CRÓNICA| La "suerte de no ser negro": La penosa cruzada hasta Antofagasta parte I
Casi no hay rastros de la peor cara de la migración en la Plaza Colón, Plaza de la Revolución, o el borde costero de Antofagasta. Esa que flagela con el abandono, la mendicidad, el vergonzoso desprecio supremacista racial del chileno; los niños usados como excusa para machetear.
Menos en Avenida Balmaceda, en el sector de barrio histórico, donde la “limpieza” también buscaba asegurar que la decena de carpas que estaban instaladas ahí, casi todas ellas ocupadas por familias venezolanas, no ensuciaran la patriótica celebración del 14 de febrero de 1879, fecha que recuerda la ocupación de Antofagasta por tropas chilenas.
Un grupo de esos “patriotas” quemó las pertenecías de una familia que se alojaba en las inmediaciones de playa Trocadero. Hacer justicia por mano propia, se está convirtiendo una tónica demasiado frecuente. Y eso provoca miedo en los migrantes y en los nacionales que se mantienen al margen para no meterse en problemas.
Tres días a pie
Me he comprometido a escribir esta crónica, pero no encuentro a sus protagonistas. Frustrado, me quedo sentado en las inmediaciones del muelle histórico, fumando un cigarrillo mientras pienso qué hacer. Ahí se me acercan Darwin y Alexandra. Ella está embarazada de seis meses. Él lleva a su hija de dos años en un coche maltrecho al que llevan atado, con una cuerda delgada, el perrito que adoptaron en Iquique.
Demoraron tres días en llegar a Antofagasta. La mayor parte del camino la hicieron a pie, otros trechos, trasladados por algún camionero o un particular que se apiadó de ellos. Quieren seguir su viaje al sur, pues a Darwin le han contado que hay trabajo como temporero y además porque no se sienten seguros en la ciudad. Pasaron por lo mismo hace unos meses, luego de la marcha antimigrante en Iquique que culminó con la quema de carpas y enseres de extranjeros que se había instalado en la Plaza Brasil.
En la ruta vieron a venezolanos, colombianos y ecuatorianos colgarse de los camiones. Algunos, no resistieron la incomodidad del viaje “pirata” y cayeron a la carretera, vencidos por el calor, el cansancio y la sed, apenas logrando refugiarse en la berma para no ser atropellados.
Me dicen que la gente los mira feo, con desprecio, que los han insultado varias veces desde autos, camionetas mineras y hasta buses, pero que igual tienen suerte porque no son “negros” y hasta pasan inadvertidos en muchas ocasiones. “A ellos si les toca duro, los atacan mucho por su raza” comenta Alexandra. Incluso, inconscientemente los “blancos” tratan de no andar cerca de ellos porque saben que son el “enemigo visible” de cualquier racista y de la policía, y eso no le conviene a sus intenciones de viajar tranquilos y lograr la meta de quedarse en Chile.
Sin lugar para los débiles
Darwin y Alexandra no tienen más de 30 años. Están desesperados por encontrar un albergue o residencia transitoria; las pocas que existen están llenas. Ninguna es del Gobierno o la Muni, se trata de iniciativas particulares a cargo de ONGs, juntas vecinales, parroquias, ollas comunes que operan con aportes de privados y algunas empresas. Así se canalizó la ayuda a los cientos de migrantes que hace unos meses repletaron el Terminal de Buses Carlos Oviedo de Antofagasta, por el aumento en la cantidad de personas que ingresaron al país unido a las medidas para comprobar contagios de COVID. El terminal colapsó y varios de los recién llegados terminaron acampando en las calles aledañas.
Los albergues tienen muy poca capacidad, no más de cuatro o cinco grupos familiares. El perro muerde la cuerda y un juguete de goma que era de la niña y que se convirtió en el favorito del quiltro. Llamo a mis contactos para preguntar dónde se podrían quedar mientras están en Antofagasta pues su intención no es permanecer acá. Para nosotros, el sueldo de un temporero es una miseria, para ellos es una pequeña fortuna que les permite soñar, superar todos los traumas y dificultades de un viaje que atravesó las trochas (fronteras) de varios países.
No puedo más que sugerirles que vayan a la residencia del Hogar de Cristo en calle 21 de Mayo y prueben suerte ahí.
