A 53 años de la Toma de la UC, ¿qué lecciones aún deberíamos aprender?
Corría agosto de 1967 y el Comité Ejecutivo de la FEUC se congregó para una jornada en una casa perteneciente a la comunidad jesuita. Era la misma casa de retiro donde el Padre Hurtado comunicó y predicó la necesidad de universidades católicas vinculadas con el pueblo y la sociedad chilena. En ese espacio el estudiantado definió la nueva estrategia de avanzar en el proceso de Reforma Universitaria que ya traía 10 años de discusión con las autoridades. Se planteó que para el año 1967 se insistiera en la idea de una crisis de autoridad y que la salida era “nuevos hombres para la Nueva Universidad”. Para ello había que aprovechar que el 9 de agosto terminaba el periodo del presbítero que tenía el cargo de Pro-Rector y que allí se pidiera nombrar a un laico con atribuciones para impulsar los cambios.
Se acordó la realización en el mes de abril de un plebiscito estudiantil sobre el cambio de la autoridad y para la fecha de agosto una huelga general indefinida. Para que la huelga tuviera el éxito esperado, se planteó como alternativa la de cerrar la universidad mediante una Toma de la Casa Central.
Es así como el Consejo General de la Federación, con la representación de todos los centros de alumnos de las Facultades y Escuelas de la universidad, se reunió el 10 de agosto en el Salón de Honor de la Casa Central, para informar sobre el nuevo engaño de la autoridad respecto a la situación del Pro-Rector. Allí la asamblea acuerda en ese momento la huelga indefinida.
Entonces, a las 00:00 horas del día 11 de agosto se realiza la “toma” de la Casa Central. Tanto la toma como la huelga estudiantil terminarían sólo si se nombraba una nueva autoridad. La toma duró desde el 11 hasta el 22 de agosto. En todo ese tiempo hubo fuertes negociaciones entre estudiantes, profesores, las antiguas y las próximas autoridades. También participaron activamente la Iglesia chilena, el propio Vaticano y el gobierno de Chile.
Las demandas, desde el punto de vista actual, eran legítimas y se podrían resumir en dos grandes ideas: (1) la “universidad para todos” que apuntaba a la necesidad de abrir la UC – ajena a los procesos de cambios que ocurrían en la sociedad– al pueblo, eliminando las barreras económicas y contemplando las necesidades de los más desposeídos. Y, por otro lado, (2) se exigió una estructura más participativa a través del co-gobierno donde todos los estamentos se viesen representados a la hora de tomar decisiones y de elegir a sus representantes.
No hay dudas de que eran otros tiempos políticos y sociales. En esa época la confianza en las instituciones, como los partidos políticos o la Iglesia, eran mayores y no existía un modelo neoliberal asfixiante que mercantilizara todos los aspectos de nuestra vida y que provocara la desigualdad que hoy en día se respira en Chile. Además, existió una dictadura de 17 años entremedio, que provocó una pérdida humana incalculable y una ruptura cultural y política que hasta el día de hoy presenciamos.
A pesar de esas diferencias, recordar este hecho nos podría dar, al menos, tres grandes lecciones a las comunidades universitarias que vale la pena reflexionar.
En primer lugar, la demanda por universidades más democráticas, no solamente es legítima, sino que es posible. Antes de la reforma universitaria, el Consejo Superior estaba cerrado a estudiantes y otros estamentos. Posterior a ella, el estudiantado gozó de un 25% de representación y el cuerpo administrativo y de trabajadores/as ocupó otro 25%. Sin embargo, no quedó allí. Para la elección del nuevo Rector, Fernando Castillo Velasco, participó toda la comunidad universitaria, de una forma mucho más vinculante de lo observamos hoy en día. El co-gobierno fue una realidad.
La segunda lección, tiene que ver con la importancia de un estudiantado activo y con conciencia de clase en la construcción de una universidad con un rol público transformador. Las y los estudiantes se vincularon con organizaciones territoriales fuera de la universidad, lo suficiente para entender que lo que sucedía afuera no tenía relación con lo que sucedía adentro. Por otro lado, mientras afuera la Iglesia católica cedía terrenos para avanzar en la Reforma Agraria, adentro el catolicismo hegemónico era el conservador que tildaba de “marxistas” a quienes se atrevían o vivían con el pueblo.
En tercer lugar, la reforma de 1967 nos enseñó que una comunidad universitaria que trabaja en conjunto, e instala como objetivo la justicia social, tiene como resultado una universidad fortalecida y que crece en todos los ámbitos. Se observó a estudiantes conversando y deliberando con docentes de manera cercana y fraterna. El resultado de la reforma fue una Rectoría que contaba con apoyo estudiantil y con el apoyo de cientos de docentes. Sólo de esa forma se logró una nueva estructura académica, la cual conocemos hasta hoy, con Departamentos, Instituciones y Escuelas. Además, se promovió la investigación y se instaló el concepto de la interdisciplina. Gracias a la reforma, la UC pasó de ser un “colegio de curas” a una verdadera universidad.
Lamentablemente, este sueño de universidad más abierta y democrática fue obstaculizado, por las ideas reaccionarias del Movimiento Gremial, quienes lograron aprovechar la división de la izquierda universitaria y vencer en las elecciones de 1969. Para la derecha, luchar por la justicia social, y tomar una postura política en favor de las transformaciones sociales que ocurrían en esa época, no era lo que deberían hacer los estudiantes. Todo esto llegó a su fin con el Golpe de Estado y la intervención militar en la UC, que no sólo significó la caída de este sueño de universidad que algún día tuvimos, sino también significó la persecución y muerte de 29 miembros de la comunidad universitaria.