Lo intolerable como límite de lo posible en el proceso constituyente
La famosa paradoja de la tolerancia, formulada por Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos, afirma que la tolerancia sin límites conduce a su propia desaparición. En nombre de la tolerancia –afirma Popper– debemos reclamar el derecho a no tolerar la intolerancia. Recordé esto a propósito de un comentario realizado por Mario Marcel después de ser designado ministro de Hacienda del gobierno de Gabriel Boric. Marcel señaló en un tuit que deseaba ser inconformista y “contribuir a ampliar los límites de lo posible”.
Una manera de delimitar lo posible de lo imposible –al menos en términos ético-políticos– es distinguir entre aquello que estamos dispuestos a tolerar y aquello que nos resulta absolutamente intolerable. Dependiendo del asunto del que se trate, del propósito de la situación y de los intereses y necesidades comprometidos –los que pueden variar entre grupos y categorías de personas- no siempre la ampliación de los límites de lo posible parece ser la mejor alternativa, independientemente del alto grado de identificación que este eslogan genera entre los progresistas de todo el mundo. Cuando existe conflicto de intereses, la ampliación de las posibilidades de algunos puede reducir considerablemente las posibilidades de otros. Se trata de una situación muy común en el devenir de toda sociedad.
El diccionario de la Real Academia Española de la Lengua (RAE) entiende por tolerancia el “respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias”. Es decir, somos tolerantes cuando logramos respetar ideas, creencias o prácticas con las que no nos identificamos o, incluso, cuando estas nos resultan desagradables o repugnantes. En principio se trata de una virtud. Una sociedad abierta, por ejemplo, es aquella en la que el orden social se construye en la tolerancia de una diversidad de concepciones de la vida buena, asumiendo una interpretación ética, estética y epistémicamente pluralista de la vida en común. Ese pluralismo es una condición básica para el funcionamiento efectivo de una democracia. Sin embargo, no puede ser absoluto, pues generaría la situación paradójica descrita por Popper. Todo régimen de tolerancia instala sus propios límites para poder funcionar.
En su Tratado sobre la tolerancia, Michael Walzer distingue cinco regímenes de tolerancia, cada uno de los cuales especifica lo que se está dispuesto a tolerar y lo que no. Podemos resumirlos diciendo que la escala va de menos a más, esto es, de menor a mayor identificación, lealtad, compasión o empatía con aquel a quien se intenta tolerar.
La definición de la RAE corresponde al punto intermedio del esquema de Walzer. Es una forma de tolerancia que el autor denomina “estoicismo”. En ella se reconoce por principio que los otros tienen derechos iguales o equivalentes a los “nuestros”, aunque no nos guste nada el modo en que ejercen esos derechos. Antes de ese estadio, la escala de Walzer identifica dos grados inferiores de tolerancia. Al primero le llama resignación. Puede resumirse en la expresión “aunque desearía que no estuvieras aquí, me resulta más trabajoso combatirte que tolerar tu presencia”. En este estadio, la tolerancia es mínima. Apenas se distingue de lo que nos resulta absolutamente intolerable, es decir, de aquello que sí podría hacernos participar en una guerra, por muy alto que fuese el costo de la misma.
En el segundo nivel está lo que Walzer denomina “indiferencia”. Se trata de aquella actitud relajada del “me da lo mismo”, es decir, “entre que estés o no estés entre nosotros no tengo preferencia”. Es la tolerancia del extraño, de aquel o aquella con quien no tenemos vínculo alguno. Quien tolera de ese modo no tiene ningún interés por la existencia del otro y, por la misma razón, no se interesa en perseguir sus creencias o sus prácticas.
Después del estoicismo, Walzer identifica dos regímenes adicionales de tolerancia. En el cuarto grado de la escala se encuentra lo que el autor denomina “curiosidad”. Se trata de una forma de apertura hacia el otro, de interés por escucharlo y, eventualmente, aprender de él. La curiosidad nos vincula positivamente con los demás. Es el límite inferior de lo que llamamos comunidad. Finalmente, la forma más intensa de tolerancia es el “entusiasmo”. Tal vez no debería estar dentro de la escala, dice Walzer, pues es extraño decir que tolero lo que apruebo. Sin embargo, es la actitud que profundiza la curiosidad característica del estadio anterior. El entusiasmo por el otro no implica una plena identificación con él o con ella, no obstante conlleva una aprobación estética de su diferencia, así como la valoración de su identidad como manifestación de pleno desarrollo humano.
