VOCES| ¿Era muy difícil imaginar que en una pandemia, sin poder salir a trabajar, los pobres no tendrían para comer?
Las sirenas de las ambulancias cortan el silencio de la noche y a varios nos impiden dormir, a la espera de la siguiente, como en un macabro conteo de ovejas en el insomnio enquistado en esta cuarentena.
Al llegar la mañana, las cifras nos dan escalofríos. Parecía tan lejano su aumento y ahora se adueñaron de la ciudad, de las calles, de los locales cerrados, de los edificios iluminados con luces rojas intermitentes para que los helicópteros no fallen en sus recorridos a la caza de enfermos y revoltosos.
La ciudad está fragmentada como un rompecabezas de comunas pintadas de colores: el verde se salva, el rojo está contagiado. Y Santiago es un gran mapa que pinta los territorios según la tragedia que sus habitantes están sufriendo. Los rojos son las zonas de enfermos de COVID-19, lugares donde no cabe el color verde, donde se amontona la desgracia y el dolor. Son las comunas pobres, no un par, sino todas las que conforman nuestra periferia.
No solo de respiradores vive la gente, también debe alimentarse. Nos repiten que meses antes de llegar la enfermedad al país ya estaban comprando y peleando en el mundo por respiradores que demorarían en llegar, pero que al haber previsto la necesidad a tiempo podrían evitar su carencia cuando las cosas se pusieran difíciles ¿No es lo mismo con los comestibles? Este es un gobierno que si de algo sabe es del futuro económico, sobre todo si este viene negro ¿Era muy difícil imaginar que en una pandemia, sin poder salir a trabajar, los pobres no tendrían para comer?
Era cuestión de adelantarse a comprar la mercadería, evitando la especulación y la escasez. Se trataba de planificar con tiempo una logística de distribución, si se optaba por esta titánica medida. Era cosa de haber entregado recursos con este fin a los municipios antes y así ellos, que lo pidieron desde el comienzo, usarían su experiencia aplicando estrategias comunales.
Una dueña de casa sabe que debe tener todo comprado si quiere darle almuerzo a los suyos. No se le ocurre después de días sin comer que en una de esas hay que salir a comprar. No es razón no haberlo previsto. Eso es aún más grave, sería admitir que somos gobernados por estúpidos, ya ni siquiera por ineptos.
Me atrevo, una vez más, a pensar que la ignorancia acerca de las condiciones de vida del pueblo que gobiernan es abismante ¿Es que creyeron que todos eran contratados y cobrarían seguro de cesantía? O puedo pensar que la avaricia, el no soltar los recursos sino como cuentagotas, incluyó también no haberse adelantado para evitar gastar una cantidad grande con una logística cara. En una de esas no era necesario, la cuarentena era evitable y no habría que ir de puerta en puerta llevando cajas; en una de esas serían unas pocas comunas las zonas de sacrificio. Pero no resultó y más de la mitad de Santiago se convirtió en sitio de hambre, ni siquiera de contaminación ambiental y enfermedades a largo plazo, sino lugares donde hay que salir a hacer barricadas para pedir un plato de comida y tienen que llegar los medios para contar la desesperación; las ollas comunes de antaño volvieron en gloria y majestad, tan organizadas que casi da gusto ver cómo se cocina el charquicán, cómo las mujeres del vecindario se esmeran con sus gorros y mascarillas bien puestas, en hacer lo que un gobierno, que ha presumido años de su eficiencia, que le ha sacado brillo al progreso, que se cree único en el continente, no ha sido capaz de solucionar de acuerdo a esa eficacia de la que tanto se jactaron.
Y así llegamos al derrumbe del sistema sanitario. A pesar de que la experiencia vivida en países desarrollados, con buenos sistemas de salud pública, daban testimonio del comportamiento de la pandemia, aquí, por alguna misteriosa razón aseguraban sería distinto. Pero no lo fue. Hoy los hospitales hacen esperar quince horas al paciente COVID que todavía respira solo, hasta el oxígeno de las urgencias escasea, faltan boxes y están poniendo de a dos pacientes en esos cubículos que se supone son para atención individual, el personal médico no puede más al tratar de sostener con sus manos la ruptura del dique.
La incoherencia del discurso es temible. En un mismo día (ya no de una semana a otra) el ministro nos da cifras aterradoras, acepta incluso como legítimo el estudio de una universidad, con la cual ideológicamente coincide, como una investigación verdadera. Ahora es oficial que los cálculos fallaron, el número de contagiados no es tal, es 7,6 veces más que los reportados por el informe diario ¡Los asintomáticos volvieron a aparecer en cantidades mayores! Vienen avalados y bendecidos por El Mercurio, no por un pasquín de izquierda que hasta ayer se encargaba de publicar y advertir de las cifras erróneas que el gobierno venía reportando.
Minutos después, el mismo día y en la misma exposición, vuelve a nombrar la palabra normalidad , esa misma que despistó a muchos y salieron a la calle con la venia de la autoridad, dejando una estela de contagios. Ahora va dirigida a regiones como antes se instaló en Santiago, con una seguridad que ahora estamos pagando. La contradicción estimula a ciertas personas a salir y a dejar el despelote en fiestas, paseos, idas y venidas a la playa, cuando aún estamos lamentando en Santiago los resultados de tal torpeza. Al parecer faltan zonas de sacrificio para abultar las cifras de contagios.