La diplomacia ha muerto: el caso de Afganistán
Durante los pasados días ha “finalizado” el conflicto bélico más longevo (20 años), costoso (el pago lo hizo la clase media, ya que se disminuyó un 8% de impuestos a los más ricos al inicio del proceso) y menos democrático (el número de parlamentarios que votaron a favor de esta guerra fue de 0 y sólo se hicieron 5 auditorías financieras, a diferencia de las 42 realizadas en Vietnam), conocido por aquellos que hemos vivido tanto en el siglo XX como XXI: la guerra de Afganistán. Escribo “finalizado”, entre comillas, porque lo único que ha terminado es el gasto público de otras naciones –tales como Estados Unidos, Inglaterra, Canadá y Australia– en mantener sus tropas en terreno afgano, ya que de ninguna manera la violencia, la opresión o las violaciones a los derechos humanos terminan con la retirada de los ejércitos; por el contrario, se acentuarán con el dominio de los talibanes.
El 7 de octubre de 2001 comenzó una cuestionable guerra que se expandió por Irak, Siria, Pakistán y por supuesto Afganistán, en respuesta a los ataques producidos el 11 de septiembre del mismo año a las Torres Gemelas. No indagaré en las múltiples teorías de conspiración alrededor de dicho momento, ni tampoco hablaré sobre las teorías de “insurrección” planteados por el profesor Robert Pape, de la Universidad de Chicago, en cuanto al porqué suceden estos eventos; sólo diré que, poco después de que la guerra comenzara, el discurso del entonces presidente de Estados Unidos George W. Bush cambió de ser un “acto de legitima defensa” a “luchamos por la libertad”, discurso que se mantuvo a lo largo de su mandato, el de Barack Obama y Donald Trump, despertando movimientos pacifistas tanto en Estados Unidos como Europa.
Pero ¿por qué la diplomacia ha muerto? Cuando hablamos de “diplomacia” nos referimos al conjunto de actos que se realizan entre estados con el propósito de negociar y llegar a acuerdos a través de procedimientos pacíficos. Si el propósito de todos los estados mencionados (Estados Unidos, Reino Unido, Canadá y Australia) hubiera sido liberar al pueblo afgano, podrían haberse ocupado esos 5,9 billones de dólares gastados en políticas para refugiados, educación e inserción laboral, pero, por el contrario, se gastó en armamento, extracciones petroleras (causando mayor impacto ambiental) y en contratistas de todo tipo, generando dos décadas de “falsas promesas”.
Acuño este término (“falsas promesas”) debido a que ahora, con la retirada de los ejércitos, y el regreso de los talibanes al poder, la mortalidad infantil (que había caído en un 50%) se volverá a incrementar, el porcentaje de mujeres adolescentes (que lograron tener una educación media completa aumentó en un 37%) volverá a caer, los asesinatos respaldados por una retorcida comprensión del Corán (en base a su versión de la Sharía) volverán a aumentar. Por lo tanto, vale la pena preguntarse: ¿para qué se han gastado más de 5,9 billones de dólares en una guerra, que ha costado más de 2.448 vidas de militares estadunidense, 3.846 contratistas, 66.000 militares afganos y otros 1.145 miembros aliados de la OTAN, si cuando deciden retirarse no hay una política de seguridad diplomática? Política que podría haber sido apoyada por países como Arabia Saudita, Pakistán y Qatar, cuya “vara diplomacia” tiene influencia sobre los talibanes.
Sin embargo, los países que ocuparon Afganistán ahora se retiran con la misma irresponsabilidad política, social y económica con la que llegaron, dejando a sus ciudadanos en peores condiciones que cuando llegaron a liberarlos, porque toda la infraestructura pública (hospitales y escuelas) está destruida, no existe capital ni métodos de producción y los tratados comerciales están nuevamente cerrados.