Si consideramos con atención los cinco grados de la escala de tolerancia notaremos que mientras más bajo es el rango de tolerancia más son las personas a las que estamos dispuestos a tolerar. La tolerancia alta, en cambio, se entrega a una cantidad más reducida de personas. No exigimos mucho a quienes toleramos con resignación o indiferencia, esto es, a aquellos con quienes nuestro vínculo es frágil. Exigimos más a aquellos que toleramos de manera estoica. Y mucho más a quienes nos despiertan curiosidad o entusiasmo.
En este sentido, serán menos las personas por las que sintamos curiosidad y entusiasmo (nuestra comunidad) que aquellas que nos despierten resignación o indiferencia (los enemigos y los extraños). Al revés, estaremos menos dispuestos a tener gestos de solidaridad, cariño o admiración por aquellos con los que nos identificamos menos –esto es, por quienes tenemos menos tolerancia– que por aquellos para quienes nuestra compasión, nuestra empatía y, por ende, nuestra tolerancia, son más altas.
Complementariamente, las expresiones de intolerancia serán más duras con aquellas personas a las que ofrecemos grados menores de tolerancia que con aquellas para las que desarrollamos más empatía e identificación. De este modo, en una misma sociedad existirán grupos y categorías de personas respecto de los cuales ejerceremos grados muy diferentes de tolerancia.
En contra de los discursos que promueven la construcción de una comunidad universal en la que todas las personas tendrían altas dosis de curiosidad y entusiasmo por los demás, en una sociedad cualquiera los prójimos no son todos iguales. En la práctica existen prójimos bastante más próximos que otros. Con ellos desarrollamos vínculos más exigentes y, a la vez, más protegidos, cercanos y compasivos. Aunque aspira a universalizarse, la comunidad, a diferencia de la sociedad, es siempre un fenómeno reducido y singular. Por eso no puede ser la comunidad –cualquier comunidad– la que dé forma a las instituciones. En una sociedad democrática –ética, estética y epistémicamente pluralista– las instituciones deben recoger la moral tenue que comparte un sinnúmero de actores sociales y la pluralidad de comunidades a las que ellos pertenecen. La tolerancia estoica es la clave de esa forma de convivencia y ella determina lo que en esa sociedad se sitúa más allá de la línea de lo tolerable.
El funcionamiento de la república democrática nos exige adecuar nuestras relaciones y vínculos institucionales al reconocimiento recíproco de derechos, esto es, como mínimo al régimen de tolerancia estoica que Walzer ha situado en el peldaño intermedio de su escala.
Es por esta razón que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe –en especial esta última– han insistido en la necesidad de promover la identificación ciudadana con las instituciones democráticas, haciendo viable de ese modo el funcionamiento de la democracia. Justamente, es el reconocimiento recíproco de derechos lo que nos permite gestionar políticamente los conflictos que son constitutivos de la vida social, sin necesidad de entrar en situaciones de guerra o imposición en las que prevalezca la ley del más fuerte. De este modo, quienes no piensan como nosotros pueden ser nuestros adversarios democráticos, pero no necesariamente nuestros enemigos.
La pregunta por lo que consideramos intolerable, es decir, la interrogación por los límites ético-políticos de lo posible, parece contextualizar buena parte de las reflexiones y acciones que la ciudadanía chilena políticamente activa está realizando en el último tiempo. El mejor ejemplo es la gran variedad de iniciativas populares de ley que buscaron recientemente el apoyo de la Convención Constitucional para ser incluidas en el articulado de la nueva Constitución. Todas ellas procuran trazar una línea entre lo tolerable y lo intolerable, entre lo que nuestra sociedad ha de aceptar como parte de la discusión y decisión política y aquello que ha de quedar fuera de la misma.
Existen quienes consideran intolerable cualquier limitación a la propiedad privada, quienes no toleran que se quite a los trabajadores la propiedad de sus ahorros previsionales, quienes piensan que no se debe aceptar poner algún tipo de limitación a la soberanía personal y autonomía sobre el propio cuerpo (incluidos el consumo de cannabis, la eutanasia y el aborto).
También existen quienes consideran que la Constitución debe garantizar el derecho a la vida en contra de cualquier forma de aborto o eutanasia. Hay quienes insisten en que los padres deben poder decidir sin limitación alguna el tipo de educación que han de recibir sus hijos. Otros, en cambio, piensan que es intolerable que los padres puedan privar a una niña o a un niño de la educación pluralista que da viabilidad al sistema político democrático. Algunos se pronuncian en favor de un Estado plurinacional, otros quieren preservar a rajatabla los símbolos patrios de un país que conciben como una nación unitaria.
