La secularización de la derecha
Revisando, diferentes diccionarios etimológicos coinciden en el significado de la palabra secularización. Viene del latín saeculum y significa “siglo”, “edad” o mundo, sin descomponer la palabra ni en prefijos ni en sufijos, lo que sería mucho.
En todos los casos lleva adherido un sentido de temporalidad que podemos ver, por ejemplo, en la célebre in saecula saeculorum: “por los siglos de los siglos”. Pero también indica una relación con lo mundano, es decir con permanecer en el mundo, con estar aquí, en el hoy y no considerar más la trascendencia: ajustarse al momento, desasirse de cualquier fijación con el pasado, el mismo que, por no presentarse, ya no existe, viéndonos urgidos entonces a un nuevo compromiso con la actualidad; con la inmanencia para ocupar un lenguaje filosófico más tradicional. En resumen, secularización podría entenderse como “mundanización”.
Hay muchas definiciones teóricas sobre este concepto. Una que me hace particularmente sentido es la del notable filósofo de la Escuela de Frankfurt Max Horkheimer, quien la indicó como la “pragmatización de lo religioso”. Es decir, como un proceso mediante el cual lo que parecía tener explicación total desde un punto de partida absoluto e inmutable, comienza progresivamente a encontrar respuesta en la esfera de lo práctico, de lo cotidiano, sin tener necesidad entonces de recurrir a meta-relatos o razones sustantivas que le den soporte a creencias de cualquier orden: políticas, religiosas, en fin. Dicho de otra forma, lo que antes se codificaba universalmente ahora se procesa subjetivamente, de forma individual, dislocando la magia y un cierto esoterismo que presionaba por dar explicaciones completas sobre la realidad.
Sin embargo, quizás la mejor de todas las definiciones contemporáneas sobre la secularización nos la hereda el también gran sociólogo alemán Max Weber (fue quien llegó más lejos en el tratamiento del concepto por lo demás). En su conferencia de 1917 (El político y el científico), Weber dirá que la secularización es aquella zona en la que “no existen poderes ocultos imprevisibles que estén interviniendo, sino que todo se puede ―en principio― dominar mediante el cálculo”. En esta línea no hay referencia ni sometimiento a relato mágico alguno. La búsqueda, de aquí en más, pasa por lo que el cálculo puede indicar y los logaritmos vitales que logremos descifrar a partir de nuestra propia subjetividad. Se trataría también, en el genial lenguaje weberiano, del “desalojo de los dioses”. No más alfas, no más vértices explicativos de todo, no más factótums, no más significante amo.
Ahora, ¿por qué esta vuelta teórica medio enredada y vilmente resumida por mí?
Porque lo que hemos visto en los últimos días es algo así como una secularización de la derecha en torno a sus propios dioses: Pinochet y Guzmán. No obstante, la sideral diferencia con el proceso cultural que describen pensadores como Weber es que este fenómeno en la derecha chilena no obedece a un tránsito histórico lleno de elementos configurativos de una nueva época, sino a la identificación de una oportunidad, al colmillo afilado que renace después de haber estado casi muerta, aplanada por el tsunami de una ciudadanía o un pueblo que parecía haber volteado la historia hacia una zona donde los privilegios de la riqueza potencialmente deberían, ahora por norma constitucional, empezar a ser distribuidos.
Hablamos de una secularización forzada por el contexto y el oportunismo, o por aquellas y aquellos que sienten que, desalojando a sus dioses, se quedarán con el listón (como me dijo alguna vez el viejo Ángel Parra) que, en el fondo, nunca quisieron soltar por más que se pusieran la percha de “constituyentes”.
Para ser justos, esta secularización que se aleja de los amos originales, no es propia de la derecha y podemos verla atravesando los distintos sectores políticos a lo largo de la historia, en todas las latitudes y en todos los puntos cardinales. Sólo por dar un ejemplo, nada más hace un par de años, en Francia, Marine Le Pen al constatar que su padre, el colaboracionista nazi Jean-Marie Le Pen, le aportillaba su campaña de cara a la presidencial del 2012 producto de sus permanentes declaraciones fascistas, lo barrió del mapa destituyendo su reinado y sentándose ella misma en el trono del Frente Nacional.
