Valparaíso, el catastrófico esplendor
Están de vuelta las ollas comunes en la ciudad puerto y los medios de comunicación las celebran como una auténtica y bella cultura local, histórica, patrimonial, testimoniando el corazón grande y generoso de los porteños acostumbrados a unirse frente a las adversidades, ilustrando la verdadera solidaridad. Las autoridades, en un gesto que cuesta nada, crean un permiso especial por las personas que la organizan. Y todos encerrados en su casa aplauden emocionados frente a su pantalla, conmovidos por esa imagen de la solidaridad porteña.
Las ollas comunes aparecieron porque, después de cinco meses de estadillo social y cuatro meses de pandemia, Valparaíso está en una situación dramática y catastrófica que la cuarentena distorsionó, que las cajas distribuidas no tapan y que ni las tardías medidas gubernamentales o el esperado 10% no acabarán tan fácilmente.
¿Quién se atreve a decir que si hay ollas comunes es porque hay hambre? Hambre exhibida con inteligencia y luces –y estúpidamente censurada– en pleno centro de Santiago y que poco responsables políticos quieren enfrentar, porque cuando se trata del hambre de verdad no lo quieren ver.
¿Por qué tengo la sensación de que los dramas en Valparaíso se muestran como típicas postales alegóricas de la pobreza? ¿O sea, que le va tan bien la catástrofe a Valparaíso? ¿Desde cuándo?
Detrás, la postal ilustrando la catástrofe, siempre muere Valparaíso y sus habitantes, y la bella estética de la catástrofe como rutina mediática y retórica política lo esconde hipócritamente desde hace demasiado tiempo. Esas actitudes de compasión o admiración no resuelven las consecuencias de los hechos catastróficos ni prevén sus repeticiones porque no atacan las verdaderas razones.
¿Cuándo la belleza de Valparaíso dejará de ser considerada bajo el criterio de la nostalgia, del romanticismo, del mito de la bohemia, a través del prisma de la linda catástrofe, y será considerada como una ciudad llena de habitantes que quieren ser amados y respetados, y no maltratado o ignorados?
Desde que Santiago fue proclamada capital de Chile, empezó la relegación discriminatoria del puerto principal. Y Valparaíso será tratado como provinciana y relegada a lo lejano de lo que importa.
Basta con recordar las catástrofes y tragedias sufridas por Valparaíso los 120 últimos años, con los terremotos de 1906 y 1985, los últimos incendios de 2014 y 2017, las partidas de los europeos y descendientes por los dos conflictos mundiales, la abertura del Canal de Panamá, que arruinará el puerto y la ciudad, la Gran Depresión de 1929, la huida de las industrias a Santiago en la dictadura, etcétera.
La alegría del renacimiento post-guerra se propagó en los nuevos balnearios de moda, dejando al puerto querido puras canciones para llorar un pasado dorado. El barrio rojo o chino como nuevo exotismo recordando el lema antiguo de los marinos: “Valparaíso, un muelle de mil burdeles”.
El golpe militar empezó en el puerto y dejó cicatrices profundas y la dictadura siguió fortaleciendo el carácter amargo de los porteños, acostumbrados definitivamente a ser los habitantes del patio trasero de los terratenientes, abusados del alma compartida entre feudalismo y neoliberalismo.
La victoria del NO dejó al debe las promesas a una ciudad-puerto sacrificada, que no verá ninguna alegría venir hasta 2003 y la inscripción de Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, que género sueños y expectativas, pero nada más.
A cada catástrofe o tragedia, el Estado se caracterizó por su ausencia o la falta de interés por reparar los daños y apoyar a la ciudad puerto. No apoyó al desarrollo del turismo, no ayudó a restaurar el casco histórico patrimonial, se demoró más de diez años en comprar los ascensores para salvarlos, e incluso impulsó proyectos que iban en contra de la decisión de la Unesco, como el proyecto de un puerto industrial obsoleto.
