VOCES| Entre el hijo de Bélgica Castro y el de Bachelet: Herederos como el ajo
El escándalo en que se ven involucrados después de muertos los premios nacionales de arte Bélgica Castro y Alejandro Sieveking hace pensar en buitres y hienas que se disputan los restos de una fiesta. El hijo querellándose contra las amigas de la pareja, acusándolas de robo, de apropiaciones deshonestas. ¿Cuántos más seguirán este sendero ante las vidas y obras ejemplares de sus predecesores, personas reconocidamente luminosas, bellas? Escándalos entre familias y fundaciones, entre los herederos y la masa popular cuando un ídolo artístico y su legado traspasa el celo de los lazos sanguíneos y la parentela. Una triste parábola, una película que ya hemos visto, mediocre y truculenta.
La película La última estación (2009) recrea los últimos años del famoso escritor ruso León Tolstoi (1828-1910), quien como se sabe fue no solo un éxito de ventas en su época y un candidato al Premio Nobel constante, sino que se convirtió en un personaje muy influyente, con seguidores que lo elevaron a un pedestal como hombre sabio o líder político y espiritual, y que estaba casado con Sofía Behrs, una aristócrata de la nobleza de alto linaje y ascendencia intelectual –igual que él–, que se opuso a sus designios y voluntad según los cuales sus amplias propiedades y patrimonio debían ser repartidos y entregados al pueblo, en detrimento del bienestar financiero de sus propios ocho hijos.
La crisis entre los discípulos y la familia hace huir y perecer en una estación de trenes al ya anciano autor de Guerra y paz, una de sus más famosas novelas cuyo manuscrito fue copiado siete veces por la propia Sofía.
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Lo que hemos visto acá en Chile no es muy disímil. Ahí está la Fiscalía metida en medio da familia de los Parra cuando muerto el antipoeta se descubrió que faltaban cuadernos y obras de arte. Tuvo que venir de México su hijo menor Barraco a confesar que los había vendido. “Necesitaba un padre y no a Mick Jagger”, dijo el retoño en una entrevista. O la querella que pide cárcel para Warnken y la editorial de la U. de Valpo por la publicación de un libro en torno a Juan Luis Martínez –el poeta que tachaba su nombre–, y que se hizo sin el debido permiso de sus familiares.
No le gustó a la familia de Stella Díaz Varín el documental La colorina cuando lo vieron. Similar reacción hubo entre varios íntimos de Lemebel ante la cinta de Joanna Repossi. Y ya saliendo de la literatura pero no del arte, recordemos la reciente desautorización que hizo la mamá de Rodrigo Rojas el fotógrafo quemado vivo, al ver el filme sobre los días previos a su asesinato. No llegaron ninguno de estos casos a la justicia, pero lo que dijeron herederos y familiares bastó para pesar sobre las obras y homenajes de los adláteres, la sangre y el ADN emitió igual de lapidario su juicio, a despecho de la fanaticada.
La lista de situaciones similares o al menos conflictivas podría ser eterna y tienta meter en el saco al propio Pablo Neruda, cuyas casas museo se debaten actualmente para sobrevivir sin turistas producto de la pandemia. ¿Cómo se hace para preservar un patrimonio artístico sin convertirlo en una caja donde cobrar por souvenirs? Somos muchos quienes desde que conocimos a Neruda nos llamó la atención y no pudimos evitar hacernos eco del cuestionamiento a la imagen totémica que se construyó de él.
Neruda, aquel a quien en una famosa película un cartero le dice “el poema no es del que lo escribe sino del que lo usa”. Tremendo jaque mate. Neruda, cuyo patrimonio debía pasar a ser del pueblo; por lo mismo se ha visto bajo una sombra de sospecha a sus herederos, acusados de convertir al poeta en un negocio. Neruda, el que ahora acusado de violador es silenciado, ya muerto.
Y qué decir de la salvaje disputa entre investigadores y poetas mistralianos una vez que falleció la albacea y última expareja de Gabriela, Doris Dana. Los diarios y cartas fueron desclasificados y a Lucila Godoy Alcayaga la sacaron del clóset, se convirtió en ícono feminista y se vistió de jeans y con un pañuelo verde al cuello saltó un torniquete en la revuelta. ¿De quién es ahora Gabriela? ¿De quién es su obra, su imagen, su gesta?
Esta semana fue el turno de Bélgica Castro y Alejandro Sieveking, entrañable matrimonio legendario en nuestras artes escénicas, fallecidos ambos en una de las muertes más conmovedoras de esta convulsionada época, con un día de diferencia y en el cumpleaños 99 de Bélgica. Acaba apenas de cumplirse un año de su deceso y sus nombres ocupan la pantalla llenándonos de vergüenza. Leonardo Mihovilovic, el hijo adoptivo de Castro, acusa a la Corporación Chile Actores de usurpar su herencia.
Hay videos que se viralizan en redes sociales e Internet, y salen conocidas actrices como Esperanza Silva y Catalina Saavedra a poner la cara roja de pena, a contar las miserias de la intimidad que ninguno de los fallecidos querían se supieran. La relación fallida con ese hijo adoptivo, juzgado tácitamente por sus amigos, que se expone torpe por su propia cuenta ante la opinión pública, desacreditando la memoria de dos refinados artistas y creadores en programas televisivos no muy edificantes, en matinales. Y una chimuchina triste, patética, de crónica roja o amarilla. Que no me dejaron verla, que me cambiaron la chapa de la puerta, que le quiso sacar las huellas digitales a la mala a su mamá para cobrar la pensión, que vendieron un departamento entre gallos y medianoche, y así.
Una seguidilla de elementos cuya guinda o cereza deja al heredero peor que cómo había entrado a escena, pues se revela ahora que su propia hija, la nieta de Bélgica, lo tiene acusado de abandono, violencia doméstica y abuso sexual. Una joyita pues Leonardo, el hijo, para ponerlo junto al de la soa Bachelé en un podio con Marticinto Larraín, ponte tú. Pastelitos funestos.