La (interminable) pandemia de la misoginia
Parece que fue en otro mundo cuando el 8 de marzo de este año pandémico que ya termina, marchábamos alegres y multitudinariamente por el centro de Santiago. Recuerdo a las amigas, los pañuelos verdes, los cantos y la energía de que salía de todas esas voces juntas. Voces de mujeres y niñas de todas las edades. Hacía mucho calor y la pandemia del corona acechaba, aunque parece que ese día se mantuvo al margen y permitió besos y abrazos sin mayores consecuencias. Para las que ya llevamos años en esto, era esperanzador ver cómo las nuevas generaciones de mujeres jóvenes estaban recogiendo el testigo y revolucionando, una vez más, el mundo desde el feminismo.
Durante esta semana he pensado a menudo si quizá María Isabel Pavez, alumna de la Universidad Diego Portales, también estuvo allí, y cantó y bailó por y para las mujeres. Me he preguntado, también, cuántas de las que marchamos ese día, sufren, todavía en silencio, abusos, maltratos y acosos. En silencio, sí, el mismo en el que he estado sumergida estos días. Sencillamente por desesperanza o, para decirlo con palabras de la periodista Nuria Varela, por estar ya “cansada de la nueva misoginia”, de tanta violencia y tanto encono en contra de la libertad y autonomía de las mujeres.
No crea la lectora que se trata de un problema local, no. Estamos hablando de una pandemia global que mata a un sinfín de mujeres y niñas al año. Lo curioso de este virus del patriarcado es que tiene un ADN tan bien estructurado y profundamente arraigado que todo avance feminista parece reforzarlo y aumentar su agresividad. Es verdad que las conquistas de las mujeres en estos cien años han sido espectaculares, pero no es menos verdad que seguimos pagando un precio muy alto, un precio de sangre. Lo más desafiante de todo es que nos las tenemos ver con un patriarcado que ha llenado nuestra vida de creencias –en el sentido más orteguiano de la palabra– y nos manipula para hacernos sentir que somos libres a pesar de todo (Ana de Miguel). Libres para No salir a ciertas horas, No vestir de determinada manera, No viajar solas, No hacer deporte solas en parques o campos… Estamos ante la libertad del no, es decir, siempre podemos elegir la dictadura del constreñimiento para ser felizmente libres. No hay duda de que “la performance del machismo” (Nuria Varela), sus simulacros, mitos y fantasías ganan en refinamiento y sutileza.
Así pues, no podemos permitirnos el cansancio, ni bajar la guardia. Cada una desde su esquina, pero sin olvidar –como he dicho muchas veces– que la voz es también el lugar desde el que seguir rebelándose y reivindicándose. Un lugar arriesgado, eso sí. Sobre todo, porque hablamos un lenguaje que se resiste a darnos credibilidad y autoridad. Un lenguaje que busca, una y otra vez, la manera de ocultar la realidad que viven a diario las mujeres. Un lenguaje que juega con eufemismos y metáforas, e incluso, con una inclusión engañosa. Es el caso, por ejemplo, de hablar de violencia doméstica o intrafamiliar, cuando, en realidad se trata mera y simplemente de violencia de género (Nuria Varela). Así también se critica el uso de la palabra “feminicidio” (Aïcha Messina, en El Mostrador, 30.12.2020) y se aboga por seguir utilizando la de “homicidio”.
No es fácil navegar por un lenguaje que no nos acoge y evita nombrarnos. Y que cuando lo hace, lo hace sólo en su propio interés. Un buen ejemplo de ello es algo que sucedió hace unos días en España y que indignó incluso al juez que vio cómo la misma ley le impedía condenar los hechos. La situación le sonará muy familiar a la mayoría –por no decir a todas– de las mujeres: un tipo te grita una serie de lindezas de connotación sexual (llamados piropos) mientras vas caminando. Una vez recuperada del susto porque vas pensando en otra cosa, le dices al tipo que se calle y que te deje en paz. A lo cual el tipo comienza a seguirte y responde con una serie de improperios, entre otros el de calificarte como “puta”. En unos pocos minutos una pasa de ser una preciosidad y tener un cuerpo de muerte (no entro en las connotaciones) a convertirse en una “puta” porque no acepta los avances de ese macho en concreto. Esto es lo que le sucedió a una menor a plena luz del día. No se reporta si alguien intentó parar al tipo, pero sí que la jovencita no pudo hacer aquello que quería.
Somos princesas mientras somos sumisas, putas si somos autónomas e independientes y feminazis si reivindicamos esos derechos. Somos culpables de que nos violen, de que los hombres se distraigan de sus tareas, y no rindan. La tradición occidental nos atribuye las desgracias y el caos: Eva en el Paraíso, Pandora dejando escapar todo lo bueno de la famosa caja. La curiosidad femenina no trae ciencia ni sabiduría, sólo caos. Ese es el mensaje una y otra vez, mejor calladitas. Se trata de “el silencio o la vida”. Vuelvo a la misma pregunta que ya me hice este mismo año, “¿cuánto silencio puede servir de respuesta?” (https://www.eldesconcierto.cl/opinion/2020/06/20/violencia-machista-todavia-el-silencio-como-respuesta.html). Sigo sin tener respuesta.
Ahora que despedimos un año viejo y duro, me gustaría soñar que llegará una vacuna que haga volar por los aires la bien sujeta y enraizada estructura patriarcal. Una vacuna que nos proteja de la ferocidad de una misoginia que sigue creciendo como reacción a nuestras conquistas –la última se celebra en Argentina. Me temo, sin embargo, que no es momento de sueños, sino de acciones. Es necesario que marchemos juntas con las voces y el ánimo bien potentes, igual que el último 8 de marzo mientras atravesábamos la Plaza de la Dignidad, en el centro de Santiago.