Y son los porteños mismos que, en un acto de resiliencia que marca la historia política del país, después del incendio de 2014, quienes se organizaron para echar a las autoridades locales incompetentes y corruptas, organizando unas primarias ciudadanas cuyo ganador terminó siendo Jorge Sharp. Pero empezó de nuevo el chaqueteo capitalino, político y partidista. Porque de nuevo Valparaíso innovó y propuso nuevas ideas que la capital no quiere.
¿Cuántos muertos, cuántos desastres y cuántas penitencias deberá pagar Valparaíso para que un día, solamente un día, se terminen para siempre los prejuicios, los estereotipos y la depreciación desde las élites dirigiendo en la capital sus ignorancias, sus incompetencias y sus prepotencias?
Valparaíso no es ningún Ave Fénix que renace de sus cenizas, porque detrás de los incendios que la traumatiza, cada verano por pirómanos y cada invierno por pobrezas, son muertos, destrucciones, casas perdidas y bomberos sin paga.
Pero todos amamos a Valparaíso, ellos también.
Como amamos a esa tía loca que existe en muchas familias, esa tía vieja que asusta los niños, porque habla fuerte, se maquilla demasiado, fuma como tres, porque los otros dicen puras malas cosas de ella, que debería haber estudiado o debería haberse casado y no ir de paseo en Europa con ese hijo o hija de millonario y que no tiene hijos. Y cuando cuenta su vida dice: “¡Tuve una vida maravillosa porque estuve siempre libre, pero si todos me amaban, nadie me respetó!”.
Eso le pasa a Valparaíso, como mujer víctima de la cultura patriarcal y machista del país: todos dicen amarla y nadie la respeta. Está abandonada y parece que nadie quiere ayudarla.
Más encima se pelean para hacerla más fea.
Como las inmobiliarias movidas por codicias que desfiguran el anfiteatro natural, tapando la vista al mar a miles de porteños humildes para pocos privilegiados imbéciles que compran una linda vista a cambio del odio de sus futuros vecinos.
Y las empresas portuarias, que no pagan ni un peso de impuesto a la ciudad, que tapan la bahía con sus contenedores, que no dan pega a los porteños desde la automatización de sus grúas que cargan y descargan contenedores llenos de mierda made in China para llenar los malls y sus créditos venenosos, matando los comercios locales. Ese puerto que cerró el acceso al mar con alambre púa, y que con el actual proyecto del T2 quiere instalar un complejo industrial en pleno corazón de una zona protegida por la Unesco, transformando de nuevo Valparaíso en zona de sacrificio.
A Valparaíso le sobran los sacrificios, los abandonos y las postales.
Su aparente capacidad a la resiliencia fascina, cuando debería interpelar para prevenir las catástrofes y reconstruir una ciudad más fuerte, más resistente, más preparada por el futuro y no dejarla abandonada a una mítica belleza patrimonial de la nostalgia llorona.
Valparaíso debería ser una capital cultural y creativa, un eje turístico por su bello patrimonio, un gran polo universitario, la verdadera joya del Pacífico. Con un patrimonio mundial reconocido y restaurado, con todos sus ascensores, con un borde costero totalmente abierto, sin puerto industrial nocivo, con un respeto arquitectónico que protege el anfiteatro y una ley que favorece el crédito hipotecario para restaurar sus casonas antiguas. Con un cambio de giro del impúdico edificio que alberga un Congreso que debería partir de vuelta a la capital, con un hospital más, con un verdadero muelle para los cruceros y un terminal de buses decente, con una línea de tren directa a la capital y al aeropuerto.
Todo eso significa una política nacional ambiciosa y generosa, y no cajas de cartón, ni tramposo plan “paso a paso” pandémico, ni 5G.
Valparaíso debería entrar orgullosa en el siglo XXI y dejar atrás su catastrófico esplendor.