Un regalito para nadie

Un regalito para nadie

Por: Catalina Mena | 31.05.2020
Sabía que la caja le iba a durar poco y que había algo tramposo (“gato encerrado”, dijo) adentro. Pero nada podía empañar ese momento de pasajera felicidad. Por primera vez alguien, que no fuera un vecino o un doctor, le decía su nombre y le pedía su carnet.

Entre tanto valle de lágrimas, hace cinco días recibí una buena noticia. Una mujer amiga, que vive en una población de San Bernardo, me llamó una mañana para contarme que le habían tocado el timbre. Ella está pasando cuarentena con una hija que tiene parálisis cerebral y usa pañales. Pero tuvo tres hijos más. Uno se suicidó en una cárcel del norte, a los 18, cuando lo pillaron traficando coca. El otro se murió chico, como a los 6 años, cuando una noche se sintió pésimo y fue a la posta: la mamá aguardó en la sala de espera hasta las 6 de la mañana, y recién entonces fue a preguntar por su hijo. “¿No le dijeron que murió?”, fue la contrapregunta. Le quedó otro hijo que vivía con ella y que era un alumno esforzado. Sacaba las mejores notas en la escuela y podía quedarse trasnochando adentro de la cama (para no tener frío), con la luz de una vela (porque nadie pagaba la electricidad), estudiando las materias escolares. Pero de repente se achoró, encontró una novia en la pobla y decidió que su vida era una mierda. Así es que se fue con la novia y dejó a la madre sola

Zulema ya había sido abandonada por el padre muchos años antes, cuando el hijo menor era una guagua. El hombre trabajaba en faenas agrícolas y se ausentaba por largas temporadas. Un día no volvió más. Así es que la señora tuvo que hacerse cargo del chiquerío. Para eso conseguía planchados. Iba a las casas del barrio de Estación Central, tocaba el timbre, y se ofrecía para planchar la ropa. Con esto se las arregló un buen tiempo para sostener a la familia. Entre medio, tras la muerte del niño de 6, se enfermó de cáncer y ha pasado entrando y saliendo del hospital durante 20 años. Dice que no se muere porque tiene que cuidar a su hija mayor, la que tiene parálisis cerebral, que por suerte hasta hace 2 meses y medio estaba en un internado donde no había que pagar, excepto los pañales. Ahora el internado se cerró, por culpa del virus. Y entonces esta mujer está con su hija en la casa.

Pero hoy recibió la famosa cajita. Me llamó para contarme que sí, que ahora a ella le habían tocado el timbre. “¿Es usted Zulema?”. “Sí, soy yo”. “Me dijeron mi nombre, mi propio nombre. Me pidieron el carnet y me entregaron la caja”.

De inmediato comenzó a enumerarme el contenido de la caja, que venía llena, aclaró (y no vacía, como le ha pasado en otras ocasiones). Lo que ocupaba la caja eran 2 paquetes de té negro, una bolsa de leche en polvo de 900 gramos, 1 kilo de harina, 4 paquetes de fideos de 400 gramos, 2 kilos de arroz, 3 tarros de jurel, 1 kilo de lentejas, 1 kilo de garbanzos, 3 tarros de verdura en conserva, 3 tarros de fruta en conserva, una botella de aceite, 1 kilo de azúcar, 1 kilo de sal, 3 sopas en polvo, un tarro de leche condensada, una bolsita de aliño surtido, 2 tarros chicos de salsa de tomates, una bolsita de mermelada y tres pequeñas bolsitas de levadura (quizás lo más preciado). Observó, eso sí, que eran “demasiados fideos” y que en el almacén de la esquina esa caja completa le costaba 17 mil pesos (y no 34 mil, que es lo que pagó el gobierno al empresario Álvaro Saieh, quien fue uno de los principales proveedores).
Sabía que la caja le iba a durar poco y que había algo tramposo (“gato encerrado”, dijo) adentro. Pero nada podía empañar ese momento de pasajera felicidad. Por primera vez alguien, que no fuera un vecino o un doctor, le decía su nombre y le pedía su carnet. Alguien con una caja y una casaca roja le comprobaba que ella existía. (Parece que existimos –nos sentimos caja llena– cuando alguien nos nombra).

Hoy la llamé para preguntarle cómo le estaba yendo con la cajita. Me dijo que ya se habían comido casi todos los tallarines, les quedaba medio paquete de lentejas, tal vez para dos días más. Me confesó llorando que se sentía estafada, porque ahora se había enterado que la próxima caja se entregaría en seis meses más.

La ilusión había durado 5 días, contados. Pero, ¿por qué? ¿Si esa poquita cosa (ese regalito con nombre, que luego se volvió engañoso, después deficiente, y que ahora tenía cara de estafa) igual logró palearle el hambre por un rato? Los casacarroja tienen la respuesta. Ellos saben que pueden entregar un “regalito” (un “engañito”, dice también la jerga popular, “algo que sea”, “casi nada”) a “nadie”. Y que ese “nadie” se los va a agradecer. (Mañalich, en un arrebato de sinceridad, ahora dice que no sabía que existía tanta pobreza y hacinamiento en la Región Metropolitana… ¿en serio?).

La cuestión cae en la categoría del “regalito” que hay que agradecer (“a caballo regalado no se le mira el diente”). No es un derecho, no es nada que uno merezca. (¿Derechos? ¿Yo tengo derechos?, se preguntará Zulema en su orfandad). Y la táctica del “regalito” (cuando se realiza desde el poder hacia el subalterno) es una de las formas más perversas del abuso del poder; ha sido frecuente en el abuso sexual así como en la trata de personas o en las relaciones que tenían los latifundistas con el inquilinaje: no darles plata (para que “no se malacostumbren”), mejor darles un regalo. No un justo sueldo: mejor las fichas para la pulpería.

Se transa el sometimiento por un pequeño beneficio material, palpable, visible, cargado de un sentimentalismo exento de valor económico. Para que ese baile funcione se necesita que haya gente “vulnerable”. El término “vulnerabilidad” es un eufemismo. A veces alude a desventajas frente a la justicia penal, a la seguridad humana, a la salud, etcétera. Pero siempre atañe a la posibilidad de ser “víctimas-agradecidas” de un “regalito”. Ser pobre, pertenecer a un grupo minoritario o no tener una condición jurídica reconocida te ubica en ese lugar.
Y vuelvo a la Zulema. Su resignada felicidad –que poquito le duró– respondía a ese “Decálogo del Buen Pobre” que describió el periodista Daniel Matamala: agradecido, comprensivo, paciente. La actitud de quien nunca ha tenido nada, de quien se acostumbró al ninguneo, de quien asume su condición de “necesitada” como identidad cultural –desde el latifundio a esta parte– y agradece lo poco que le den. Receptivo y obediente (si realmente es un “buen pobre” y no un “delincuente”).

Y es que el hambre de Zulema no es sólo esa sensación agobiante de pasar días con el estómago vacío y buscar la forma de conseguir alimento, sino también la experiencia arrastrada, durante casi toda su vida, de no ser nadie, de ser caja vacía. Necesitar la mirada de otro para llenarse: ser reconocido. Entonces escuchar el propio nombre, dicho por otro, le quitó el hambre por un rato. Debe ser por eso también que cuando uno se enamora deja de comer: era hambre de otra cosa.