Lo que algunos toleran con entusiasmo es, justamente, lo que para otros resulta execrable. Los límites ético-políticos de lo posible son en Chile una cuestión controvertida. Sin embargo, intereses distintos logran generar, a veces, una amplia convergencia en determinados temas. Uno de ellos es la libertad de conciencia (tanto política como religiosa) asociada a la separación de Iglesia y Estado. En esta idea coinciden aquellos que propician la libertad de culto en favor de sus propios ritos y prácticas religiosos y quienes, no teniendo ese tipo de creencias, prefieren que estas ocupen canales privados de expresión dentro de un Estado laico.
Una de las normas que resulta más útil para practicar la tolerancia es la de preferencia. Ella reconoce a cada cual el derecho a elegir entre alternativas que la legislación considera legítimas. El aborto libre, por ejemplo, no promueve la realización de abortos en determinadas condiciones, pero tampoco intenta evitarlos. Se trata de una norma que respeta la decisión de quien está embarazada, cualesquiera que ella sea. Sin embargo, las opciones disponibles se encuentran limitadas por el momento de la gestación y las condiciones en las que el aborto pudiera realizarse. Algo similar ocurre con el matrimonio igualitario. En este sentido, el rango de opciones que ofrece una norma de preferencia es siempre limitado. ¿Cuáles son esos límites? En cada caso nos encontramos con una discusión abierta respecto de lo que consideramos intolerable.
En el último tiempo se ha puesto de moda entre políticos y columnistas de algunos medios criticar muchas de las propuestas aprobadas en diferentes comisiones de la Convención Constitucional y, a partir de ahí, insinuar que sería escandalosa la existencia de un ánimo refundacional entre las y los convencionales. La necesidad de conservar determinadas tradiciones o satisfacer determinados intereses, así como eventuales consecuencias económicas negativas –buscadas o no– de las decisiones que se adopten, son esgrimidas reiteradamente como límites absolutos para lo que la Convención pueda decidir.
Se trata de discursos conservadores –peor o mejor fundamentados– que buscan mantener los límites de lo posible en el lugar de lo que resulta intolerable en el actual orden social. La posibilidad de reemplazar un orden por otro diferente –situando en un lugar distinto lo que consideramos intolerable– es presentada por estos columnistas y políticos como un atentado contra una ley no escrita. Atentado que, desde ya, sugieren enfrentar con una campaña de rechazo al texto constitucional que se nos habrá de proponer en unos meses más.
Lo más grave es que varios de esos autores dan a entender –sin mucho fundamento–que lo que una mayoría de integrantes de la Convención está buscando es construir un régimen de gobierno que nos imponga a todos una forma de vida por la que no nos hemos pronunciado, abandonado el pluralismo que caracteriza la vida en democracia. Sin embargo –e independientemente de algunas propuestas aprobadas en algunas comisiones que no cuentan con los dos tercios necesarios para formar parte del articulado constitucional– el grueso de las ideas que se discute en la Convención parece perfectamente compatible con la democracia.
Más aún, la mayor parte de esas ideas busca la ampliación y profundización de nuestro sistema democrático, aunque no coinciden necesariamente con las declaraciones de intolerancia que son del gusto de los sectores más conservadores de la sociedad chilena.
Podemos preguntarnos por el nivel de desigualdad salarial que estamos dispuestos a tolerar o por las condiciones laborales que nos parecen aceptables o por el nivel de concentración de la riqueza que es compatible con la democracia. En todos los casos una cosa parece clara: la nueva Constitución no podrá resolver por sí sola las enormes diferencias que existen en la sociedad chilena respecto al lugar que asignamos a lo intolerable.
Sin embargo, puede generar los mecanismos necesarios para que sea la política democrática la que resuelva los límites de lo posible en cada situación y en cada momento, sustrayendo esa decisión a los poderes fácticos y los discursos fundamentalistas que han ordenado a su gusto nuestro país a lo largo de su historia. En este sentido, parece interesante considerar la declaración de intolerancia que hicieron Los Prisioneros varias décadas atrás en una de sus canciones: “Estás llorando y no haces nada / Por comprender a nadie, excepto a ti [...] / Oye, no voy a aguantar / ¡Estrechez de corazón!”.