Por supuesto, es emocionante ver a un Presidente que se desenvuelve con tanta prestancia y frescura en su viaje a la Cumbre de las Américas sin dejarnos con vergüenza ajena como lo hacía Piñera, o ver cómo este primero de junio en la Cuenta Pública hable con tanta elocuencia sobre el futuro, citando con honesta sensibilidad en su discurso a una poetisa transgresora como Stella Díaz Varín. Y, sin duda, es un signo de los tiempos ver a un gobernante que esté consciente de sus errores y que los reconozca (ojalá cada vez menos, claro), que sepamos que tiene un trastorno obsesivo-compulsivo y no nos importe, y que nuestros padres le griten “hijo” con cariño…

En fin, todo eso que ya sabemos. Pero esa confianza y admiración que se ganó durante la campaña, incluso superando una acusación de acoso que la extraordinaria operación amnésica del feminismo oficialista hizo desaparecer, se puede perder fácilmente. Si no, que lo diga Izkia Siches, que ha ido mermando tanto su capital político que hoy no queda casi nadie que tenga plena confianza en ella, con la única excepción del mismísimo presidente Boric, que la puso ahí y la sigue respaldando (por el momento).

El año 2005, en una función del festival de cine de La Habana, mientras estaba viendo un film argentino cuyo nombre y argumento no recuerdo, quedé impresionado con los gritos de asombro de los espectadores cubanos cuando en una escena de un supermercado se mostraban los anaqueles desbordando de carne. En un artículo que escribí poco después, relataba este mismo hecho y concluía que la revolución cubana podía luchar y hasta vencer a todos sus adversarios, pero aun así la realidad seguía siendo su peor enemigo; la realidad era “reaccionaria”.

Mientras la revolución de Boric siga siendo sólo una promesa que ni siquiera se encarne en fracasos (es mejor perder que ni siquiera haberlo intentado), mientras le preocupe más ser respetado por los empresarios que restarles los privilegios que se ganaron impunemente durante años, el Presidente más joven de la historia envejecerá más rápido que un tuit.

No necesitamos un mandatario joven que gobierne a la antigua; no necesitamos un nuevo Lagos. Necesitamos la audacia que rompa el inmovilismo que el estallido social reventó sin misericordia. Necesitamos más hechos que principios, más acciones que palabras, menos declaraciones y más... revolución. Porque, parafraseando a la escritora húngara Agota Kristof, por más bella que sea una película no podrá serlo tanto como una vida feliz.