Mis contactos en organizaciones que apoyan a los migrantes tampoco dicen mucho. Desde hace un tiempo vienen recibiendo amenazas de todo tipo, hasta de muerte, y se están marginando de hablar con los medios hasta publicar declaraciones denunciando estos hechos. El problema es que uno siente que, como suele ocurrir, ninguna autoridad hará nada hasta que un hecho grave ocurra. Como en la Plaza Brasil de Iquique, como le pasó a Bryan. Como puede pasar en cualquier momento cuando los ánimos están calientes y una simple discusión o un malentendido pueden terminar en homicidio.
Hambre, frío y preñez
Darwin y Alexandra hicieron un viaje de mierda que me es difícil entender. Son los parias, los últimos de la fila, incluso en Venezuela. Los coyotes cobran precios exorbitantes por dejarlos en algún paso irregular en las trochas.
Las ofertas para convertirse en “burreros” trasladando drogas están a la orden del día y muchos aceptan con la esperanza de obtener ese ansiado pasaje en bus, no tener que caminar más y traspasar las fronteras supuestamente sin problemas. Pasaron hambre y frío en algunos puestos fronterizos, esperando. A la gente de las aduanas y a las policías les dio lo mismo la preñez de Alexandra o que tuviera una hija pequeña: en todas partes, dicen, a los migrantes los miran como si fueran enemigos de una guerra imaginaria.
Ambos vieron cómo algunas mujeres, adolescentes y menores de edad, fueron violadas. Nadie recurre a la ley porque denunciar significa regresar a su país de origen. Otros hacen lo que sea para juntar dinero, incluida la prostitución, que también ejercen jóvenes y niñas/os, a veces forzados por familiares y amigos. Sufren abusos policiales, el peligro constante de ser agredidos y algunos hasta son asesinados por el simple hecho de ser extranjeros.
Parir en Chile
“Algunos hacen lo que sea para sobrevivir y eso somos, sobrevivientes” comenta Darwin con tristeza cuando le cuento acerca de la costumbre de las mujeres venezolanas de 'machetear' junto a sus niños. Me repite que ellos no usarían a su hija para eso, pero que entienden perfectamente por qué algunas familias lo hacen, con el profundo dolor que eso les provoca, con todos los peligros que hay en las calles.
Hay otros, los menos, que se las arreglan asaltando y robando lo que pueden, incluso a quienes caminan con ellos; muchos son adictos a la pasta base, “el único placer de los pobres” como le llaman algunos.
¿De qué tipo de realidad estás huyendo para someterte a todo eso? Darwin y Alexandra no me cuentan mucho, pero sí aclaran que acá en Chile, con tres lucas pueden comer bien, cosa que en Venezuela sería imposible. “Con cien pesos compramos un caramelo y la niña puede pasar toda la mañana sin hambre”, dice Alexandra.
Darwin cuenta que le ha llamado la atención cómo han sufrido abusos e insultos por parte de colombianos, peruanos y bolivianos que llevan más tiempo avecindados en el país, ya asentados con algún trabajo o emprendimiento, junto a sus familias, con hijos nacidos acá. De hecho, una de las ilusiones de Alexandra es parir en Chile, como una forma de asegurar su permanencia y acceder a los beneficios y la protección del Estado.
Un lugar donde vivir
Ambos son delgados, más de lo que deberían. La niña se ve sana. Me cuentan que se aseguran que ella tenga todas las comidas del día, aunque ellos deban restringirse. Han pasado hasta dos días sin otra cosa que pedazos de pan para aguantar el hambre. Dicen que la chiquilla puede tener un buen futuro en Chile, que han visto en las escuelas y liceos cómo los hijos de migrantes se han adaptado al país y esperan lo mismo para ella una vez que alguno de los dos tenga un trabajo estable, un lugar donde vivir y regularicen su estatus.
Ya les han contado que es un proceso largo, lento y burocrático, pero están dispuestos a hacerlo. A bancarse los insultos, las burlas, la precariedad. A dormir en playas y parques, a soportar enfermedades y el hambre con tal de persistir en ese sueño de establecerse, aunque entienden que la tierra prometida que miraban desde Venezuela, el país amigable, con oportunidades laborales, seguro y tranquilo, no era más que un espejismo.
Les ofrezco plata para que tomen una micro al Hogar de Cristo, pero la rechazan gentilmente. A ninguno de los dos les gusta machetear. Insisto, pero esta vez para que le compren algo a la niña. También declinan la oferta. Les repito las instrucciones para que lleguen al lugar donde espero, encuentren acogida. Ambos agradecen el gesto y se van caminando por la Costanera hacia el sur, con las mochilas que parecen roperos, la piel curtida por el sol y el cachorro caminando al lado del coche.
Lo que más me llama la atención, es que jamás la sonrisa se les fue del rostro.