Estado, raza y migración
Históricamente, todas las sociedades humanas han requerido del movimiento para poder existir. Son las fronteras –muchas veces arbitrarias– de los estados aquellas que restringen arbitrariamente el movimiento de las personas, generalmente de acuerdo a la clase social y país de origen de las personas, ignorando la preexistencia de la vida social de las comunidades indígenas que habitaban el territorio antes de la colonización y que no se enmarcan dentro de esos límites nacionales.
Uno de los grandes problemas que enfrentaron los nacientes estados latinoamericanos fue el de establecer una identidad que le diera cohesión al cuerpo social y político de la nación. La raza, entendida como una extrapolación de la ciencia biológica a las sociedades humanas de acuerdo con su caracterización fenotípica, sirvió para cristalizar la conformación de esa pretendida identidad nacional por medio de diversos mecanismos políticos de control, como los desplazamientos forzosos, la eugenesia, el genocidio que sufrieron distintos pueblos originarios y la negación del pueblo afrodescendiente por parte de los discursos históricos dominantes.
No se puede desconocer el rol que jugó la raza en la conformación del Estado durante el siglo XIX y que atraviesa su historia hasta el presente; baste constatar la exclusión del pueblo afrodescendiente de la Convención para ponderar su profunda raigambre. La consolidación de una identidad nacional criolla de ascendencia europea se impuso a otras formas sociales de existencia como la del pueblo mestizo o los pueblos originarios. En el caso de la invasión del Wallmapu, esta campaña coincidió con otra: la invasión a los países de la Confederación. Chile triplicó su territorio en ambos procesos; así, el genocidio del otro interno (el indígena) se superpuso a la victoria sobre el otro externo (el cholo peruano), sentando las bases para una idea de la superioridad racial chilena.
El territorio mapuche anexado al Estado chileno fue, por último, colonizado por migrantes europeos, principalmente alemanes, quienes consolidaron el proceso de usurpación. Según el agente de colonización Vicente Pérez Rosales, la idea no era traer “más gente”, sino “gente mejor”. Otro tanto ocurrió en Tierra del Fuego con la llegada de distintos migrantes europeos. En efecto, la homogenización cultural por medio del blanqueamiento de la población impuso el modelo fenotípico de la clase dirigente al pueblo mestizo a través de diversas instituciones, como la educación y la literatura, rol que cumplen actualmente la televisión y el marketing. En la base de este pensamiento racial están los escritores y políticos argentinos Sarmiento y Alberdi, que vivieron su exilio en Chile, e intelectuales nacionales como Santiago Arcos, Vicuña Mackenna y Barros Arana. En el siglo XX, si bien hubo una reivindicación del mestizaje, la raza siguió siendo una constante explicativa para autores como Nicolás Palacios, Julio Saavedra, Tancredo Pinochet y Roberto Hernández; incluso fue reivindicada en la Historia del Ejército de Chile del Estado Mayor General del Ejército, publicada en dictadura. Lista a la que habría que agregar escritores nazis como Lonko Kilapán y Miguel Serrano.
Esta breve génesis del racismo chileno no es un dato menor a considerar cuando se trata el problema de la migración. La autopercepción del chileno mestizo, considerado blanco y económicamente desarrollado, subyace a todas las formas de discriminación que sufre la población migrante en el país y que, en su mayoría, es caracterizada racialmente por rasgos fenotítipos en donde convergen además condiciones sociopolíticas de clase que gatillaron el desplazamiento desde sus países de origen.
La escritora mexicana Valeria Luiselli dice que tendemos a abordar la migración como un problema externo, de los otros, más que interno. Esta idea es extensible al caso chileno, ya que el inmigrante revela todo aquello que históricamente el pueblo alienado ha reprimido: su pobreza y mestizaje, pero encubiertos con tarjetas de créditos y tinturas de cabello. En el inmigrante, pobre y racializado, el chileno ve al otro interno, negado y reprimido, que lo constituye como sujeto colectivo: su ascendencia indígena negada por la historia y los relatos oficiales. La raza del otro, su negritud, enturbia la pretendida blancura del chileno mestizo cuando en él reverbera su propia opacidad.
A medida que el capitalismo se ha vuelto transnacional en su época global, integrando por medio del libremercado a una gran parte de la población mundial, paradójicamente las fronteras han tomado el camino inverso, volviéndose más violentas y herméticas, al punto de construirse en ellas muros y zanjas, tal como en la época feudal, acaso como una forma de renegar de su condición imaginaria para conjurar la escisión que divide la comunidad nacional de la población extranjera. Esta pulsión atávica es un intento por ocultar al otro en el que uno no se quiere reconocer.