El espacio creado durante el estallido para sacar perdigones y borrar del cuerpo el estigma de la violencia policial
“¡Maldición!”, pensó Enrique justo en el momento que recibió el impacto de un perdigón en su tobillo izquierdo. Al momento supo que ese disparo lo finiquitaría de su nuevo trabajo. Era la tarde del viernes 27 de diciembre y Enrique, de la Granja, 24 años y cuya identidad real queda reservada, se encontraba en los alrededores de Plaza Dignidad para protestar, como había hecho otras veces. Ese día llegó al centro “en plan pacífico” con su bicicleta y se puso como escudo, “para evitar que Carabineros avanzara hacia Vicuña Mackenna”, relata. Mientras estaba ahí –“literalmente, atrincherado”, dice– le llegó el proyectil y alguien lo socorrió.
Otra tarde de viernes, la del 13 de diciembre, fue, también, traumática para Carolina, quien habla con identidad reservada. A las 20 horas terminó su jornada laboral en las calles del centro, donde la empresa la había destinado para vender servicios de telecomunicaciones. La joven, sanmiguelina y de 31 años, iba por la Alameda, en busca de locomoción para devolverse a su casa, cuando sintió que se le “entumecía” la pierna izquierda. Acababa de recibir seis balines, cuatro de ellos le penetraron la carne hasta adentro. Un tipo la tomó en brazos y la sacó de la multitud.
[caption id="attachment_408346" align="alignnone" width="1024"] Radiografía de la pierna de Carolina / Foto cedida[/caption]
Piernas, brazos, espaldas, tórax, rostros, cuellos de cientos de manifestantes que salieron a protestar durante el estallido social fueron impactados y atravesados por miles de perdigones disparados por los agentes de seguridad del Estado. Según datos obtenidos por Ciper, entre el 18 de octubre y fines de diciembre, Carabineros descargó 152.000 cartuchos calibre 12, cada uno con una docena de perdigones. Solo en la primera quincena de la protesta, usó 104.000 cartuchos. Unos proyectiles que, en base a un informe de la Universidad de Chile, se componían en un 80% de minerales o metales como silice, sulfato de bario y plomo y solo en un 20% de caucho.
Enrique y Carolina fueron atendidos de inmediato en los puntos de primeros auxilios del Movimiento Salud en Resistencia (MSR). Dos de los cientos de heridos por perdigones que los brigadistas de salud auxiliaron los viernes de protesta, muchos de los cuales llegaban con lesiones en la piel acumuladas debido a disparos anteriores. “El volumen de personas atendidas era muy alto y no tenían un perdigón por persona, sino muchos porque las vainas, que traían entre 8 y 12 balines, se disparaban de forma cercana y directa a los manifestantes”, explica Karen, una de las médicas voluntarias del MSR que brindó primeros auxilios en la calle. "Eran heridas que no estábamos acostumbrados a ver", agrega. Fue en esas atenciones que los brigadistas de salud empezaron a detectar “una mala evolución de las heridas por perdigones” que observaban semana tras semana en los mismos cuerpos.
A mediados de noviembre el MSR difundió un comunicado en el que informaba de sus intenciones de “ofrecer un servicio de evaluación del estado de la lesión [por perdigones] y de curaciones en caso de ser necesario que se realizará en un centro fijo únicamente destinado para ello”. Pocos días después los voluntarios abrían el policlínico de seguimiento, un centro especializado en la extracción y rehabilitación de personas heridas por perdigones durante el estallido.
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De la clandestinidad a la formalidad
Si bien en un principio el policlínico se instaló en una dependencia de la Facultad Norte de Medicina de la Universidad de Chile, el espacio se consolidó en el consultorio Luis Hervé de la Facultad Sur de Medicina de la misma casa de estudios. “Inicialmente, buscamos el apoyo de la institucionalidad, pero nadie estaba dispuesto a darlo porque era un momento en que se criminalizaba la protesta y la Universidad iba a quedar como defensora y protectora de los ‘violentistas’”, cuenta José Silva, enfermero del policlínico y vocero del MSR. “Partió todo clandestino: no mandamos carta al rector ni había autorización superior”, precisa. El proyecto se implementó gracias a “la voluntad” de los y las trabajadoras de la universidad, dice, y no fue de pleno conocimiento de la autoridad universitaria hasta diciembre: “Después lo tenían como su guaguita”, ironiza el enfermero.
