Valparaíso: de una región neoliberal a una región de derechos
Chile vive un momento histórico desde la revuelta popular de 2019, que ha puesto una serie de problemáticas en la discusión pública, siendo una de ellas la cuestión territorial. Esta articula diversas aristas, pero acá señalaremos sumariamente cuatro que nos parecen fundamentales: la económica, ambiental, urbana e institucional.
En las últimas décadas hemos visto el agotamiento del modelo neoliberal para resolver las necesidades humanas. Ello, como consecuencia de la centralidad ostentada por los grupos empresariales nacionales y transnacionales en el proceso de acumulación de riquezas, mientras crecientes contingentes de personas experimentan una precarización de su vida a través de múltiples despojos. Esto se ha evidenciado en la destrucción de diferentes formas de trabajo históricas en distintas zonas, como es el caso de los pescadores de la Región de Valparaíso, atenazados por las grandes pesqueras que se quedan con gran parte de los bienes marinos y las empresas portuarias que los expulsan de sus tradicionales caletas.
Pero también el modelo exportador ha provocado la destrucción de bienes comunes fundamentales para la metabolización de la naturaleza y la humanidad, siendo el más crítico el agua, esencial para nuestra vida. Este, tal como la tierra, los mares, minerales, bosques y demás seres vivos, han sido considerados como meros recursos económicos, quedando susceptibles de ser sobreexplotados sin siquiera alguna proyección de mediano plazo. La crisis ambiental, que se evidencia en la contaminación de comunas como Quintero, Ventanas y la Provincia de Petorca, da cuenta que nuestro territorio se ha vuelto una “región de sacrificio”.
La situación urbana de nuestras ciudades ratifica esto último. Valparaíso, Viña del Mar y San Antonio –a pesar de ser focos económicos importantes para el país, particularmente en el ámbito portuario y de servicios– experimentan una enorme segregación social, al contar con la mayor cantidad de campamentos de Chile, lo que se combina con una enorme desprotección de importantes contingentes humanos que no pueden acceder al más indispensable equipamiento urbano, como alcantarillado, iluminación, instituciones de salud, educación o de seguridad. Espacios literalmente abandonados de la más mínima presencia estatal.
Esto nos lleva a una cuarta dimensión: la político-institucional. El Estado subsidiario ha dejado prácticamente todas las funciones del desarrollo social al arbitrio de distintos agentes privados o locales, como empresarios, fundaciones o municipios, los cuales funcionan en base a dos lógicas mercantiles: por un lado, los privados entregan sus servicios sólo a quienes tienen recursos para acceder a ellos y excluyen a quienes no tienen dinero; por otro, a las lógicas de competencia en fondos concursables, donde diferentes actores compiten para obtener presupuestos públicos cada vez más exiguos, donde unos “ganan” y otros “pierden”. Precariedad presupuestaria que se agudiza en regiones, dado el centralismo económico que opera en las grandes empresas, las que tributan en la capital, mientras usufructúan del trabajo y los bienes naturales de nuestros territorios. Que puede ser todavía peor, cuando un gobierno cobra “revancha” de una región que elige democráticamente a una autoridad de una postura distinta a la suya, como ha ocurrido con la Región de Valparaíso, que a pesar de ser una de las tres principales zonas del país, según distintos indicadores, Piñera la dejó en el lugar número 14 en su última propuesta presupuestaria para el 2022.
En resumen: si el Estado nacional subsidiario se ha desligado de ser garante de derechos de sus ciudadanos y ciudadanas, tampoco los empresarios privados y los municipios locales bajo la lógica neoliberal han podido hacerse cargo de territorios cada vez más extensos, como consecuencia de un crecimiento urbano descontrolado. Todo esto redunda en una sensación de desprotección y abandono en las personas que habitan las regiones, que genera dolor y rabia al contrastarse con algunas comunas ricas, que parecieran ser de otros países.
¿Qué podemos hacer para revertirlo? Podríamos señalar al menos tres orientaciones que nos parecen centrales. En primer lugar, consagrar al Estado como garante de una serie de derechos constitucionales vitales para los ciudadanos y ciudadanas de nuestro país, que incluyen al menos la educación, la salud, las pensiones y la vivienda. Pero también otros, como el acceso al agua, la tierra y el equipamiento social básico, es decir, el derecho a la ciudad y a un hábitat digno, sin exclusiones a partir de las lógicas mercantiles.
Segundo: impulsar un proceso descentralizador comunitario y participativo. Esto requiere desplazar las lógicas que siguen imperando en la institucionalidad actual, donde se mezcla el Estado nacional subsidiario con municipios que en lo grueso siguen operando bajo esa misma lógica neoliberal, y con una regionalización controlada desde La Moneda. A contrapelo de ello, se debe poner el centro en la participación y gestión comunitaria de los territorios, encabezados por la institucionalidad pública, pero incluyendo de manera deliberante a los diversos actores sociales locales para redefinir cuestiones que van desde el reordenamiento espacial hasta el uso de los bienes sociales y naturales, siempre en función de las necesidades de sus habitantes y con una perspectiva sustentable.
A nivel más concreto y urgente, se debería desarrollar una legislación que ponga como centro las iniciativas populares de ley, la revocabilidad de los mandatos institucionales y el establecimiento de consejos resolutivos de la sociedad civil en distintos niveles, sobre todo a escala local, para generar mayores contrapesos político-institucionales. En este mismo sentido, para avanzar en una nueva ley de descentralización verdaderamente democrática, es clave terminar con el delegado presidencial, que no responde a ningún mandato local. Todo lo cual debe ser acompañado de leyes que obliguen a las grandes empresas a dejar más recursos en sus localidades, pero además que las pongan bajo un sustantivo control local y regional para regular sus impactos socio-ambientales, dotando así a los territorios de mayor musculatura económica, y también de una potencialidad sustentable.
Estas orientaciones políticas, que demostrarían un mayor compromiso del Estado con sus regiones, son indispensables para repensar nuestros territorios de cara al ciclo histórico que vivimos. Debemos superar la actual lógica neoliberal y construir espacios donde imperen los derechos sociales y naturales sobre las leyes del mercado, particularmente en una región que se hunde en el abandono y la desprotección. Tenemos que construir un buen vivir desde ya, por eso interpelamos a todas las fuerzas sociales, autoridades políticas locales y nacionales, incluyendo al futuro gobierno y parlamentarios, a trabajar en esta senda, la que ya no es sólo una cuestión necesaria, sino que urgente.