Opinión | Justicia ambiental en Chile: Un acceso desigual
A muchas personas los conflictos ambientales les pueden parecer lejanos, pero en realidad están muy cerca nuestro y la forma en que se desarrollan tiene un gran impacto en nuestras vidas. Cuando vecinos de Ñuñoa supieron que se les instalaría el Mall Vivo en la cornisa de su barrio y sus vidas, empezaron un largo proceso que partió con organizarse y llegó a la Corte Suprema. El gran proyecto cuenta con 30 pisos de oficinas, gimnasio y un apart hotel, y en su etapa de construcción ha alterado su calidad de vida: ruidos, ratones, polvo y murallas que se agrietan. Han realizado completadas y almuerzos para poder costear la defensa jurídica que les permitiera llevar sus intereses al lugar donde se estaban discutiendo, sin ellos. Resguardar su calidad de vida ante el megaproyecto de Álvaro Saieh, es un camino lleno de obstáculos.
Esta situación es un paradigma de los conflictos ambientales. Por un lado, un proyecto que se configura desde un interés económico, que tiene los medios económicos para desarrollar infraestructura, minería, industrialización o “urbanidad” y que se instala como si ese capital fuera a compartirse en forma de empleos justos y bien remunerados, sin destruir otros que ya existen en el territorio. Por el otro, vecinos comunes y corrientes que no tienen realmente opción de decidir, ni siquiera en conjunto, si quieren o no ese impacto en sus vidas y que deben financiar la defensa con sus propios medios. El curso de los conflictos socioambientales está marcado por las asimetrías de poder entre las partes y el Estado no garantiza el acceso a la representación jurídica a quienes no puedan pagarla. Ese espacio ha sido abordado por abogadas y abogados particulares y ONGs que se dedican a la justicia ambiental, pero que en la realidad chilena no dan abasto para cubrir la cantidad de conflictos y están subfinanciadas para ejercer ese rol.
Nuestro sistema de acceso a la justicia supone que, si una persona lo necesita, debe poder contar con un abogado aunque no pueda pagarlo. Esto funciona, con -grandes- matices, en sede civil, laboral, de familia, penal, etc. Cuando se trata de materias más específicas o modernas, como la libre competencia o defraudaciones tributarias, por ejemplo, el Estado encarga a instituciones especializadas que velen por la protección de esos intereses. Sin embargo, en sede ambiental ha sucedido que pese a contar Chile con institucionalidad ambiental, los principales usuarios son los proyectos que buscan obtener los permisos para su instalación y funcionamiento, y cuando se problematizan situaciones como la excesiva demora de los procedimientos de la institucionalidad ambiental, se hace desde el punto de vista de la tramitación del proyecto en vez de la tramitación del conflicto ambiental. Los tiempos que demora la Superintendencia de Medio Ambiente (SMA) o el Servicio de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA), por un lado, no alcanzan para resolver un conflicto antes que el proyecto esté ejecutado, y por otro, pone sobre las espaldas de gente común y corriente elevados costos asociados a conseguir representación jurídica.
Esto se vuelve crítico, porque cuando se habla de conflictos socioambientales, no necesariamente se trata de lugares prístinos, ni alejados. Puede suceder en territorios rurales o urbanos: una planta de áridos, un mall, una bodega industrial, una minera, una termoeléctrica, dos, tres o cuatro; el conflicto ambiental no hace muchas distinciones. Y mientras la institucionalidad ambiental esté pensada como un engranaje de la gestión del proyecto, las comunidades que logren llevar sus posiciones allí, serán planteadas de forma implícita pero obvia, como contraparte, ya que la institucionalidad está para aprobar proyectos, y las relaciones serán bilaterales salvo que una comunidad logre oponerse. Mientras tanto, los proyectos crean lazos con las comunidades a través de sus planes de Responsabilidad Social Empresarial, entregando regalos que transitan diferentes niveles de irrelevancia, y que distan de la mejor contribución que podrían hacer en realidad: dejar de contaminar y extraer las riquezas de los territorios. En este escenario, se hacen obvias ciertas preguntas: ¿dónde está el Estado? ¿dónde está el resguardo de los intereses públicos, de los bienes comunes del ciudadano común?
Estos cuestionamientos cobran hoy más relevancia que nunca, cuando -en medio de una pandemia que ha develado la fragilidad de lo público- el gobierno y parte de la oposición se encuentran impulsando un “acuerdo de reactivación económica” que plantea la agilización regulatoria y de plazos para proyectos de inversión, lo cual parece indicar que -contrario a como se plantea en el resto del mundo- en Chile las autoridades buscan profundizar el modelo de desarrollo que nos ha llevado a estas inequidades.
Aunque tenemos un largo y difícil camino por delante, unirnos con otras y otros para posicionar los conflictos ambientales, muchas veces desde la precariedad indigna, fortalecerá siempre la idea detrás de la lucha por justicia ambiental, al mismo tiempo que alimenta el apoyo mutuo y la esperanza. Que estos tiempos de crisis que atravesamos, sirvan como invitación a construir vínculos y comunidad, ya que en contextos en donde los recursos son escasos, es la construcción colectiva el activo invaluable que permitirá avanzar en el camino de la justicia ambiental.