En el policlínico trabajaban de forma regular un equipo multidisciplinario formado por dos cirujanos, encargados de extraer los perdigones más complejos; seis médicos –entre los que había anestesistas–, diez enfermeras y enfermeros, una trabajadora social, una secretaria, dos psicólogas, un abogado e incluso tecnólogos médicos, que llegaron para manipular un ecógrafo que los profesionales se consiguieron.
“Contábamos con pabellón, esterilizador y materiales de todo tipo”, apunta Silva. Según los cálculos del MSR, cada día de funcionamiento costaba un millón de pesos, por lo que fue imprescindible la solidaridad de la gente que aportó sus recursos para levantar la iniciativa. “Nunca cobramos un peso por hacer este trabajo”, enfatiza el vocero de la organización. “Incluso, muchos de los chicos que llegaban desde el privilegio de la salud privada venían a sacarse el perdigón allá porque en la clínica les cobraban más de un millón por atender la herida”, detalla. En tres meses de funcionamiento (noviembre-enero), en el policlínico se atendieron cerca de 300 personas y se practicaron más de 80 cirugías. Con la llegada de la pandemia, el seguimiento presencial se transformó en telemático y el acompañamiento psicológico, que llegó a 200 atenciones, también pasó a la virtualidad.
[caption id="attachment_408348" align="alignnone" width="900"] Imagen referencial / Agencia Uno[/caption]
"La huella de la violencia del Estado"
Carolina llegó al policlínico porque en la Asociación Chilena de Seguridad (Ach), donde se había atendido por tratarse de un accidente durante un trayecto laboral, “las limpiezas no eran las óptimas”. Necesitó tratamientos específicos para deshinchar su pierna: se había infectado y tenía afectada una arteria. También recibió acompañamiento psicológico, al igual que Enrique, que acudió al centro para que le extrajeran un perdigón que no le quitaron en el Hospital Barros Luco, donde lo atendieron previamente por una infección provocada por el proyectil.
Las recomendaciones clínicas para atender las heridas de bala y perdigones señalan que, en términos generales, no deben extraerse si no presentan complicaciones porque cualquier intervención podría perjudicar la herida. Este fue el criterio que imperó en los hospitales que atendieron a heridos los heridos de las protestas.
https://twitter.com/natohenri/status/1187721996211240961
El MSR, pero, optó por contravenir los estándares médicos. Para los birgadistas, extraer los perdigones se trata de una “cuestión política”. Karen, que en el policlínico se encargó de retirar proyectiles de menor complejidad, cuenta que “el perdigón era la huella o la herida física de la violencia de Estado en los cuerpos de los manifestantes, por eso pedían que se lo sacaran”. En opinión de Patricia Castillo, psicóloga del policlínico de seguimiento, “hay un aspecto traumático del perdigón que tiene que ver con llevarse la represión adentro. Es una marca en la piel de una humillación que cargas”. La doctora en Psicología recalca que el balín “rememora un acto en donde el otro aprovechó una oportunidad y te puso la pata encima”, añade.
Junto con el trauma hay dolor y otros síntomas y dificultades como insomnio, angustia, caídas en ciertas lógicas paranoicas, ganas de llorar, sensación de impotencia, estrés postraumático, problemas laborales y un repliegue social, entre otros. “Tiene una finalidad estigmatizante”, dice la psicóloga. Comenta que hay casos en los que familiares o amistades “no legitiman la práctica de la violencia callejera” y eso significa que “ponen en cuestión tu herida”.
