Pornografía, violación y adulterio: Notas del enero feminista en Teatro a Mil

Pornografía, violación y adulterio: Notas del enero feminista en Teatro a Mil

Por: Elisa Montesinos | 21.01.2022
Dos obras muy distintas que pasaron raudas, como estrellas fugaces, por la cartelera estival metropolitana, hablan de una visión amplia y compleja de lo que es el arte comprometido con la causa feminista.

Molly Bloom, un monólogo sostenido por Gabriela Hernández en que se revisita la peculiar mirada de la mujer emancipada que propusiera hace más de un siglo el escritor irlandés James Joyce, y Stabat Mater, una performance-conferencia autobiográfica en que la actriz y directora brasileña Janaina Leite exhibe su intimidad como víctima de abuso sexual, y reflexiona junto a su propia madre, sobre las caras pornográficas y criminales del patriarcado. Dos obras que tuvieron apenas tres funciones en la cartelera.

Eso es lo que dura hoy por hoy una temporada. Una compañía no puede arriesgarse, tampoco la propia sala de teatro, a tener funciones con butacas vacías amén del pandémico aforo reducido. Estamos acostumbrándonos a que el público sea por lo tanto, principalmente un público preferencial, entendido, enterado, que maneja los códigos, que tiene lo que antes se llamaba “criterio formado”. No la masa, no el ciudadano de a pie, el desprevenido, el que precisamente puede ser sorprendido por una experiencia devastadoramente luminosa. El teatro en este formato le habla a sus convencidos, a sus feligreses, los que estamos atentos y amamos el ritual escénico.

Celebrando los 83 de Gabriela Hernández en el escenario

Así, tuve el privilegio de asistir al cumpleaños de Gabriela Hernández, actriz que merece todos los reconocimientos y que celebró sus 83 años en escena, interpretando a Molly Bloom en el Teatro de la UC, en Ñuñoa.

Gabriela fue dirigida en ensayos remotos, por zoom, por el director belga Jan Lauwers, quien escribió una reinterpretación del último capítulo de la canónica novela Ulises, del irlandés James Joyce. Una pieza de la literatura universal que se sigue estudiando como referente de la técnica del flujo de conciencia, una novela que sucede principalmente en la cabeza de sus personajes, Stephan Dédalus (alter ego de Joyce), Leo Bloom, y su mujer, la casquivana e infiel Molly.

El director belga quiso hacer un gesto y giro, trayendo a aquella Molly a la realidad contemporánea. Porque Joyce escribió y creó a este personaje femenino en franca relación o contrapunto con la Penélope homérica, que teje esperando el retorno de Ulises.

Molly Bloom: mujer valiente y empoderada

Molly Bloom nació en 1922; en aquella Gran Bretaña se publicó la novela. E insisto: nada de eso puede pasar desapercibido para un espectador entendido, hay que haber leído a Joyce o saber algo de todo esto para enfrentar la obra. Porque finalmente el monólogo de Molly, sus reflexiones y desvaríos, son parte de la obra de un hombre, Joyce la escribió. Detrás de Molly, es un hombre el que habla. Pero en escena vemos a una mujer valiente, desprejuiciada, franca, empoderada. Y la vemos como una mujer de nuestro tiempo por el hecho de hablar sin tapujos de sexo, por el hecho de tener un amante y de beber alcohol. Porque a pesar de ser mayor se atreve a mostrar un seno. 

No estoy hablando de Gabriela Hernández que, quiero ser majaderamente claro, merece mil aplausos de pie, una ovación cerrada por su magistral interpretación, haciendo gala no solo de su excelente estado físico y memoria, sino de toda su técnica teatral. Hablo de por qué elegir, para hablar de feminismo o del empoderamiento de la mujer, a un personaje femenino creado por un hombre del siglo pasado. Esa es mi pregunta. Porque si la obra quiere hacer que el espectador salga pensando en lo maravillosas que son las mujeres cuando se empoderan, cuando rompen ataduras, cuando enfrentan al machismo, pues creo que no lo logra. Más bien tendríamos que salir a preguntarnos por Joyce y su contexto, porque es ahí donde podemos comprender por qué Molly habla como habla y dice lo que dice.

Para construir a una mujer empoderada, Joyce la hace referirse constantemente al pene: que si su marido Leo lo tiene grande, que en cambio su amante tiene más semen, que por algo Dios nos hizo a las mujeres así, tan deseables para ellos. En fin. Para eso, en su misma época, cualquier personaje de Virginia Woolf nos dejaría más cerca del clítoris. Creo que la pieza nos entretiene, pero está lejos de ser una obra mínimamente feminista, pues el arquetipo que encarna Molly sigue siendo profundamente machista. Empoderarse no es sinónimo de tener amantes o de decir pene sin ruborizarse, eso estaba bien –y ni siquiera– para el 1900. Acaso lo que vemos es más bien el ejercicio de purgar todas las trancas que pudo tener un irlandés de esa época.

