Kast y los aires de un tiempo
A pocos días de la primera vuelta presidencial me arriesgo con un ejercicio de escritura (o algo así) que no es precisamente una columna de opinión, sino que una suerte de artefacto descoordinado en su composición; una opereta de dudosa estofa frente a la inmensidad de la historia pero que, y en el mismo sentido, es pro-movida por la urgencia, por un tipo de miedo o por una solicitud que viene de alguien que, probablemente y en su intensidad paranoica, no termina de temperar ni de hacer estibar aquello que definiría, junto a Jacques Derrida, “lo monstruoso”. Es decir, lo que no tiene figuración de ningún tipo y, aunque irrumpe con la fuerza del acontecimiento que no se anuncia, sabemos que de cristalizarse en el poder trae consigo persecución política, xenofobia, degradación de la mujer, hostigamiento a los medios de comunicación independientes y opositores, homofobia, ríos de sangre en el Wallmapu, ultra-conservadurismo en lo valórico y neoliberalismo desmadrado –ahora maquillado con el estuco proto-fascista y el “Atrévete” y no con el de la meritocracia y el de “los tiempos mejores”–, en fin, por decirlo en breve; de ganar Kast, se trata nada más de dar cuenta del profundo, abyecto y lato retroceso democrático en todas las esferas que componen lo que llamamos sociedad chilena.
Lo anterior, y lo que se pretende decir, no se emparenta en nada con una gimnasia proselitista, con la vulgata electoral que persigue ser patrona del escrutinio público; jamás he creído en la cintura siempre blufeadora de aquellos apéndices llamados operadores políticos. Se trata de un sencillo, pero a la vez desesperado grito (imaginémonos el desequilibrante cuadro de Edvard Munch); grito que viene desde una zona difusa, bizarra, desconcertante en la cual, sin embargo, se pre-clarifican los tenebrosos efectos que un triunfo de Kast podría tener en primera vuelta. Esta no es solamente un espacio-tiempo anterior a la batalla final. No se trata de la previa a la batalla de Praga, ni a la de Maipú; la primera vuelta es un síntoma que puede definir percepciones, posicionar un rostro y preparar la pista de despegue para emprender el vuelo a la noche del autoritarismo y el miedo, del abismo.
Abismo del que no podremos salir fácilmente porque lo que Kast trae consigo, más allá de su rampante, rubia y sorprendente perfección estético-mediática, es un tipo de sociedad, una y no otra: una sociedad en el que las diferencias van a ser horquilladas (“horquilla: vara o palo terminado en dos puntas que sirve para colgar”, RAE); donde las querellas de las minorías serán arrasadas por el uso desmesurado y arbitrario de la violencia de Estado y en el que, tal como Kast lo ha señalado, se podrá (reconociéndose en las moralejas de la CNI) tomar detenido/a, a toda hora y en todo lugar, a cualquier ciudadano/a sospechoso/a de ser contra-régimen y ser llevado/a, sin que medie proceso judicial alguno, a un lugar desconocido, a algún páramo con seguridad tenebroso, en el que será tratado/a de una “forma” que no se precisa en su programa.
Votar por Kast es también darle paso a una ideología donde la alteridad es negada y en el que el otro sólo será considerado como reserva para alimentar un populismo de ultraderecha que no busca ser solamente un gobierno sino un proyecto. Nada podrá ser lateral ni a la contra. Todo deberá funcionar dentro de los márgenes de aquello que Kast mismo entiende por gobernar. Con él la democracia no tiene ninguna posibilidad de expandirse, de radicalizarse (Mouffe, Laclau), sino que, a la inversa, de estrecharse, pudiendo llegar a un punto cero en el que el autoritarismo sea el canon y en el que la democracia misma sea nada más que una retórica nominal que sirva de blindaje para desatar el fascismo del siglo XXI. Todo esto es en extremo peligroso. Tal como resuena en las palabras de Jonathan Swift: “Un pueblo habituado durante largo tiempo a un régimen duro pierde gradualmente la noción misma de libertad”.
La Convención Constituyente, la misma que costó mutilaciones, barbarie en los cuarteles, abusos sexuales y todo tipo de violación a los derechos humanos, también será víctima si Kast logra ser Presidente de la República. ¿Acaso se cree que este personaje, el mismo que visitó –para homenajear– a un asesino como Miguel Krassnoff, condenado a más de 800 años de cárcel por crímenes de lesa humanidad, no perturbará el curso normal del asambleísmo? ¿En algún lugar de nuestra más desatada ingenuidad pensamos, realmente, que quien no cree en la deliberación democrática sino en la imposición de la fuerza dejará, así como si fuera el simple espectador de un trapecio circense, que la Convención logre finalmente llegar a puerto y se sepulte para siempre el artefacto jurídico de Jaime Guzmán (a quien tanto admira por lo demás)?
Votar el próximo domingo no es un asunto de opciones diversas, todas ellas enroladas en la sana disputa democrática por el poder. Kast pervierte esto. Se trata de entender que lo que está en juego es una pugna entre el autoritarismo, y su utopía conservadora de una sociedad sin conflictos, y la democracia (lo que sea que pueda significar o resignificar esta palabra al día de hoy, pero vale lo que vale). Que la sensatez y la fibra democrática le gane al fantasma del protofascismo, el mismo que hoy recorre a Chile de norte a sur traficando imagen en facha neoliberal y agazapada en el discurso de la libertad.