La barbarización de la cultura
Difícil resulta decir algo sobre las artes escénicas en un contexto de emergencia sanitaria como el que atravesamos. No es el momento de hacerlo, hay otras prioridades, y las artes en general se hallan ante la paradoja de comparecer, por un lado, a una mirada que las percibe bajo sus viejos tintes de elitismo mientras que, por el otro, atraviesan por una profunda crisis, que tiene asomos de irreversible. Lo que quizá vuelve pertinente traerlas a colación es que, con los museos y los teatros y las salas vacías, las artes escénicas se hallan sumidas en una crisis que no surge con esta pandemia, sino que más bien se revela a partir de esta como pieza de la barbarización cultural desplegada durante décadas por el neoliberalismo. La precariedad que en países como el nuestro exhibe la salud pública es el síntoma del abandono de una responsabilidad pública que afecta también a las artes.
Todo parece ser parte de lo mismo, porque la salud de una población pertenece al régimen de la cultura –a sus modos colectivos de simbolización–, y es precisamente este el régimen que tiene en las artes escénicas y sus diversas formas de producción viva de comunidad, una exhibición patente del daño. Este daño afecta especialmente a las formas colaborativas y autónomas de experimentación. ¿Con qué fin? Con el de reducirlas al reino de las mercancías y confinarlo al mundo de los concursos, las competencias, los unos contra los otros, los méritos individuales de la autogestión y el universo del éxito. Pasolini resumió esta degradación con un término que ideó sobre el final de sus días: el del genocidio cultural.
Esto significa que el problema no pasa exclusivamente por el hecho -evidente, por lo demás- de que hoy un sinnúmero de trabajadoras y trabajadores de las artes escénicas han tenido que apartarse de sus compañías, de sus intervenciones grupales y de sus equipos de trabajo para dedicarse a las tareas de la sobrevivencia, sino también por la destrucción de las formas históricas de resistencia cultural, en las que la expresión corporal operó como traducción artística de los modelos alternativos de construcción política.
Antes de que todo se viniera abajo, y que las artes comparecieran a la fragilidad con la que cargan por estos días, el neoliberalismo dedicó estrategias específicas a cooptar, por medio de formularios y una dependencia creciente de menguadas políticas ministeriales, las formas vivas de esa expresión de lo puesto en común que las artes escénicas encarnaron. El genocidio del que hablaba Pasolini tiene que ver precisamente con este escenario al que hoy asistimos: el de la reducción de la cultura a modelos de gestión implantados verticalmente desde una mirada despectiva con la presencia del arte en la multiplicidad de los procesos y las manifestaciones sociales.
Para tener una mínima aproximación a esto, basta con comparar la potencia que exhibieron la danza y otras manifestaciones artísticas en las revueltas recientes que tuvieron lugar en el país, con sus momentos creativos y su festividad compartida, con el concepto pobre de “industria cultural”, un concepto extraído de la crítica de la cultura y articulado con miras al incentivo de artistas sometidos cada vez más al diseño empresarial de sí mismos.
Esto nos lleva a considerar que el fascismo, tal como gravitó en los duros años treinta en Europa, no experimentó un corte o una inflexión en el modelo neoliberal que siguió. Por el contrario, halló en este modelo la fuerza invisible -con su difusión de meritocracias, experticias y divisiones- que, tal como observamos ahora, terminó por barbarizar el diseño de comunidades autónomas nacido de la puesta en común de una escena viva. Es el encuentro libre entre los cuerpos, este cruce entre resistencia y pequeñas soberanías, el que ha sido demolido. No lo demolió la pandemia, lo demolió un ataque sistemático que con la pandemia quedó al descubierto y que, hoy por hoy, nos obliga a repensar todo nuestro quehacer artístico de nuevo.