Ahora, y volviendo a nuestra contingencia criolla, parece singularmente escandaloso y hasta ridículo (pero peligroso) ver cómo los más acérrimos defensores de la cultura pinochetista-guzmaniana se desencantan artificialmente de sus padres sin el menor de los pudores de cara a la consolidación del status quo que siempre los ha favorecido.
Esto es más o menos cercano al mito de la horda primitiva freudiana en la que los hijos asesinan al padre por ser un peligro para la consolidación del plan civilizacional. Con la diferencia de que, en este caso, no se trata de matar a los padres fundadores para abrirse a un nuevo momento en la cultura, sino que se les asesina para revivirlos de otra forma, en otro ecosistema que les es completamente desconocido y bizarro. Nada importa, hay que mantenerlos vivos haciéndolos desaparecer, aunque esto signifique pagar costos simbólicos enormes, donde el fin justifica cualquier medio si de detener una nueva Constitución se trata, y si hay que disfrazarse de demócratas o progresistas convencidos/as diciendo que la Constitución del 80 está biodegradada, pues bien, se dice y qué.
Vayan sólo unos ejemplos de hace pocos días. Marcela Cubillos (líder de campaña por el Rechazo en el plebiscito de 2020 y actual constituyente de Vamos por Chile): “La Constitución actual murió en el plebiscito pasado”. Javier Macaya (presidente de la UDI): “Yo doy por superada, por muerta, la Constitución del 2005, del 80 o como quieran llamarle”. María José Hoffmann (vicepresidenta de la UDI): “La actual Constitución está muerta. Y esa es una reflexión que hizo más del 80% de los chilenos que hablaron en el último plebiscito”.
No hay que ser muy brillante para leer que estos mensajes van dirigidos a votar por el Rechazo, porque “tranquilos, hay alternativas”. Estos ejemplos, entre muchos otros que han configurado una tendencia en la derecha frente al triunfo del Rechazo, demuestran que este sector cuando se ve acorralado recurre a su mejor arma: el pragmatismo.
Todas/os, de una u otra forma, han tenido un romance con el pinochetismo y defendieron la Constitución de Guzmán a fierro, hasta que la historia les indicó que ya no era recomendable ser tan transparentes en su conservadurismo. Sin embargo, ahora entienden sin mayor vuelta que, a la luz de que una instancia legítima como lo es la Asamblea Constituyente se encuentra debilitada, su prédica y representación debe ser la de jugar el juego democrático negando lo que son, lo que fueron, apuntando a un gran cambio para que nada cambie. Gatopardismo le dicen.
El sector que está por el Apruebo –y el que se reparte entre izquierda y centro-izquierda no con menor número de díscolos/as mediáticos que tensionan y taladran el proceso–, ha demostrado mucho menos capacidad de reaccionar. La secularización de la derecha los ha dejado impávidos mientras difunden encuestas para la generación de un imaginario psíquico-colectivo tratando de instalar la idea de un Rechazo ganador.
La tarea, para los que creemos en que una nueva Constitución, es identificar y dar respuesta al lenguaje cada vez más secularizado y paulatinamente exitoso de la derecha en torno al proceso constituyente. Sólo aquí, pienso, se nos muestra la plataforma para que otro Chile, de forma progresiva, despegue. Toca también volver a las promesas perdidas de cara a maximalismos sin destino, a la épica que, más allá de la utopía, proponga un tipo de país en realidad posible.
Ahí donde la derecha ha expulsado pragmáticamente a sus dioses, el sector, digamos, “progresista”, tiene que saber reencantar y volver a construir un relato en el que la opción del Apruebo sea inmediatamente vinculable a la idea de derechos sociales, de solidaridad, de justicia ancestral, paritario, de Estado protector más no por eso usurpador ni omnipresente, en fin, toda la caleidoscópica trama refundacional que debe, sin duda, tener una bajada política densa y contundente.
Se trataría, al final, de la lucha entre el desencantamiento utilitario y el reencantamiento urgente. Parece sencillo, pero aquí se juega un naipe completo y absolutamente determinante para el futuro en un momento político, cultural y social crítico que, y sin ningún afán de sembrar el terror de mi parte, definirá la historia de este país.