Triple K
Llevo días mascullando el miedo y la angustia por el resultado de la segunda vuelta electoral de este domingo. No recuerdo haber sentido esta zozobra frente a ninguna de las elecciones presidenciales anteriores. El desasosiego de estas horas sólo me parece comparable con las horas previas al plebiscito del 5 de octubre de 1988, cuando siendo aún preadolescente entendía que el triunfo en ese plebiscito era la posibilidad dejar atrás esos años de infancia vividos entre el horror y la represión imperante.
Recuerdo incluso el desánimo y la pena que nos embargó a muchos tras el resultado de la elección presidencial de 1999, cuando el UDI Joaquín Lavín estuvo a poco de ganar la contienda. En aquel entonces, vivimos la segunda vuelta con el corazón apretado, cruzando los dedos para que esa naciente democracia que sólo llevaba dos periodos no se esfumara entre los dedos y volviéramos al pinochetismo soft que representaba la candidatura de la derecha.
Recuerdo también la segunda vuelta presidencial entre Alejandro Guillier y Sebastián Piñera, en diciembre del 2017. Temíamos un segundo periodo gerencial recargado, con menos cuidado por las formas, sin ambages ni titubeos para transar los intereses del país cual acción en la Bolsa de Valores ni para contener y reprimir la protesta social. Aun así, no llegué a sentir el agobio que hoy me embarga.
¿Por qué entonces este miedo visceral? Ya vivimos (y sobrevivimos a) la dictadura, me digo a mí misma, más dos gobiernos de derecha, amén de los años de concertada justicia en la medida de lo posible. ¿Qué podemos temer ahora? Tal vez sea que nos encontramos en un punto de inflexión, de especial densidad histórica dado el tenor de los acontecimientos de los últimos dos años. Como si estuviésemos investidos de ese rostro jánico bifronte que mira hacia un lado y otro, hacia atrás y hacia adelante, vigilando el pasado y el futuro. Miramos hacia atrás sabiendo perfectamente todo aquello de lo cual la derecha es capaz, de todo lo que el autoritarismo impone, destruye y genera. Miramos hacia adelante y nos encontramos con las demandas por mayor justicia social y dignidad que volvieron a emerger tras la revuelta de octubre, con ese calorcito del sentirnos acompañados, de habernos reencontrado en y con los sueños truncados que quizás ahora –pensamos- podríamos ir concretando mancomunadamente. Vemos también el plebiscito constituyente, la Convención Constitucional y la posibilidad de tener por fin una Constitución democrática. Con mayor razón, entonces, nuestro miedo es perder lo avanzado, sentir que estos últimos dos años fueron un espejismo tras el cual no sólo volveremos al sopor neoliberal sino también al horror autoritario. Los autoritarismos en democracia no son algo nuevo, tampoco inocuos, más aún, justifican sus acciones en la legitimidad del voto popular que los situó en el poder, ese mismo poder que puede significar la destrucción de la democracia desde sus entrañas.
Llevo días mascullando este desasosiego inclemente por el resultado de esta elección. Hasta ahora me había costado ponerle nombre, si bien sé perfectamente cómo se llama la opción que me atormenta. Pero creo que recién ahora he encontrado las palabras para decirlo con todo el simbolismo amenazante y el correlato material que encierra. Mi miedo es a la triple K. Mi miedo se llama Kast, Kayser, Krassnoff: KKK. Lo escucho en tono rumiante: Kast, Kayser, Krassnoff, KKK. Palpita como un mantra tenebroso: Kast, Kayser, Krassnoff, KKK…
Lo nombro, lo escucho, lo siento palpitar. Y no me parece absurdo o injustificado. El primer K justifica lo injustificable, nos recomienda votar por el misógino y transfóbico segundo K para diputado; nos confiesa que no cree en los crímenes del tercer K pese a estar condenado a cientos de años por delitos de lesa humanidad. Este primer K dice ser un hombre de bien, cuya fe en el ser humano y en su capacidad de redimirse no tiene límites. Bien podríamos decir que estamos ante la versión 2.0 de El Bueno, El Malo y El Feo. Juzgue cada uno cuál es cuál, aunque de antemano pienso que dada su versatilidad actoral pueden perfectamente intercambiar roles según lo requieran los tiempos y las exigencias del guion.
En fin. Parece que haberle puesto nombre a mi miedo comienza a darme tranquilidad. Releo este texto y comienza a alejarse el runruneo konstante de ese tridente. Tal vez se trataba de exorcizar con la palabra, con la escritura, con la propia voz y con la de muchos (estoy segura) el miedo más visceral. Algo así como un ejercicio de «deshollinamiento del alma» del que habla Freud. Una vez dicho, ya está. No votaré con miedo. Votaré con esperanza. Es mi derecho y ni los buenos, ni los malos ni los feos me lo pueden quitar.