Purgar el trauma de la violación

En la otra vereda tendríamos a Stabat Mater, la obra de la brasileña Janaina Leite que también tuvo apenas tres funciones en el GAM, una obra que podría parecer más bien elitista por su quizás hermético título (que significa en latín “estaba la madre”), pero que resulta mucho más clara para un espectador lego, y aún diríamos que puede incluso ser didáctica y educativa para ese desprevenido que no sabe nada de teatro, aunque la estrategia sea más bien provocadoramente chocante. 

Stabat mater está en las antípodas de Molly Bloom, que es teatro clásico, o si se quiere tradicional, canónico y para entendidos, pues el monólogo de Molly es teatro puro y duro, un teatro que se sostiene en el texto que la intérprete encarna en escena, sin recursos escénicos o audiovisuales. En el otro extremo,  Stabat mater es un híbrido escénico de teatro, danza y performance, de conferencia e investigación, de terapia y creación, con mucho registro audiovisual. Más de una vez se invita al espectador a subir al escenario y participar directamente. La actriz y directora bebe alcohol de verdad mientras se desarrolla el acto, en un recurso de liberación casi terapéutico o psicomágico que entendemos y del que aceptamos ser parte pues el todo es una misma experiencia que busca purgar un trauma, como ella misma lo advierte varias veces. El trauma de la violación que una niña sufre a manos de su padre. Esa niña es la propia actriz y directora.

Stabat Mater. Foto: André Cherri

La pregunta que gatilla la obra, es ¿dónde estaba la madre? A partir de ahí, Janaina nos explica que hay una obra primera, anterior, en la que ella misma encaraba a su padre abusador. Y esta pieza Stabat mater es la continuación de esa misma búsqueda, porque el trauma no cesa, ni aún cuando creemos que ha cesado. Hay muchos tiempos del trauma. Que lo digan sino los nietos y nietas de las y los detenidos desaparecidos. No basta, ante un crimen, ni siquiera con la verdad. Saber la verdad es apenas un primer paso. El trauma persiste y por eso Janaina lo enfrenta ya no preguntándose dónde estaba su propia madre, sino dónde estoy yo ahora que también me he convertido en mamá.

Por qué, dice la actriz, cuando estoy distraída mirando el celular y con el rabillo del ojo veo a mi hijo caminar al borde de un abismo, mi reacción es de sangre fría, y con cautela camino hasta el niño y lo alzo en brazos con serena seguridad apartándolo del peligro, pero con plena consciencia de que mis actos están principalmente dirigidos a evitar la mirada reprobatoria de quienes a algunos metros han visto todo, y solo será más tarde, en la intimidad solitaria, que estallará en crisis de llanto la angustia vivida. Por que así funcionan también los tiempos discontinuos de un trauma. 

La virgen María y los profundos cimientos del patriarcado

Dónde estaba mi madre es dónde he estado yo también. Dónde están las madres. Entonces la figura de la madre nos lleva a la Madre con mayúsculas, la madre de toda la humanidad, la Virgen María, madre de Dios. La figura de una mujer que es madre sin pecado, sin sexo. Una reflexión que cuestiona los profundos cimientos del patriarcado y su mejor aliada, la fe cristiana. En cambio las mujeres que tienen sexo sin culpa se convierten en putas. Las dos figuras arquetípicas opuestos nunca complementarios, o madre o puta. Y a partir de ahí, una segunda entrada a la misma reflexión: la pornografía, la exposición total para satisfacción del hombre, de la mujer como carne, como mercadería. El mundo contemporáneo y su mercantilizada hiperexposición, el cine y sus adolescentes, jovencitas y niñas que por desobedecer a mamá o a papá, terminan siendo víctimas de asesinos seriales, monstruos o alienígenas.

Los registros audiovisuales dan cuenta además de la investigación desarrollada por Janaina en torno a la pornografía. Ella misma se hace pasar por actriz porno. Hace un casting para saber qué piensan los hombres, cómo actúan cuando están en escena, qué grado de consciencia o inconsciencia tienen de su rol como abusadores o cómplices. El patetismo de esas declaraciones llega a resultar hilarante. Están dispuestos, oh sí, a tener sexo con la actriz delante de la madre de esta, e incluso preguntan si hay que hacerlo con ambas, madre e hija, sin drama.

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La mamá de Janaina, siempre en escena, termina conmoviéndonos. Es sobrecogedor e incluso chocante su capacidad de mirar a los ojos más allá de todo tabú o de toda culpa. Una madre siempre está ahí, aunque su hija esté fornicando a vista y paciencia de todo el mundo, simplemente abriendo las piernas mientras baila en un caño, o mostrando la dilatación de su vagina en un parto. Si un espectador no tiene ninguna idea de qué significa el latín “stábat mater” igualmente entrará a esta obra y saldrá completamente trastornado. Y acaso sí en su cabeza se produzca un quiebre, un antes y después, a la hora de consumir porno. 

Estas dos piezas constituyen así, dos extremos opuestos en varios sentidos cuando uno combina teatro y feminismo. Lo único que las hermana, es que forman parte de un mismo festival, y que lamentablemente quedan por su brevedad, reducidas a una muestra gourmet, para paladares exclusivos. Obras certeramente catalogadas de imperdibles, pero paradójicamente imposibles de ver habida cuenta de las escasas entradas disponibles.