Errores y omisiones de la jurisprudencia de la CPI en Israel y los territorios en disputa
Respecto a la columna “Justicia en Palestina y el temor de los que pierden impunidad”, de Jaime Abedrapo, quisiera aclarar algunos errores e imprecisiones en las que incurre el autor. En primer lugar, habla de una supuesta “limpieza étnica”, pero no sé a cuál se refiere, cuando la población palestina en los territorios en disputa ha aumentado en forma sostenida y constante desde fines del siglo XIX a la fecha. Quizá esté hablando de la situación que sufren, por ejemplo, los palestinos en El Líbano, donde tienen prohibido poseer propiedades, desempeñarse en cargos públicos o tener representantes en el Parlamento.
Nada de eso se les impide en Israel (donde los árabes son ciudadanos con plena igualdad de derechos), ni tampoco en las zonas A y B de Judea y Samaria que son gobernadas por la Autoridad Palestina, según lo negociado entre ambas partes en los Acuerdos de Oslo, que el columnista no recuerda, o quizá prefiere no recordar. Tampoco se les impide en Gaza, donde gobierna en forma autoritaria y dictatorial la organización terrorista Hamas, tras el golpe de Estado que perpetraron en 2007 contra la propia Autoridad Palestina, hecho que Abedrapo opta por no mencionar, así como tampoco hace alusión alguna a los crímenes de guerra que, efectivamente, comete dicha organización, como es el lanzamiento constante de misiles desde recintos civiles de Gaza (mezquitas, hospitales, escuelas de la UNRWA) y hacia la población civil en Israel. Un doble crimen de guerra que, al parecer, para el columnista no es digno siquiera de una alusión al paso.
No puedo dejar de lado, tampoco, la actividad terrorista emanada directa o indirectamente de la propia Autoridad Palestina, instando a la comisión de actos terroristas, sea por medio de la inmolación entre civiles israelíes o, más recientemente, de los atropellos y apuñalamientos a civiles israelíes. La Autoridad Palestina paga, y en cifras no menores, pensiones a los terroristas o sus familias, incentivando el asesinato de israelíes. Esto tampoco lo menciona en ningún momento el autor.
Se hace también mención a los “habitantes originarios” de la zona, pero olvida -o quizá omite conscientemente- que la presencia del pueblo judío ha sido constante e ininterrumpida desde hace más de dos mil quinientos años, hecho del que hay numerosa evidencia, por lo que negar su calidad de habitante originario es, lisa y llanamente, faltar a la verdad, además de un tropo judeófobo clásico. Quiero pensar que fue sólo un lapsus de su parte. Me sorprende que se insista en llamar “territorios ocupados” a aquellos que de iure no pertenecen a ningún Estado y, por tanto, deben denominarse “territorios en disputa” hasta que su situación sea resuelta en forma definitiva tras una negociación entre las partes. Nuevamente hago referencia a los Acuerdos de Oslo, que representan el principal cuerpo de derecho internacional vigente entre ambas partes y a los que Abedrapo no hace mención alguna.
Me extraña que se critique el uso del correcto e histórico nombre de “Judea y Samaria”, atribuyendo una “asunción de soberanía” a la que no se ha hecho mención alguna. En su lugar, hace uso de la denominación colonial de “Cisjordania”, mañosamente acuñada por Jordania cuando anexó ilegalmente dicho territorio en 1949, luego de la guerra con Israel.
Pero ya el colmo de la equivocación es la alusión a las Naciones Unidas como “el único título que valida la existencia de Israel como Estado-nación”. Además del inherente derecho de un pueblo originario a autodeterminarse en su propia tierra de origen, y la ardua labor de recuperar la tierra pantanosa y desértica, habitarla y convertirla en el vergel que es hoy -todo eso realizado por los pioneros judíos, pese a la oposición de los gobiernos otomano y británico-, Abedrapo omite los precedentes legales, como la Conferencia de San Remo de 1920, por medio de la cual se crean los mandatos francés y británico en Medio Oriente, el británico con la expresa obligación de implementar la Declaración Balfour (1917), es decir, el establecimiento de un “Hogar Nacional Judío” en esa tierra.
Resumiendo, y reiterando lo expuesto en la anterior columna, la Corte Penal Internacional está excediendo sus atribuciones como órgano jurisdiccional, puesto que, en primer lugar, no existe un estado palestino soberano que pueda delegarle competencia. Su presunta declaración unilateral es contraria a los Acuerdos de Oslo y, por tanto, viola el Derecho Internacional. Respecto de Gaza, como ya fue mencionado, tampoco se encuentra bajo el control de la Autoridad Palestina, sino del grupo terrorista Hamas. Al no pertenecer a estado soberano alguno, mal podría delegársele competencia a la Corte sobre el mencionado territorio. En segundo término, la Corte, al definirse como competente, pretende dar por resueltos y zanjados los límites entre Israel y un presunto Estado palestino, asunto que, según lo establecido en los Acuerdos de Oslo, debe ser resuelto por ambas partes, israelí y palestina, por medio de la negociación, y no arbitrariamente por un organismo externo. Una nueva vulneración al derecho internacional, que evidencia que la misión de la CPI ha sido dejada de lado.
La Corte ha sido arrastrada por las posiciones políticas que la instan a poner bajo la lupa a Israel, la única democracia real en Medio Oriente y el único país en que todos sus ciudadanos tienen igualdad de derechos, y que posee un sistema judicial robusto e igualitario, lo que se comprueba con el hecho que sus tribunales han juzgado a sus propios oficiales y soldados por los contados abusos que han sido cometidos contra la población palestina. Sin embargo, hace caso omiso a los reales crímenes contra la humanidad, como queda demostrado ante la reciente negativa a investigar el genocidio que sufre el pueblo uigur a manos del gobierno chino, sólo por mencionar el ejemplo más reciente de parcialidad política de la Corte Penal Internacional.
Para terminar, un detalle que no puedo dejar pasar. La capital de Israel no es Tel Aviv, como Abedrapo desliza en su columna, sino Jerusalén. Le guste o no.