De la pandemia a la endemia
A tumbos y sobresaltos, con retrocesos y avances milimétricos, con días buenos y días malos, el mundo comienza a salir de un año y cuatro meses de pandemia. Pero no nos entusiasmemos demasiado. Es verdad que en algunos países se empezaron a levantar las restricciones, se puede caminar sin mascarilla por las calles, se abren espacios educacionales y culturales, y se normalizan algunos procesos restringidos por largo tiempo. Pero estas señales no nos deben llevar a relativizar las amenazas que permanecen.
Lo que está terminando, en algunos países más rápido que en otros, es sólo la pandemia ya que la prevalencia de muerte por SARS COV2 se está reduciendo de forma significativa producto de la vacunación masiva. Pero, a la vez, estamos entrando en una endemia (enfermedad que afecta a un país o una región determinados, habitualmente o en fechas fijas) difícil de extirpar, que generará daños permanentes en la población por un periodo que no podemos precisar. Ingresamos a un momento donde una enfermedad endémica a escala global se mantendrá, deslizándose en la vida social, carcomiéndola, dañando sus redes, sustrayendo sus fuerzas y sus energías productivas.
A la hora del balance, los costos económicos de la pandemia no agotan la destrucción provocada en campos tan disímiles como la integración social, la salud mental y física, el retroceso en los niveles de aprendizaje educativo, el daño incalculable en la historia vital de millones de personas en todo el planeta. Nada ni nadie podrá reparar esos efectos, y un inventario de los daños es imposible de calcular y ni siquiera es necesario conocerlos para comprender su gravedad. Sabemos que el deterioro humano es inconmensurable.
Lo que debemos evaluar es la respuesta de los Estados a este proceso, de cara a los desafíos que vienen. En ese ámbito, Chile respondió de forma disímil. El Covid-19 nos encontró en medio de una crisis social sin precedentes, y atravesando por el desplome de la institucionalidad de 1980. En ese complejo escenario, el Estado demostró tener un sistema público de salud altamente resiliente, que ha sobrevivido a un deterioro financiero de 40 años. Sin esa capacidad de resistencia no hubiera sido posible la vacunación masiva y el despliegue de equipos de emergencia, que han sido capaces de soportar la avalancha sin arriar la bandera.
Donde Chile poseía una capacidad de respuesta que no se materializó fue en el ámbito de la protección social. Nuestro país estaba en condiciones óptimas para implementar programas de ayuda fiscal más audaces y ambiciosos, bajo la forma de una renta básica de emergencia, sin incrementar de forma irresponsable su deuda pública. Pero en comparación con otros países de ingresos y condiciones financieras similares, las medidas gubernamentales no estuvieron a la altura, ni en su monto ni en su oportunidad. El efecto más pernicioso ha sido el recurso desesperado de los ahorros previsionales, y con ello la apertura de un escenario de desprotección masiva ante la vejez y ante nuevas situaciones de desempleo post pandemia.
En este campo, Chile no se puede volver a equivocar. Pasar de la pandemia a la endemia supone institucionalizar de forma permanente procesos y medidas de apoyo ante la emergencia que se han pensado de forma insuficiente, episódica, improvisada y reactiva. A la vez, estas políticas de protección social deben ser integradas a un plan de fortalecimiento económico robusto, que permita empujar la transformación del patrón extractivista de nuestra estructura productiva hacia una lógica mucho más local, ambientalmente responsable y territorialmente sostenible.
La agenda de medidas presentada en estos días por el Colegio Médico debería ser el primer eslabón en una cadena de mínimos comunes, que no se pueden postergar a marzo de 2022. Es ahora cuando nos debemos preparar ante un escenario incierto, donde no existirá una “nueva normalidad” como la que muchos soñamos, sino una larga convalecencia mundial, en donde la seguridad humana continuará estando en peligro por años, y tal vez por décadas.