Piñera y los Chacarillas
En 9 de julio de 1977 la dictadura militar llevaba a cabo una puesta en escena cargada de simbolismo en el cerro Chacarillas (o Tupahue). Se trató de una liturgia cívico-militar donde 77 jóvenes de la época (todos seleccionados estratégicamente por Jaime Guzmán y compañía) recibirían una condecoración de parte de ilustres funcionarios del régimen. Aquel acto se iniciaba a eso de las 17:00 horas, con dos columnas de alumnos universitarios que realizarían un ascenso al cerro: los alumnos de la Universidad de Chile se reunieron en la intersección de la calle Pío Nono con la avenida Santa María, mientras que los de la Universidad Católica se concentraron en la esquina de las avenidas Pedro de Valdivia y Providencia. Ambas columnas ascendieron 4 kilómetros entre los faldeos del cerro San Cristóbal, para luego coincidir en la cúspide del cerro Chacarillas.
La parte especial de aquel acto llegaba con Pinochet subiendo al escenario con su característico traje de militar aspiracional (ese soldado provinciano que se soñaba en la Segunda Guerra Mundial), a eso de las 21:15 horas, para dar un discurso que sería transmitido por cadena nacional y a través del cual presentaría algunos lineamientos sobre la institucionalidad que buscaba la dictadura. Entonces, eran presentadas las etapas de “recuperación” (que derogaría la Constitución de 1925), “transición” (que crearía una Cámara legislativa) y de “normalidad constitucional” (en la que el poder sería devuelto a la civilidad). Entre aquellos 77 jóvenes, que emulaban a los héroes de la Batalla de la Concepción, figuraban personajes de las artes, espectáculo, deportistas y, por supuesto, aquellos ilustres alumnos de las principales universidades del país, entre los que figuraba el recién designado ministro del Trabajo, el ingeniero agrónomo Patricio Melero.
No cabe duda que, para esos jóvenes dirigentes universitarios, la liturgia de Chacarrillas marcaría un antes y después en sus vidas, más aún, tratándose de personas acostumbradas a los rituales de la Iglesia católica del barrio alto, misma donde se habían incrustado dos facciones extremistas del catolicismo: el Opus Dei y los Legionarios de Cristo. Es probable que, para esos muchachos, la capa larga y ploma de Pinochet, junto a su suave y carrasposa voz de huaso perverso, les hiciera imaginar a Escrivá de Balaguer o a John Connor. Es decir, aquel discurso pronunciado por el dictador generó en ellos una especie de transustanciación, donde el proyecto de la Junta Militar pasaba a hacerse carne en sus jóvenes corazones y mentes.
A 44 años de aquel hito de la dictadura, Chile es gobernado por la derecha política luego de que, en la última elección presidencial, Sebastián Piñera lograra un segundo periodo al mando de La Moneda gracias a obtener 609.677 mil votos más que el candidato de la socialdemocracia y algunas izquierdas (el inolvidable senador Alejandro Guillier). Hasta ahora, en los dos periodos presidenciales de Piñera, han transitado 3 jóvenes de Chacarillas en carteras ministeriales (Chadwick, Lavín y Melero) y otro ilustre ha ocupado la oficina principal del segundo piso presidencial (Cristián Larroulet).
Es poco probable que Piñera, en coherencia con su personalidad y psicología, a la hora de nombrar a estos ex devotos de Chacarillas, lo hubiese hecho para honrar el ritual de la dictadura (para muchos militantes de las viejas izquierdas esto respondería a una concertada decisión). Sabemos que al Presidente poco le interesan los rituales metafísicos o de exaltación a cualquier figura que no sea él mismo. Lo más probable es que el reciente nombramiento de Patricio Melero haya tenido que ver con que era una de las pocas cartas con experiencia disponibles en la derecha. Optar por Melero, un histórico funcionario público del gremialismo, designado por Pinochet como Secretario Nacional de la Juventud de Chile y luego como alcalde de Pudahuel, y que ejerciera como parlamentario desde 1990, hasta la semana pasada (ya no podía ir por otra reelección), era optar por un irrelevante político, al que había que condecorar en el anochecer de su trayectoria funcionaria.
Por supuesto que esto nos lleva a recordar episodios similares ocurridos en el gobierno anterior (Piñera y Bachelet son inevitablemente parecidos en sus decisiones políticas), cuando la Presidenta, superada por los acontecimientos públicos y privados, dejaba de ejercer su cargo con energía y se entregaba a la pesada corriente de la irrelevancia política, designando a insignes figuras de la Concertación (aquel conglomerado que ella parecía odiar más que a la misma derecha) como ministros del Interior de su gobierno. Y es que cuando los presidentes han dado por finalizados sus periodos (al otrora síndrome del pato cojo vendría bien rebautizarlo como el del pato descuartizado), da lo mismo los movimientos que hagan en sus tableros. A lo más, se procura dilatar lo más posible el jaque mate y para ello la reina es blindada con viejos, grises y agonizantes peones.
Lo que para algunos pudiera ser sinónimo de provocación (designar a un ministro del Rechazo) o de alta carga simbólica (designar a un joven de Chacarilla), no parece más que otra jugada insignificante de un Mandatario que ya ha demostrado no poseer la virtud del estadista: aquel gobernante que no necesita contratar asesoras para que le escriban su legado. Es probable que, desde lo simbólico, Piñera sea visto por los hijos de Pinochet como el bandido que regaba con bencina los faldeos del cerro Chacarillas, a la espera que alguna de esas 77 antorchas cayera y prendiera fuego a una liturgia a la que nunca fue invitado.