La pandemia de clase y género
Las manifestaciones sociales que se estaban produciendo en diversas partes del mundo se vieron interrumpidas por la llegada del COVID-19. Los deseos de cambio, crisis de las democracias, desigualdades sociales e indignidad con la que vive la población vulnerable, se vio entrecortada no solo por un mandato de autoridad que nos envía a casa a guardar cuarentena; algo más profundo hay sobre la propagación del coronavirus, algo más poderoso que la disuasión policial de las marchas en Plaza Italia: la idea de igualdad. Porque, a simple vista, pareciera ser que el virus ataca por igual a cualquier ser humano, no discrimina. Al fin un fenómeno global, aunque letal, aparece para demostrarnos un trato igualitario. El trato digno que esperábamos en derechos básicos, aparece en forma de pandemia. Ricos y pobres son igualmente susceptibles de contraer la enfermedad.
Pero es una igualdad solo en apariencia. Lo cierto es que se trata de una pandemia de clase y género. Solo ciertas clases tendrán el privilegio de guardar cuarentena, teletrabajar o prescindir de una remuneración mientras el virus deambule por las calles. Sin embargo, otras no tendrán más remedio que exponerse, salir a la calle, subirse al transporte público sin sanitizar y atiborrado de gente, luchando día a día con la esperanza de que esta enfermedad invisible a los ojos los atrape. Invisible, como la mano que regula el mercado, el virus atacará más duramente a quienes no puedan costearlo, a quienes no puedan pagar el precio de mercado.
¿Y por qué de género? Haciendo la fila para entrar a la notaría, mi cabeza reproducía el vídeo que circula por las redes sociales, en donde el marido golpea a la mujer por estar utilizando el computador para una reunión de trabajo. “Yo tampoco estoy jugando”, le gritó antes de sacudirla con todas sus fuerzas y humillarla frente a las pantallas de sus colegas. Entonces, recordé las palabras de Alexandra Kollontai, acerca del feminismo de clase, porque la posición de la mujer obrera no es igual a la de la mujer de clase alta. Toda la frustración, la ansiedad de la amenaza invisible que afecta al obrero, se desquita contra la mujer proletaria. No es casualidad que las denuncias por violencia de género en contexto familiar se hayan disparado desde la declaración de Estado de Catástrofe en Chile.
En las palabras de Kollontai: “Para la esposa y la madre proletaria, la clave del problema conyugal y familiar no reside en sus formas exteriores, rituales o civiles, sino en las condiciones económicas y sociales que determinan esas complejas relaciones familiares a las que debe hacer frente la mujer de clase obrera.”
Igual de invisible que el virus y la mano que regula el mercado es el acuerdo socio-cultural del rol doméstico de la mujer. Una discusión que creíamos superada en pleno siglo XXI, pero al intensificar la convivencia y las relaciones interpersonales, reaparece la figura de dueña de casa. Laboriosa incansable, que, contra viento y marea, con o sin fiebre, cumpliendo además con su trabajo u oficio habitual, se hace cargo de la limpieza, la cocina, el orden y la tarea más invisible de todas: “La armonía del hogar”. El silencio, la frustración, la amargura que se esconde tras una sonrisa que le regala a su conviviente, mientras por dentro ruega que su sumisión sea suficiente para no recibir los ataques a su cuerpo y a su dañada autoestima. Porque el someter las necesidades propias a la de otro, solo con el fin de preservar la integridad física o conservar el poco amor propio que queda, es una resistencia a perderlo todo, aunque las consecuencias dejarán cicatrices que el tiempo no borrará.
No nos dejemos engañar, estamos más lejos de la igualdad que nunca. La pandemia sí discrimina y sus primeros criterios de selección son la clase y el género. El coronavirus y su mano invisible, han ahondado en las heridas abiertas de nuestra sociedad moderna y profundamente desigual.