Para Enrique, sacarse el perdigón significó “quitarse un gran peso de encima, casi espiritual”. A Carolina, mantenerlos en su cuerpo le provocaba “rabia”, dice, por “la injusticia de lo ocurrido ese día”. Ambos perdieron sus trabajos por las consecuencias de la violencia policial. Los problemas funcionales les impidieron desarrollar sus nuevos trabajos y las licencias médicas se convirtieron en despidos. “Todo quedó truncado”, lamenta ella. Los dos siguen con problemas físicos y hasta hoy Enrique está con tratamiento psicológico. Le afecta ver imágenes de Carabineros y leer noticias sobre ellos: “Veo una patrulla en la calle y se me eriza la piel. Me hace mal”, reconoce.
La doctora Castillo habla del “sufrimiento” asociado a las personas heridas en la “lucha callejera”, de la que “solo se rescata la dimensión heroica”, pero no sus momentos de “soledad o fragilidad”. Para muchos, recuperarse de las heridas significó permanecer solos en su casa: “Los compañeros con quienes estuvieron en la calle no estaban porque ni siquiera se sabían los nombres”, enfatiza. Enrique experimentó precisamente esto: “Más allá de la marcha, uno volvía a su casa y hacía su vida; en ese sentido, el país no cambió. A mi casa no fue a visitarme gente con la que estuve marchando porque no nos conocíamos. Lo triste fue que me sentí un soldado más”, confiesa.
[caption id="attachment_408347" align="alignnone" width="900"] Imagen referencial / Agencia Uno[/caption]
Un espacio "catártico"
El policlínico de seguimiento funcionaba los viernes, desde el mediodía hasta la noche. Los profesionales que lo integraron recalcan la intención de convertir ese espacio en un lugar de atención integral, que fuera más allá de “sacar el perdigón y listo”, puntualiza Karen. Mientras los médicos y cirujanos extraían los balines –podían alcanzar a sacar hasta 10 en una tarde cada uno–, la dupla de psicólogas llevaban a cabo la llamada “compañía en sala de espera”, una técnica de acogida de los pacientes y sus familiares que permitía tratar y pesquisar el estrés postraumático que iba apareciendo.
“Transformamos la espera en un grupo de apoyo que tenía un libreto más político”, explica la doctora Castillo. “Hablamos de los objetivos de la violencia de Estado y abrimos la palabra para conversar sobre lo ocurrido: reconstruir la escena, el momento de socorro, las primeras atenciones médicas, el rechazo en el sistema de salud pública y las experiencias de maltrato”, cuenta.
El enfermero José Silva destaca “la reflexión” que trataban de infundir a padres y madres de los jóvenes –en su gran mayoría– que acudían al centro, quienes a menudo reprochaban las conductas de sus hijos: “Hacíamos verles que [los chicos] estaban allá porque un policía los había disparado y que nunca va a valer más tirar una piedra o romper un semáforo que una violación de los derechos humanos”. Hubo mamás, recuerda Silva, que se dieron cuenta que sus juicios estaban equivocados. Voluntarios, pacientes y familiares se apropiaron del espacio, que con el tiempo “se transformó en algo catártico”, expresa la doctora Castillo.
Para Carolina, acudir al policlínico iba más allá de revisar las heridas de los perdigones, porque los profesionales "se preocupaban de saber cómo una estaba". Resalta que los médicos eran "muy humanos y honestos, con una gran vocación, y que ofrecían atención de calidad y gratuita a quienes la necesitaban". Para Karen, el equipo del policlínico de seguimiento “puso a disposición [de la gente] sus conocimientos y saberes” para desarrollar un trabajo que se convirtió en su “propia forma de protestar”.
En los últimos meses, Carabineros cambió el tipo de perdigón que utiliza –supuestamente, "como una medida extrema y de legítima defensa". Para los expertos, pero, la nueva munición tampoco garantiza las condiciones de seguridad adecuadas. En la Comisión de Defensa de la Cámara de Diputados y Diputadas se está tramitando un proyecto de ley, propuesto por parlamentarios del Frente Amplio y la Fundación Los Ojos de Chile, que busca prohibir el uso de balines, perdigones y armas sonoras por parte de Carabineros.