CRÓNICA| Fanáticos de Putin: Mis vecinos rusos
La facilidad de mi madre para entrar en confianza con sus vecinas es peligrosamente prodigiosa, dado el carácter de reunión social que posee el extendido ritual de regar el jardín o barrer la vereda. Y como a mi padre le fascina todo lo extranjero, se hicieron íntimos amigos a pesar de la dificultad del idioma.
En este punto huelga aclarar que Svieta solo hablaba de manera fluida en inglés. Oleg no hablaba, guardaba un mutismo severo y si acaso balbuceaba algo, lo hacía en ruso. En cuanto a Alex, si bien hablaba en un inglés y español precarios, se la pasaba trabajando fuera de su casa, de modo que mis padres solo cruzaban con él las palabras de buena crianza mínimas. Hola cómo está, muy bien gracias, hasta luego.
Rusos nada comunistas
Cuando pasamos aquella Navidad y Año Nuevo juntos, conocí un poco de sus historias. Eran rusos blancos. Es decir, no eran nada comunistas, todo lo contrario. Oleg había sido un trabajador de la industria militar rusa, integraba algún tramo técnico en la fabricación de submarinos. Svieta era profesora de inglés británico. Mi padre quiso saber más y fue directo: ¿habían estado con el Gobierno o en contra, durante la Guerra Fría, antes de la Perestroika? La negativa a entrar en detalles fue clara. Alex dijo: abuelo fue de KGB. Svieta interrumpió: ¡No!, no hablamos de eso. Y no dijeron nada más.
Lo cierto es que Svieta era ucraniana, Oleg de San Petersburgo, ambos superaban los 80 años de edad, se habían jubilado hacía tiempo, y habían decidido a emigrar a instancias de su hijo, que había logrado juntar una considerable cantidad de dinero haciendo negocios como empresario de bienes raíces, en la compra y venta de casas y terrenos. Alex era ingeniero comercial y fue él quien eligió como país de destino el glorificado país del exitoso experimento neoliberal, Chile. Eran pues, gente de derecha.
¿Mujeres chilenas?: Demasiado feministas
No entendí nunca muy bien cómo a pesar de todo eso, trabaron ese nivel de amistad con mis padres. Alex, que tenía alrededor de 50 años, estaba en declarada búsqueda de una esposa para tener hijos. Lo decía así de franco. Incluso decía que esa era la principal razón por la que habían huido de Rusia. No le gustaban las mujeres rusas. Bellas por fuera, decía. Pero tontas, nada en la cabeza, decía tocándose la sien con un dedo. Me pareció altamente chocante su manera de hablar. Me pidió que le presentara a alguna amiga soltera. Me hice el leso, no tengo, todas ya están casadas o separadas y con hijos.
Alex mide más de 2 metros de altura, es rubio y de ojos azules, y le gustaba ir al Costanera Center a comprarse trajes caros. Era sin duda un tipo con mucho para ofrecer, un futuro financiero asegurado, en fin, todo un buen partido, y no le costaba conseguir aventuras. No digamos siquiera pololas. Pero hasta donde supimos, con ninguna de las chicas o mujeres con las que salió, una o dos noches, se llevó lo suficientemente bien como para entablar una relación. No le gustaban tampoco las chilenas, decía sin asomo de pudor. Demasiado feministas. Cuando hablé con él aquella Navidad, lo dijo con todas sus letras: quería conocer a alguna prima mía. Quería una peruana. Una mujer más sumisa y cariñosa. Una mujer más conservadora. Colombianas no, todas putas, decía.
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Y así fue como terminaron yéndose al Paraguay, intuyo que guiados por esa misma búsqueda de Alex. Luego del estallido social del 2019, vendieron su casa y se marcharon. Antes, alcanzaron a intercambiar en esos días, opiniones sobre el devenir del país. Svieta no se pronunciaba, pero Alex estaba furioso. “Piñera es muy blando. Debe meter presos y matar a todos los que están destruyendo el país”. Mi padre le recomendó a mi madre mantener una más prudente distancia con la familia de su vecina y amiga. Ya con la pandemia declarada, llegaron los vecinos nuevos. Pero mi mamá siguió en contacto por WhatsApp con su amiga Svieta, y supo así un día triste del 2020, de su fallecimiento. Le contestó un escueto Alex: “mamá murió. COVID maldito”.
Sin embargo, la anécdota que para mí fue más significativa. En el verano del 2018, en diciembre, a una semana de la Navidad, el caballero Oleg se perdió. Salió una mañana con lo puesto, tras sostener una discusión con Svieta, y dejó sus documentos, billetera, todo. Al caer la noche ella lloraba abrazada a mi mamá. El vecindario entero se coordinó por WhatsApp para tratar de dar con el paradero de Oleg, un adulto mayor con principios de Alzheimer, que no hablaba pizca de español.
Me pidieron que usara mis contactos como periodista para dar la noticia. Alcancé a poner algo en redes sociales, una alerta más en el basto muro de Twitter. En una actitud desconcertante, Alex, sonreía relajado. “Papá está bien. Ya va a volver”, decía. Era como si supiera algo. Pasaron cuatro días, de un lunes a un jueves, hasta que apareció. Mi madre estaba junto a Svieta y a otra vecina amiga, en Carabineros, dejando la constancia por presunta desgracia. Ahí recibieron el mensaje de Alex: papá llegó, está en casa. Solo su barba crecida delataba el paso de las jornadas.
¿Dónde había andado? No supimos. Alex fue quien explicó que su padre había intentado llegar a la Embajada rusa, había tomado una micro, se había extraviado y había caminado siguiendo su sentido de orientación hasta reconocer el camino de regreso, durmiendo en plazas y alimentándose gracias a la ayuda de gentes caritativas en distintas bombas de bencina, accediendo también a los servicios higiénicos básicos. Nada más supimos. Nada más dijo. Fue Svieta la que agregó con una mezcla de orgullo y alivio. “Sabía que Oleg no iba a morir. Hemos sobrevivido ya a tantas cosas ¡hemos sobrevivido a Rusia! ¡cómo iba a pasar algo peor en Chile!”